No resulta banal destacar cómo ha ido desapareciendo la Teoría del Estado de los análisis dedicados a abordar la realidad política. Si ello es así, se debe en gran medida a que después de 1945 la Constitución se situó en el vértice del Estado, regulando no solo sus límites sino su relación con una sociedad industrial compleja que comenzaba a consolidarse después de la Segunda Guerra Mundial. La Constitución que ya se había ensayado en algunas experiencias fallidas como la República de Weimar y la Segunda República española trató de dar la vuelta a la doctrina tradicional que veía en el poder público un simple medio para pacificar las relaciones entre sujetos privados. Por el contrario, el nuevo Estado, impulsado por valores y principios sociales, tendría como objetivo no solo resolver conflictos sino prevenirlos.
Como bien se sabe, el Estado del bienestar tuvo diversas y asimétricas manifestaciones no solo en lo que por aquel entonces se llamaba el primer mundo, sino también en España. La salida de la Guerra Civil impuso más de una década de autarquía económica y el intento de las autoridades franquistas de crear una categoría de Estado nuevo que se adaptara al imaginario nacionalcatólico y fascista. Por supuesto, el ensayo fue un sonoro fracaso y a comienzos de 1960 Franco ya había entregado la reconstrucción de España a una minoría burocrática, encabezada por el Opus, que intentó modernizar el país desde un punto de vista económico y jurídico. El derecho administrativo y la legalidad orgánica sirvieron para poner los cimientos de un Estado que corría ajeno al influjo del constitucionalismo democrático.
Así las cosas, la Transición refundó en gran medida un Estado agotado, que ya no servía para integrar los intereses de la clase media que con tanta incredulidad había descrito Max Aub en su diario La gallina ciega. España había llegado en 1978 al final de la historia que Fukuyama describiría unos años después con motivo de la caída del Muro de Berlín. En gran medida, el abrazo a las libertades de los modernos se hizo posible porque el poder constituyente tuvo en cuenta la apertura de nuestro país a la sociedad internacional y, sobre todo, a la por entonces ya exitosa Comunidad Europea. Porque la Comunidad supuso para España, a diferencia de los seis países que la fundaron, un factor de estabilización interna, una experiencia destinada a ayudar decisivamente a consolidar el Estado de Derecho, la democracia representativa y la economía de mercado.
Esta introducción es importante para hacer notar las distintas crisis que afectan a nuestra estructura estatal. No se trata, desde luego, de culpar a la Unión de males seculares que aquejan al país como la corrupción, la ineficiencia administrativa o el capitalismo de amiguetes. Por el contrario, es preciso apuntar que algunos fenómenos como la emergencia de los populismos o el avance de las reivindicaciones identitarias se deben en gran medida a no haber aprovechado la comunitarización del Estado para renovarlo y situarlo en condiciones adecuadas frente a la globalización y otros retos contemporáneos. La incorporación del equilibrio presupuestario mediante la precipitada pero inevitable reforma de la Constitución en 2011 es un buen ejemplo de lo que digo: el nuevo art. 135 ce llegó como un freno de emergencia a una década de frenesí en la que los fondos europeos se usaron baldíamente y el gobierno socialista desató las bridas legales que desde Bruselas se venían exigiendo para contener el déficit y la deuda pública. La colosal crisis financiera y social que vivimos tras Lehman Brothers y sus secuelas fue también consecuencia de haber vinculado desde la Transición la suerte de España a Europa sin asumir de forma sincera los compromisos establecidos en los tratados e integrados en nuestro ordenamiento jurídico a través del art. 93 CE. De otros países como Grecia, Portugal e incluso la misma Italia, también podría llegar a decirse lo mismo.
El principal reproche que se puede hacer al proceso de integración es haberse quedado a medio camino. Su renuncia a construir una auténtica federación supranacional, que sustituyera al Estado nación, ha dejado un ámbito de indeterminación aprovechado por los populismos para recuperar lo que Manuel Arias Maldonado llama “nostalgia del soberano”. Ahora bien, me parece que la abdicación en la construcción de un Leviatán continental –el peso de la historia es demasiado fuerte– no empece para reconocer que al menos desde hace más de medio siglo la Unión ha operado un importante proceso de innovación con la intención de colocar al Estado ante su propio espejo de decadencia: la fragmentación cultural lleva a una patente falta de adaptación política frente a las condiciones de competencia que exigen las distintas variables de lo que antes se llamaba mundialización.
Reconozcamos, de una vez, que tales condiciones han mutado fuertemente el Estado social y democrático de Derecho y sus posibilidades de realización efectiva. El declinar del concepto de libertad política resulta clave para entender la conversión definitiva del parlamentarismo nacional en un espectáculo más atento a las emociones y las audiencias que a la efectiva resolución de problemas. Si España es hoy una campaña electoral permanente es porque el grueso de nuestra legislación y de las decisiones más importantes se adoptan en Bruselas y sus instituciones. No extraña, desde este punto de vista, que el auténtico lawfare no sea la famosa “judicialización” de la política, sino trasladar desde la ley a los derechos la posibilidad de realización del estatuto de ciudadanía. Hoy la participación real se centra más en los despachos de abogados y los juzgados que en las propias Cortes Generales.
