Algunas constelaciones desde este cuerpo

Los catálogos de las editoriales independientes permiten hacer un mapa de las lecturas que interesan al actual relevo generacional. Temas novedosos, aproximaciones críticas y formas de socializar la literatura se ven reflejados en un puñado de libros que, como dice la autora, llegan a formar una constelación.
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a las editoras y los editores
que solo nombro en su trabajo

Elijo pensar en las editoriales independientes a partir de una metáfora del genio delicado y sutil que fue John Berger. Al hablar de los primeros que inventaron el nombre de las constelaciones, se refiere a ellos como tejedores de historias. Dice que quienes trazaron líneas imaginarias entre las estrellas no modificaron la luz que emanan o el vacío negro que las rodea, sino nuestras maneras de leer el cielo nocturno.

Las editoriales independientes hacen algo similar cuando eligen, entre posibilidades infinitas, dedicar sus medios de producción a la creación de ciertos libros. Su mirada escapa del horizonte industrial de las grandes corporaciones y, al dejarse guiar por coordenadas de afinidades y apuestas, ordenan la inmensidad del cielo bajo otros principios.

Por eso son tan importantes para los lectores que apenas van eligiendo su destino entre las páginas. Al trazar constelaciones alternativas, las editoriales independientes dotan de sentido a algo que, sin una mirada que las arrope, se difuminaría entre la noche oscura.

La metáfora de Berger implica que, cuando se imaginan relaciones entre diversos elementos de un cielo, lo que se altera no es necesariamente la materia de los objetos relacionados, sino el sentido que adquieren cuando son parte de un todo. En el terreno de los libros, las editoriales independientes constelan (vinculan, ponen en diálogo, sujetan) a distintos textos y, al hacerlo, proponen un mapa para afrontar los intereses y las preocupaciones del momento. Como las constelaciones, las editoriales independientes también tienen su propia mitología.

Desde su fundación en 1960, Era ha publicado novela, poesía, cuento, crónica, historia, ciencias sociales, arte y libros para niños y jóvenes. Hoy su catálogo debe exceder los mil y un títulos, y ha pasado por muy diversos periodos que no voy a revisar aquí. Eso será tarea de los estudiosos de mascada y saco, pues a mí lo que me interesa es reconocer mis constelaciones.

De Era recuerdo sobre todo a Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, José Revueltas y los comunicados del EZLN. Cada uno de ellos, una fuerza natural. Entre esas figuras se abrió para mi generación (o para una parte de ella, es necesario acotar) la amplitud que la literatura mexicana podía tener más allá del boom latinoamericano y las demandas del mercado global.

La noche de Tlatelolco (1971) y Hasta no verte Jesús mío (1969), de Elena Poniatowska, demuestran en su hechura una escucha atenta, que busca en el montaje de las transcripciones un sentido que excede al que las palabras mismas van diciendo. Son libros que despiertan la pregunta de quién los ensambló, además de su brillante autora. Imagino que son libros atravesados por conversaciones, pruebas y errores.

La publicación de Las batallas en el desierto (1981) y Morirás lejos (primero por Joaquín Mortiz en 1967), de José Emilio Pacheco, dentro de un mismo catálogo se me figura una declaración de principios, pues permite y reproduce materialmente dos polos de una escritura capaz de anidar lo cotidiano de una historia íntima y subjetiva (para mí ese libro es el abuelo de la autoficción tan nutrida hoy en México), así como la representación experimental de la Segunda Guerra Mundial, con los ecos que sus métodos de tortura y control tuvieron en las dictaduras latinoamericanas.

La reunión de la obra selecta de José Revueltas habla de la libertad política que puede haber en una propuesta editorial, pues en esta obra se leen las disputas de amor y odio del autor (uno de los más zurdos y más críticos de mi lengua), con diversas facciones de una izquierda siempre reacia al comentario disonante entre sus propias filas.

Y, sin los comunicados zapatistas (cosa sorprendente: archivados en una serie), me cuesta trabajo imaginar la actividad subversiva de una generación que organizó YoSoy132 y las asambleas universitarias por Ayotzinapa. La reunión en libro de esos textos insurgentes da cuenta de que la palabra y la acción rebelde están tejidas de manera que una no tiene sentido sin la otra. Imagino las manos que reunieron el material de esos libros como las de una editora demiurga que confecciona el grimorio de las revoluciones posibles.

