Estimados miembros de esta Academia, señores y señoras, amigos:
Hace casi cien años, cuando por el valle de Pubenza se oyó por primera vez el ruido mecánico de una locomotora, dos jóvenes escritores, Alberto Lleras Camargo y mi abuelo, Rafael Maya, intuyeron lo que aquella avanzada del progreso podría suponer para la blanca ciudad de Popayán. Temieron que el dinamismo del metal perturbara el descanso de su más noble huésped, don Quijote –quien, como todos sabemos, está enterrado bajo un árbol de su plaza central–, y que en medio de su desconcierto decidiera abandonar su morada americana para regresar a la anónima provincia de La Mancha donde dio inicio a su legendaria aventura.
Lleras Camargo le escribió una oración y Maya secundó su esfuerzo redactando una misiva, Carta a don Quijote, en la que explicaba las causas de aquel traqueteo que hacía estremecer los huesos. Era la modernidad, le dijo, con su concepción mecánica del mundo y su sentido práctico de la vida. Nada a lo cual temer, por cierto, siempre y cuando los rieles de la novedad y del progreso se plantaran sobre una conciencia iluminada por la sabiduría y el humanismo.
Mi abuelo le encomendaba en su carta esa misión a don Quijote, no solo la de permanecer en Popayán, sino la de custodiar los lugares donde se cultivaba el espíritu público y el intelecto: la universidad, sus escuelas, hasta su seminario. Todo podía cambiar, pero si no cambiaba eso, si se mantenía viva la función civilizadora del espíritu, nada era tan grave. Don Quijote podría adaptarse a ese nuevo mundo; podría incluso despojarse de sus arreos feudales y vestir un traje contemporáneo, subirse a un vagón de metal armado y disfrutar del espectáculo cinético de la naturaleza en movimiento. Así imaginaba mi abuelo al don Quijote de 1926, con saco de viaje, ganándose la vida, quizás, como banquero, el más moderno de los oficios, pero manteniendo la intransigencia de su mente, su visión idealista de la vida, su desprendimiento de aventurero, su místico ardor platónico, su anhelo de justicia universal.
Hago esta evocación porque Rafael Maya es una figura tutelar de esta institución, a la que quiso y entregó sus luces. Su recuerdo descansa en cada uno de estos salones y tribunas, y por eso, en un día tan especial para mí, no puedo eludir su recuerdo. Más aún: como hijo del siglo XXI, criado en un mundo que a él no le tocó, con otro tipo de veleidades y modernolatrías, tengo que decirle algo parecido a lo que él le dijo a don Quijote. Que mi ingreso a esta Academia no lo asuste, que no sienta la tentación de levantarse y dejar desprotegidos estos muros. Consciente del abismo intelectual que nos separa, le pido humildemente que no se preocupe. Desde los aciertos y yerros de mi tiempo, desde su estulticia enervante y sus gozosas ligerezas, le digo que un fino hilo nos une, no solo sus libros, de los que he aprendido tanto, sino la misma curiosidad, la misma pasión por el ensayo y la misma necesidad de arrojar luz donde hay sombras para comprender el mundo que nos rodea.
La vida nos impone siempre el mismo desafío, el de acoplar la tradición con la novedad, el pasado con el presente. Al fin y al cabo, ese es nuestro tema como nación, como continente; ese es nuestro gran quebradero de cabeza, nuestro dilema irresuelto y nuestra tarea: asimilar los distintos tiempos que conviven en nuestro suelo, la dura prueba que ha supuesto para Colombia, y en general para América Latina, conciliar la tradición y la modernidad, el reflejo mental que nos une al pasado, al Antiguo Régimen, y la imposición inevitable, cada vez más vertiginosa e inquietante, de la modernidad y hasta de la hipermodernidad, con su inteligencia artificial, sus laberintos virtuales y sus distopías poshumanas y posdemocráticas.
Para arriesgar unas ideas sobre este asunto, y pidiendo, por supuesto, la venia de mi abuelo, invoco a uno de mis maestros, el más querido, sin duda, pues tuve la suerte de compartir con él muchos momentos: Mario Vargas Llosa. Si estas palabras son mi manera –un poco confianzuda, es verdad– de arrimarme al tronco familiar que ha seguido cultivando mi tía Cristina, también son un homenaje al escritor peruano, que con su curiosidad contagiosa amplió mis referentes y lecturas, mis expectativas y ambiciones, de una forma que no acabaré nunca de agradecer.
Debo decir, para empezar, que Vargas Llosa abrazó siempre la modernidad. Eso quiso ser desde pequeño, eso llegó a ser durante toda su vida adulta: un hombre de su tiempo, cosmopolita, dueño de múltiples tradiciones literarias y apasionado de las ideas y los sistemas que ordenan nuestro mundo. Francia lo corrompió precozmente. Uno de sus escritores, Alexandre Dumas, lo sedujo en la infancia, y luego, mientras estaba interno en el Colegio Militar Leoncio Prado, cayó bajo el hechizo de Victor Hugo. Después vino Sartre, a quien descubrió, también muy joven, mientras alternaba su tiempo en la redacción de La Crónica y la Universidad de San Marcos. Y finalmente, ya en París, en 1959, descubriría a Flaubert, cuya obra maestra, Madame Bovary, marcaría su estilo literario –el realismo– y su manera de entender el oficio literario –como una entrega total y excluyente.
