Una historia de violencia

La primavera de 1936 se cuenta en este libro como una historia de violencia, a partir de un apabullante aparato metodológico inspirado en la microhistoria: los autores analizan pormenorizadamente centenares de agresiones, atentados y ataques con víctimas.
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Los profesores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío culminan con este magnífico volumen, Fuego cruzado. La primavera de 1936 (Galaxia Gutenberg, 2024), su extenso retrato del periodo de entreguerras con particular atención a lo ocurrido en la Segunda República española. Después de su lectura, me sorprende que durante tanto tiempo los expertos en historia y derecho hayamos estado hablando de la “tragedia” o el “fracaso” de Weimar cuando teníamos en casa el mejor ejemplo de lo que Juan J. Linz denominó la “quiebra de las democracias”. ¿Por qué ha sido esto así? Por una razón sencilla sobre la que los autores llaman la atención en las conclusiones del libro: una parte importante de la academia vinculada a las ciencias sociales y humanas ha impuesto un canon memorialístico donde la historia y los sistemas políticos son observados desde categorías básicamente morales.

Así las cosas, no extraña que la Segunda República tenga una importancia basilar en la pérdida de legitimidad de la Constitución española de 1978. Desde comienzos de la década de 2000, se ha venido impugnando el consenso de la Transición porque estaría levantado sobre la continuidad ideológica, convenientemente disfrazada, del franquismo. El franquismo es el régimen dictatorial surgido tras el fracaso del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la posterior victoria del movimiento nacional en la Guerra Civil. Si esa fecha es considerada como una catástrofe ética que corrompe todos los acontecimientos políticos e institucionales posteriores, es normal que la Segunda República aparezca como un periodo virtuoso al que hay que volver constantemente para recuperar la dignidad colectiva. El lector puede leer el preámbulo y los primeros artículos de la Ley 20/2022 de Memoria Democrática u otras leyes de memoria autonómicas para comprobar de primera mano si estoy equivocado.

La primavera de 1936 se cuenta en este libro como una historia de violencia, a partir de un apabullante aparato metodológico inspirado en la microhistoria: los autores analizan pormenorizadamente centenares de agresiones, atentados y ataques con víctimas –2.143 en total, 484 de ellas mortales– que tuvieron lugar en casi todas las provincias de España tras la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero. Después de ese día se puso en marcha una espiral de odio entre grupos ideológicos que llevó al enfrentamiento sin cuartel entre la extrema derecha (fundamentalmente Falange, ilegalizada desde mitad del mes de marzo) y una extrema izquierda que consideró que la victoria en las elecciones era un salvoconducto para aplicar medidas radicales que vengaran la represión militar y judicial de la rebelión de 1934 que tuvo como epicentros a Asturias y Cataluña.

Tradicionalmente se ha entendido que el golpe del 18 de julio fue una respuesta buscada por los sectores inmovilistas y contrarrevolucionarios a partir de una crisis de orden público provocada por ellos mismos. Lo que en este libro se demuestra es que lo que ocurrió en la primavera de 1936 fue una pérdida de autoridad progresiva de la República en torno a lo que Max Weber consideró el elemento definitorio de la soberanía: el monopolio legítimo del uso de la violencia por parte del Estado. La censura implacable aplicada por el gobierno durante el estado de alarma permanente impidió a la opinión pública conocer los actos de violencia con motivación ideológica que se iban produciendo diariamente por toda España. Mientras tanto, las administraciones primero de Azaña y de Casares después fingían una normalidad que la sociedad percibía directamente como impostada conociendo lo que estaba ocurriendo en las calles. Los graves errores de coordinación entre el Ministerio de Gobernación y los gobernadores civiles, la falta de preparación de las fuerzas y cuerpos de seguridad y el sectarismo ideológico de quien debió de buscar neutralmente la paz civil abocaron a una situación de gansterismo político que implosionó en Madrid con los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo el 12 y 13 de julio de 1936. El relato detallado de estos crímenes que se hace en el libro todavía estremece.

No hay en este trabajo relación de causalidad buscada o sugerida entre la violencia desatada después del 16 de febrero y el golpe y la posterior Guerra Civil. La trama militar de la insurrección, apoyada por sectores de la sociedad civil y algunos partidos, fue dubitativa y a ratos errática, con el gobierno sospechando de los facciosos y pensando que se estaba ante un espadón que da un pronunciamiento y resulta fácilmente domeñable, como ocurrió con Sanjurjo en 1932. Sin embargo, la violencia planificada por los golpistas ya no era la decimonónica: el discurso político se había llenado de radicalismos y el vocabulario parlamentario y periodístico bebía del lenguaje militar en un contexto de amigo/enemigo. Dicho contexto, nutrido por la Revolución de 1917 y por el perturbador ejemplo de los fascistas y nazis en Italia y Alemania, facilitó la negación multilateral del pluralismo y la necesidad de liquidar físicamente aquellos proyectos ideológicos que no encajaban en las hegemonías culturales totalitarias. En la era de los extremos era muy difícil la supervivencia de democracias pretendidamente liberales y España no fue una excepción.

Hay lugar en esta soberbia investigación también para extensos análisis sobre la crisis institucional que se abrió con la irresponsable dimisión del presidente del gobierno Manuel Portela con el recuento de las elecciones por finalizar el 19 de febrero de 1936. No tengo espacio para detenerme en ellos y simplemente referencio algunos hechos que resuenan ante nosotros en pleno siglo XXI: una amnistía concedida por la presión de las masas, la toma de poder de numerosos ayuntamientos en cumplimiento de dicha medida de gracia, ataques sistemáticos al poder judicial desde los partidos de la mayoría o una controvertida destitución del jefe del Estado por las Cortes. Sin embargo, ninguno de estos eventos conduce a los autores al clásico determinismo: la suerte de la Segunda República no estaba echada, ni siquiera en el marco de una pérdida de autoridad tan grande como la aquí descrita. La enseñanza que podemos sacar tras la lectura de esta voluminosa obra (690 páginas que el lector debe abordar con paciencia) es que la incertidumbre democrática puede ser conjurada con los datos que ofrecen la historia y la experiencia: solo hace falta interpretarlos manteniéndonos alejados de relatos científicos al servicio de un presentismo frecuentemente estéril. ~

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es profesor visitante de derecho constitucional en la Universidad de Cantabria.


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