La generación que se volvió lectora a principios del nuevo milenio volvió necesaria la existencia de editoriales independientes como Sexto Piso (2002 en México y 2005 en España también), Tumbona Ediciones (2005), Almadía (2005), Sur+ (2009), Antílope (2015) y Gris Tormenta (2017).

En los párrafos siguientes menciono a muchas de las personas que escriben y a ninguna de las que editan los libros. No es por olvido o indiferencia: mientras investigaba en mi biblioteca para este ensayo, busqué en portadas, páginas legales y colofones, pero raras veces están ahí los nombres de quienes participaron en el proceso de producción de un libro.

Arriesgo dos hipótesis. La primera: quienes editan no suelen nombrarse porque están acostumbrados a mirar el escenario tras bambalinas; la segunda: quienes editan saben que son tantas las manos que participan en la creación de un libro, que parece desconsiderado nombrar solo a algunas personas y no a todas.

Va mi reconocimiento explícito, entonces, para los que buscan en revistas, libros, festivales, becas, premios, talleres y conversaciones las voces que formarán parte de sus catálogos, a quienes gestionan las idas y vueltas de los materiales, a quienes corrigen la estructura y el balance de los textos, a quienes corrigen el estilo, a quienes forman y diseñan, a quienes se encargan de los contratos y los pagos, a quienes imprimen y encuadernan, a quienes distribuyen y promocionan, a quienes venden y clasifican. Todos esos cuerpos silenciosos habitan cada libro del estante y se cuelan con sus labores discretas en las palabras que alcanzan a los lectores.

Su nombre alude a la altura mínima que necesita para morir el suicida que ha tomado la decisión y su catálogo actual incluye más de cuatrocientos títulos. La potencia del surgimiento de Sexto Piso tuvo que ver con la mezcla de autores establecidos, traducciones de otras lenguas al español y su apertura a publicar primeros libros. No concibo un cielo de lecturas sin las traducciones de Etgar Keret y la prosa de Margo Glantz, y sin los libros inaugurales de Emiliano Monge (Morirse de memoria, 2009), Valeria Luiselli (Papeles falsos, 2010) y Daniel Saldaña París (En medio de extrañas víctimas, 2013), junto a clásicos inadvertidos, como la Narrativa breve completa de Joseph Conrad (en traducción de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba, 2015) y el Diario de guerra. 1940-1942 de George Orwell (2006).

A partir de 2018, esta editorial hizo una de sus apuestas más interesantes, por la ampliación del panorama que implicó y por cómo evidenció lo urgente y necesario de esta acción, con los dos primeros volúmenes de Tsunami, antologías de escritos de mujeres compiladas por Gabriela Jauregui en México (con un tercer volumen reunido por Marta Sanz, en España).

La propuesta mexicana, que continúa en crecimiento, sigue el espíritu de la editorial al incluir voces nuevas y consolidadas en una yuxtaposición que fomenta una conversación entre distintas geografías, edades, experiencias, clases sociales e identidades: hasta ahora son parte del tsunami más de veinte escritoras. Varias de ellas vieron por primera vez sus palabras publicadas en estas antologías y hoy desarrollan carreras literarias que diversifican y nutren las posibilidades de lectura disponibles en el panorama. Pienso en la fortuna que tuvimos al leer quizá los primeros poemas de Jimena González (que tenía cerca de dieciocho años en el momento de la publicación), la mirada sabia de Luna Marán (cineasta independiente de Guelatao, Oaxaca), o el afilado ensayo de Dahlia de la Cerda, que critica y dialoga con el feminismo “de habitación propia” y el feminismo radical. Un par de años más tarde, Sexto Piso publicó una versión mucho más amplia de ese mismo ensayo crítico bajo el título Desde los zulos.

Antes de estos huracanes literarios, si solamente había mujeres en un libro era para tratar diversas aristas de un mismo tema o para enmascarar un silenciamiento consuetudinario con simulacros de inclusión. Hoy, por fortuna, parece que este pedacito de cielo está cambiando. Y no solo para el presente: la formación de nuevas constelaciones de escritoras arroja su luz hacia el pasado y afina una mirada que se pregunta, y me temo que no dejará de hacerlo, por qué no se publican más libros escritos por mujeres.

