Este texto apareció publicado en “El periodismo contra la mentira”, el número 187 de abril de 2017 en España.
En su nuevo libro publicado a principios de año y titulado Les pathologies politiques françaises, Alain Duhamel dedica todo un capítulo al deporte nacional francés por excelencia: la autodenigración, el French-bashing y la pasión por el déclinisme. El libro se lee como una continuación del fantástico ensayo que escribió el mismo autor en el año 1993, y que llevaba por título Les peurs françaises. Un cuarto de siglo separa ambas obras pero el malaise francés es exactamente el mismo: Duhamel describe como nadie esa pulsión específicamente francesa que consiste, de forma algo psicótica, en amar y vilipendiar a Francia con la misma intensidad romántica y literaria. Un declinismo que ha conseguido trascender las divisiones políticas clásicas y que ha acabado integrando a personajes que provienen de tendencias políticas distintas, desde el provocador y antisemita Eric Zemmour con su best-seller Le suicide français a otros referentes culturales y literarios como Régis Debray, Alain Finkielkraut o el más progresista Michel Onfray. Todos ellos se libran con afán a este ejercicio intelectual masoquista en un momento particularmente fértil. Fértil porque la policrisis que vive Europa provoca enfado y decepción a partes iguales, y porque Marine Le Pen y su fiel secuaz Florian Philippot han conseguido que la sociedad vea al Front National como un arma arrojadiza aceptable y legítima para intervenir en el debate sobre el futuro de la Nación.
En este sentido, Alain Touraine acierta en sus entrevistas cuando insiste en que hoy en día, en Francia, la question nationale ha reemplazado casi definitivamente en el campo político, cultural y psicológico a la question sociale. Un periodo algo sombrío donde el debate político está cada vez más marcado por una serie de miedos con los que muchos ciudadanos franceses se identifican: miedo a la banalización del rol de Francia en el mundo, miedo a las reformas que puedan romper el pacto social, miedo a la Unión Europea y a la dinámica de la globalización, miedo a la integración y dilución de una identidad nacional marcada por un pasado revolucionario, napoleónico y colonial… La obra The politics of fear de Frank Furedi es un buen libro para entender por qué esta situación que se vive en Francia no es exactamente la misma que en el Reino Unido, en Holanda, o en Estados Unidos, donde el panorama político está también cada vez más marcado por partidos que instrumentalizan el “miedo” para promover políticas de repliegue, exclusión e individualismo. Furedi insiste que en el caso francés existe una cierta predisposición natural al fatalismo, el cual a su vez predispone a la población a sentirse particularmente incómoda y vulnerable frente a la incertidumbre. En este sentido, Furedi apunta que muchos de los miedos que siente la sociedad francesa no son tanto el resultado de una derechización ideológica, de una crisis de las estructuras representativas o de una política redistributiva mal resuelta, si no que son el reflejo de una nación que muestra síntomas de cansancio y bloqueo frente a un relato histórico único.
Voltaire, en su libro sobre el Siècle de Louis XVI, ya decía que Francia tiene vocación de “alzarse, brillar, e inmediatamente después, sumergirse en un periodo declinista por miedo a perder ese liderazgo”. La historia francesa se lee como una espiral de altos y bajos, de momentos estelares y fracasos estrepitosos: la Revolución y la caída del Imperio en 1814, la victoria en 1918 y la Collaboration en 1940, los Trente Glorieuses (1950-1980) y la descolonización fallida, la integración federalista europea y el advenimiento del intergubernamentalismo… La más brillante y la más peligrosa de las naciones de Europa, como dejó escrito Tocqueville en 1856 en su libro sobre El Antiguo Régimen y la Revolución.
Un pesimismo selectivo
En un contexto así se produce una situación curiosa por la cual los franceses se muestran globalmente satisfechos del impacto de la globalización sobre Europa, sobre su región, y sobre su propia vida, pero en cambio tienen una mirada muy crítica sobre los efectos que pueda haber tenido la mundialización respecto a Francia en su conjunto. En otras palabras, el Estado nación francés es la única unidad territorial donde el impacto de la globalización se juzga de forma más negativa que positiva (50% frente a 39%), además de ser el ítem donde la diferencia es más clara (+11 puntos, véase gráfico 1, que como los demás está tomado del estudio de Demos/Notre Europe Nothing to fear but fear itself). Esta hipótesis es una constante en las encuestas de opinión francesas: en el barómetro global que realizó Ipsos/Sopra Steria sobre las “fracturas francesas” en mayo de 2016, cerca de 6 de cada 10 franceses consideraban que la globalización era una amenaza para el país, y alrededor del 57% decían que Francia tenía que “protegerse más del mundo actual”.
Este curioso ranking de los perdedores y ganadores de la globalización a la francesa permite ahondar en la creencia de que Francia se enfrenta a su particular forma de derrotismo y miedo al déclassement a escala nacional. No se trata tanto de perdedores en plural, como se analizó en Estados Unidos, sino de Francia como país perdedor en su concepción identitaria, filosófica e histórica. Aunque, siendo sinceros, la pregunta de si la globalización es percibida en Francia como un factor antinómico al propio Estado nación no es nueva. Apareció como una bomba en 2005 con el fallido referéndum sobre el Tratado Constitucional europeo y se ha anquilosado en el debate público. Grabadas en la memoria han quedado las palabras del entonces presidente francés Jacques Chirac en la emisión de máxima audiencia del 14 de abril de ese año. Chirac, a pocos días del voto y con todas las encuestas en contra, decidió acudir a un programa para responder a las preguntas de los jóvenes e intentar revertir la situación. Después de más de dos horas de debate, y al ver que su audiencia se mantenía firme en su escepticismo, el presidente se dio por vencido y declaró que “nunca dejará de sorprenderme, y debe de haber razones que no discuto, este sentimiento de miedo que existe entre nosotros…” Renaud Dehousse, en su libro Fin de l’Europe?, decía que ningún referéndum había ilustrado mejor la incapacidad crónica de los franceses al decidir qué tipo de liderazgo querían ejercer sobre la Unión (y sobre la globalización que empezaba a pegar fuerte). “Decidimos no decidir”, como decía Dehousse por aquel entonces.