No les costará nada recordar a los lectores que las batallas más importantes de la sociedad civil de la última década se han jugado en el contexto de la mercantilización de la vida y ante los tribunales nacionales y europeos: los desahucios, los gastos hipotecarios, las preferentes o las estafas bancarias muestran cómo el verdadero sujeto político de nuestra época es un consumidor que vota como compra y espera de la administración una protección efectiva frente a posibles abusos de los agentes económicos. La incomprensión de la situación por parte de los poderes públicos ha sido tal que, en vez de modernizar el poder judicial actualizando sus estructuras, mejorando la preparación de jueces y reduciendo los obstáculos de acceso a la tutela judicial efectiva, el gobierno del pp impulsó en 2012 una reforma –parcialmente anulada después por el Tribunal Constitucional– para aplicar gravosas tasas a los demandantes en casi todos los órdenes materiales.
Por tanto, Europa ha mostrado (y forzado) el camino para la reconstrucción del Estado: este ya no es gestor de servicios públicos, no gobierna la economía como antaño y no ocupa amplios sectores del mercado, sino que se encarga de regularlo. Aparece la noción de Estado garante, donde la estabilidad y la calidad institucional se vuelven claves. Desde que la llamada revolución neoliberal llegó para quedarse, se observa una gigantesca devolución de tareas desde el Estado a la sociedad, surgiendo nuevos conceptos como la gobernanza, con la intención de describir y potenciar el proceso de horizontalización del poder. Para que ese proceso tenga éxito, sea equilibrado y respete los derechos de los ciudadanos, resulta necesario construir un tejido administrativo neutral, que sea capaz de vigilar y hacer efectivas las obligaciones constitucionales de servicio público que tienen que cumplir los operadores privados en el marco de la sociedad del riesgo.
Efectivamente, la ingente liberalización llevada a cabo en España, como consecuencia de la realización de las libertades económicas de la Unión, no ha ido acompañada de una reforma institucional en clave de independencia y neutralidad: por ejemplo, la creación de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia en 2013 se hizo contra el criterio de la Comisión, que exigía proteger el principio de especialización para evitar la captura de los reguladores por parte del mercado. La colonización de estos órganos reguladores se une a la tradicional política de cuotas, por la que los partidos se reparten los nombramientos de instituciones clave como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial. No creo que el fin del bipartidismo arregle estos problemas, más bien se vislumbran bloqueos negociadores y una permanente predisposición a ideologizar estructuras especialmente importantes para garantizar la seguridad jurídica de los distintos actores que operan en el mercado.
Evidentemente, la otra cara de la liberalización ha sido la pérdida de peso del modelo social de posguerra. La Unión es plenamente consciente de que Asia está marcando el paso económico de la globalización. El Estado del bienestar se está transformando en un Estado capitalista donde se liberan espacios para adaptarse a los mercados internacionales y conseguir gestionar la escasez. En tal sentido, resulta un tanto paradójico que nuestro talón de Aquiles no sea la agenda reformista relacionada con la productividad, hecha apresuradamente como consecuencia de la crisis y la enorme tasa de paro acumulada, sino la insuficiente adaptación del modelo de descentralización territorial a la competencia imperante. Las “geografías del descontento” –la España vacía– no son sino otra pieza más del fracaso en la tarea de intentar incorporar una forma de federalismo verdaderamente funcional a la teoría y la praxis del sistema constitucional.
Es hora de preguntarse si en esta cuestión también hemos sido capaces de vislumbrar la magnitud de la mutación europea. La incorporación de un nuevo nivel de poder supranacional con amplia capacidad de decisión ha ido quebrando el equilibrio original entre el Estado y las comunidades autónomas, que ven cómo sus parlamentos se transforman en meros órganos de ejecución administrativa. Las políticas de redistribución territorial dependieron durante años de los fondos de convergencia de la Unión, mientras que los nacionalismos periféricos vieron en esta una oportunidad real para tener un mercado mucho más amplio que el español, sin tener que contribuir a su sostenimiento con salarios sociales. La indeterminación institucional de la Unión ha propiciado tensiones entre Estados, regiones y grandes ciudades que rivalizan por recursos materiales y humanos: de cooperar se pasa a competir sin solución de continuidad. Desde este punto de vista, el brexit no sería más que el epígono de un fenómeno más amplio de federalismo líquido donde confluyen reivindicaciones identitarias y contenciosos secesionistas que ponen en cuestión la noción de Estado constitucional.
Dicha noción, ya lo vimos al principio, implicaba toda una serie de mecanismos destinados a prevenir y no solo resolver conflictos. En el caso español, la suerte del Estado social y democrático de Derecho ha estado anudada a las implicaciones normativas y socioeconómicas de la integración europea: llegamos a soñar que era posible una Constitución sin Estado y hoy nos encontramos frente a un proceso destituyente que en su vertiente interna amenaza a la propia existencia de la Constitución y del sujeto que la sostiene. No es extraño cuando no solo no se aceptan las consecuencias de las obligaciones de fondo, sino que se navega en la contingencia de la falta de un proyecto común y de pasiones identitarias que solo aflojarán cuando sean definitivamente monetizadas. Ese día descubriremos que el Estado se encontraba ante otro momento maquiavélico y que nuestra principal virtud consistió en ponernos a contar naciones. ~
es profesor visitante de derecho constitucional en la Universidad de Cantabria.