Con la silueta de una lectora recostada de panza en su logo, Tumbona tiene como catalizador el impulso por generar libros “con espíritu heterodoxo e irreverente, libros con vitalidad estética y riesgo intelectual, libros impuros que puedan ir de un lado a otro de las ramificaciones artísticas”. A esta editorial le debemos colecciones como la genial “Versus”, que reúne títulos a partir de opiniones impopulares, como la defensa del fumador, de la mujer que elige no ser madre, el derecho a la copia y la apropiación; libros para contraargumentar la alegría de vivir, la originalidad, el trabajo, las buenas intenciones o la vida activa.

La Tumbona me parece el ejercicio editorial de ese “ir a contrapelo” que propuso Walter Benjamin en una de sus Tesis sobre la historia. Imagino en su origen reuniones de editores que buscan transformar el hartazgo de la normalidad aplanadora y el buen comportamiento en la posibilidad de escribir lo que se teme que nos haga quedar mal, lo que amenaza un statu quo callado y silencioso que vigila el decoro. Entre sus intereses está mostrar una cara menos “académica” (menos acartonada) del ensayo crítico en una época en la que la solemnidad parecía síntoma de legitimidad.

A este impulso se deben joyas como el rescate editorial de Ulises Carrión (paradigma del artista irreverente y mal portado) y la puesta local de Kenneth Goldsmith (Escritura no creativa: la gestión del lenguaje en la era digital, en traducción de Alan Page, 2015), con sus ideas sobre el arte contemporáneo y su voz visionaria para los valiosos desvaríos que introduce hoy la inteligencia artificial en la escritura.

Esta editorial apostó por generar una identidad gráfica icónica en sus portadas desde sus inicios. Ellos colocaron en el firmamento los libros de portada doble: una sobre cartulina con acabado brillante y otra en cartulina sin acabado, que envuelve a la primera. En sus primeros títulos, cada portada externa de Almadía presentaba una especie de ventana hacia la interior. Con ese umbral doble, una lectora sentía la irresistible tentación de atravesarlo y adentrarse en territorio inexplorado. El catálogo oaxaqueño arrancó con la publicación de maravillas como la poesía de Francisco Toledo y de Luigi Amara, o las novelas sucias de Guillermo Fadanelli.

Dos de las propuestas más deslumbrantes de Almadía, desde mi posición en el mapa, lanzaron un destello que tocó fuertemente a nuevas generaciones de escritoras: la antología de cuentos de ciencia ficción norteamericana contemporánea 25 minutos en el futuro (curada y traducida en 2013 por Pepe Rojo y Bef), con una mayoría de textos presentados por primera vez en español, y 72 migrantes (con 72 crónicas reunidas por Alma Guillermoprieto en 2011), sobre la masacre de San Fernando, Tamaulipas, ocurrida con la complicidad del Estado mexicano entre el 22 y 23 de agosto de 2010.

La primera extiende la invitación a escribir desde un género por demasiado tiempo ignorado en planes editoriales locales; la segunda responde al llamado histórico de la escalada de violencia en el país. Juntas abren la posibilidad de escribir sobre lo que la “guerra contra el narcotráfico” intentó robarse: la imaginación estética como territorio de posibilidades políticas.

Hoy están presentes en el horizonte escrituras que entretejen esa violencia concreta y material con las convenciones del género de la ciencia ficción, la fantasía y el horror.

Ellos se definen como “una editorial colectiva codependiente” y su nombre hace un guiño hacia el concepto marxista del excedente en una cadena de producción, lo que sobra y es inútil (y, por lo tanto, escapa a la lógica de la acumulación del capital), y otro guiño hacia la escritura desde un territorio opuesto al norte global. Su lógica permitió editar periodismo narrativo junto a textos híbridos que fusionan poesía, imagen, crónica, ensayo y memoria.

Ahí vieron la luz en nuestro país Un séptimo hombre (2011), de John Berger y John Mohr, en traducción autogestiva y colectiva; Morir en México (2012), de John Gibler; Los migrantes que no importan (2012), de Óscar Martínez; así como Ver, oír y callar (2017), de Juan José Martínez. La editorial también apostó por la antología Entre las cenizas (2014), de la Red de Periodistas de a Pie con textos de periodistas que siguen activos en el cuidado de una palabra que permita nombrar la verdad, desde la justicia y la paz, en un contexto hasta hace poco dominado por narrativas que reproducían la gramática de una violencia colonizante de los cuerpos y del lenguaje.