La inquietud respecto al futuro de su propio país en un mundo globalizado es algo que emerge como específico a la opinión pública francesa. En un artículo reciente con Yves Bertoncini, director del Institut Jacques Delors, proponíamos denominar este fenómeno como francoescepticismo, en oposición al concepto más estudiado de euroescepticismo (véase gráfico 2).
Polonia por ejemplo se posiciona en las antípodas de la población francesa, con más del 80% de la muestra representativa de toda la población respondiendo de forma optimista respecto al impacto de la globalización para su país. En Alemania, en Reino Unido y en Suecia, los ciudadanos que creen que el impacto es positivo siempre superan a aquellos que creen que es negativo. Incluso en la muestra representativa de la población española, un país que ha sufrido fuertemente la crisis y el sistema imperfecto de gobernanza multilateral en la eurozona, la globalización sigue siendo percibida como una fuente de corolarios positivos para el conjunto del país.
La elección de 2017: los riesgos del francoescepticismo
Rodeados por esta atmósfera de francoescepticismo, la pregunta por resolver es cómo todo ello impacta en la elección presidencial de 2017. Si la sociedad gala tiene dudas sobre el devenir de su país en tanto que símbolo, parece razonable pensar que aquellos candidatos que ofrezcan visiones más claras sobre la cuestión tendrán mayores opciones tanto de aglutinar como de asustar a un mayor número de electores. En este sentido, el posicionamiento chauvinista de Marine Le Pen es un arma de doble filo en la opinión pública.
Por un lado, la candidata del Front National sabe explotar al máximo la inquietud sobre la “comunidad de destino” del país –por retomar la expresión traducida originalmente del alemán schicksalsgemeinschaft–. Una estrategia que sobresale en particular en su spot electoral, con el leitmotiv de la comunión patriota para salvar a Francia de los traidores (el sistema político actual). Su comunicación se resume en la invocación de una Francia que asume la historia con la que empieza este artículo. Para Marine Le Pen, el desafío del francoescepticismo se resuelve con una visión xenófoba, replegada y etnocentrista de la identidad francesa. En realidad, su campaña se lee como una clara respuesta al desafío francoescéptico, aunque no es la única. La elección presidencial es la mera escenificación –a través el personalismo presidencialista– del tipo de Francia que los electores quieren promover en los próximos cinco años. Alain Juppé tenía su identité heureuse, Fillon ha recuperado el emblema sarkozysta de la France forte, Benoît Hamon opta por la Francia que hace latir el corazón del país, mientras que Macron opta por la utilización de la esperanza y del movimiento.
Por otro lado, la visión de Marine Le Pen, aunque sea la más marcada en este debate, también es la que está demostrando tener más capacidad de asustar a los electores. De ahí que casi la mitad de los ciudadanos estén convencidos de que la elección presidencial será, una vez más, una elección marcada por el voto útil (gráfico 3), asumiendo la tesis de una ciudadanía que volverá a hacer barrage –freno– al extremismo. Para una mayoría de franceses el partido sigue siendo un “peligro’” para Francia. Así lo apuntaba por ejemplo la última edición del barómetro TNS-Sofres para Le Monde, France Info y Canal +, donde se afirmaba que para el 56% de la población “el FN sigue representando un peligro para la democracia en Francia”. Un porcentaje que va en aumento desde 2012 (aunque estuvo cerca del 75% en los años noventa, bajo el liderazgo de Le Pen padre).
La duda es saber cuánto más puede durar ese muro de contención conocido como el frente republicano. Y más si tenemos en cuenta los análisis que muestran cómo la opinión pública está cada vez más convencida de que tarde o temprano la victoria de la extrema derecha en Francia es inevitable (véase gráfico 4).
Francia: alerta roja
El francoescepticismo bebe de tres fuentes: la primera, una ecuación mal resuelta en Francia respecto al rol del país en un mundo globalizado, la segunda, el sentimiento de incertidumbre en un contexto de crisis múltiples, y la tercera, la inseguridad respecto a temáticas como la protección interior y las amenazas externas. Una combinación explosiva antes de una elección presidencial y unas elecciones legislativas que amenazan con estar marcadas por el Front National y su respuesta radical a la duda existencial que arrastra la sociedad francesa.
Duhamel, al final de su libro citado en la introducción de este artículo, describe de forma maravillosa el conundrum galo: “un país incomparable que puede mostrarse a la vez progresista en lo cultural, conservador en lo económico, corporativista en lo social, y protestatario en lo político”. La elección presidencial representa el summum de este popurrí. Ningún Estado europeo ha cambiado tantas veces de régimen y ha tenido tantas alternancias como el hexágono en los últimos dos siglos. Francia es en el fondo un “opositor nato”, como dice Duhamel. Falta por ver si en 2017 será una vez más capaz de canalizar esa energía rebelde hacía lo mejor de ella misma, o hacia lo peor de su historia. Francia tal vez se haya cansado de sí misma, como le gusta decir al historiador Pierre Nora. Pero Europa la necesita más que nunca. ~
Es director de Estudios Europeos en el Instituro Viavoice de París. Es autor de Europa, Europa (EnDebate).