Durante esos años se publicaron también Dolerse. Textos desde un país herido (2011), con una selección brillante de publicaciones periódicas de Cristina Rivera Garza, y Antígona González (2012), de Sara Uribe, descrito por sus editores como “una máquina escritural basada en la apropiación, intervención y reescritura”, en la que una mujer intenta narrar la desaparición de su hermano menor.

Arrancó en 2015 con la publicación ilustrada de Arbitraria. Muestrario de poesía y ensayo, que juega desde su título con el principio de selección de cualquier proyecto editorial independiente visto desde afuera: ahí están las voces de un puñado de escritores que se distinguen por dedicarse con entrega a otras actividades culturales que no necesariamente se conciben como “creativas”, pero que posibilitan la escritura y el intercambio intelectual y estético; por ejemplo: la composición de letras de canciones, la edición literaria de libros y revistas, la gestión de talleres y encuentros culturales, la traducción literaria, el teatro y los círculos de lectura.

Sus siguientes títulos siguieron la línea de la poesía y el ensayo, pero abrieron también una línea de libros difíciles de clasificar, que llegaron para proponer nuevos caminos editoriales sobre los cuidados de la crianza y la vida vulnerable: Pequeñas labores, de Rivka Galchen, traducido por Jazmina Barrera y Alejandro Zambra (2018); Cuando las mujeres fueron pájaros, de Terry Tempest Williams, traducido por Isabel Zapata (2020), y Fruto, de Daniela Rea (2023).

Mi mirada alcanza a detenerse –por último pero no en exclusiva– en el trabajo editorial de Gris Tormenta, surgida en 2017 con dos colecciones enfocadas en el ensayo y la memoria: “Disertaciones”, compuesta por antologías que giran en torno a un tema visitado por voces heterogéneas o en torno a una pregunta que provoca la disertación, y “Editor”, sobre el oficio mismo de hacer libros. Ambos casos constituyen una carta de intención: las antologías son un espacio para intercambiar ideas y pensar en común, y las memorias en torno a la creación de libros conforman un mosaico sobre todo lo que tiene que suceder para que un libro exista en el mundo.

En 2023 una nueva colección se suma a esta propuesta editorial. “Paisaje Interior” reúne textos sobre la relación que el escritor tiene con su propia poética. Se trata de una invitación a pensar cómo funcionan las obsesiones, los mandatos, ¿las deudas?, que un escritor tiene hacia ciertos temas o hacia ciertas formas de decir que lo acompañan, o lo persiguen, a lo largo de su trabajo creativo.

Me parece que la existencia de esta última serie da fe de la vida en expansión del universo de editoriales independientes en México. La elaboración de los libros como tema de los libros mismos es un atisbo de las constelaciones que están por nacer, esperando a ser trazadas por esas manos que trabajan en seguir surcando cauces para nuevas voces y discusiones, alimentando el sentido de habitar un mundo que, si no fuera por esas conjuras, seguiría existiendo, pero sería mucho más aburrido y triste.

En un texto publicado en 2010 en Milenio, a razón del cumpleaños cincuenta de editorial Era, el enorme hacedor de libros que fue Vicente Rojo ensaya una breve biografía intelectual de su desarrollo como diseñador gráfico:

Actualmente no sé cómo se relacionan los jóvenes, lo que sí veo en los pintores de veinte, treinta o cuarenta años, es que todos sobreviven y hacen un trabajo espléndido, lo mismo que los escritores. A veces me pregunto: ¿en esta época tan difícil, cómo se sostienen, cómo logran vivir de lo que hacen? Para mí eso es un misterio. Y luego están las editoriales, las grandes, por supuesto, pero hay muchísimas editoriales pequeñas en las que los escritores nuevos –y los no tan nuevos– están publicando.

Ojalá que aquí haya una respuesta a esa pregunta, lanzada ya desde el otro lado de la vida. Logramos vivir de hacer libros porque hay una genealogía que nos sostiene, y espero que, en el relevo necesario de las generaciones, nunca se extinga. ~

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(Ciudad de México, 1989) es editora y
novelista. Su libro más reciente es Araneae (Lata Peinada, 2023).
Actualmente es editora en Penguin Random House


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