La artillería francesa socavó cualquier nostalgia por el pasado y por las expresiones artísticas vernáculas, como el indigenismo, y lo abrió a la experimentación y la vanguardia, al juego con el tiempo y el espacio, a la fragmentación de la realidad y al flujo de conciencia. Sus novelas acabarían bebiendo no solo de la tradición francesa, sino del modernismo anglosajón. Y también, aunque de una forma no del todo consciente, de experimentaciones previas como el cubismo y el creacionismo del chileno Vicente Huidobro, las vanguardias que recrearon por primera vez la realidad con arreglo a principios que no emanaban del mundo, de la mirada de Dios, sino de las fuerzas creativas del artista. El deicidio, no en vano, se convertiría en el ideal estético de Vargas Llosa: la posibilidad de crear un mundo nuevo surgido enteramente de palabras, con reglas propias, que reuniera toda la experiencia humana –sus deseos y anhelos, sus fantasías y temores, sus hazañas y miserias, sus virtudes y vicios–, capaz de competir en verosimilitud con este mundo que habitamos y palpamos: una novela total.
Como todo moderno latinoamericano, Vargas Llosa fue muy consciente de los atavismos que entorpecían la aclimatación de las nuevas ideas en el continente. Le interesó comprender la visión religiosa del mundo, las tradiciones vernáculas y el pensamiento místico y mágico que sigue determinando la vida de grandes sectores de la población. Vio con claridad cómo la fantasía desatada nos predisponía a poblar el mundo de símbolos y a crear grandes obras artísticas, míticas, festivas y populares –el sepulcro payanés de don Quijote es un gran ejemplo–, pero también a empeñar nuestro destino en milenarismos desquiciados y en utopías sin cimientos.
En América Latina, la Ilustración francesa y el liberalismo anglosajón han tenido que acoplarse a un medio donde prevalecen las explicaciones míticas o supersticiosas del mundo, estructuras escolásticas de pensamiento, liderazgos caudillistas y vínculos y relaciones propios de sociedades estamentales. Al menos desde 1845, cuando el argentino Domingo Faustino Sarmiento publicó Facundo, los desbarajustes que esto genera han sido grandes estímulos para la imaginación literaria. En Vargas Llosa también es evidente desde sus primeras novelas. La ciudad y los perros mostraba cómo una institución educativa, que supuestamente debía formar ciudadanos virtuosos, facultados para vivir en una sociedad moderna, era en realidad una jungla a la que había que adaptarse dejando emerger los instintos más salvajes. En La Casa Verde, los intentos de evangelizar a los indígenas para que se integraran a la vida occidental acababan sirviendo apenas para llenar las ciudades de sirvientas y prostitutas. En Conversación en La Catedral, la corrupción de la vida política y económica reproducía un sistema jerárquico y estamental, muy parecido al del Antiguo Régimen, del cual había que marginarse si se quería vivir con algo de honestidad. Y en Pantaleón y las visitadoras veíamos al ejército, que en teoría debía velar por la seguridad de la población, convertido en la peor amenaza para las mujeres que vivían en las zonas selváticas de la frontera.
Todas estas novelas, de una u otra forma, hacían el mismo señalamiento, la misma crítica: las instituciones que debían inculcar valores modernos o aclimatar a los peruanos para vivir en sociedades del siglo XX no cumplían su labor. Lejos de civilizar, fomentaban el salvajismo, reproducían las jerarquías sociales de la colonia o servían a propósitos opuestos para los que habían sido pensadas. Los vicios del pasado se adaptaban a las consignas y a las instituciones modernas. No era más que un cambio cosmético bajo el cual todo seguía igual, perpetuando el subdesarrollo económico, la corrupción política, la deficiencia institucional, las jerarquías heredadas, el poder vertical y la falta de movilidad social.
Este fue un tema obsesivo de Vargas Llosa en sus primeras novelas, pero es en La guerra del fin del mundo, publicada en 1981, donde decide abordar de manera mucho más directa las incompatibilidades y resistencias que dificultan la asimilación de las ideas y costumbres modernas en América Latina. Con esta novela, por primera vez iba a contar una historia que no transcurría en el Perú, sino en Brasil, y por primera vez iba a basarse en experiencias leídas, más que vividas. También, por primera vez se alejaría en el tiempo para construir una ficción que no ocurría en el presente, ni siquiera en el siglo XX, pero que casualmente parecía explicar la situación política en un Perú donde Sendero Luminoso iniciaba su andadura terrorista.
Vargas Llosa se propuso escribir esta novela después de leer Os Sertões, un libro de Euclides da Cunha, publicado en 1902 bajo la estela de los libros que, como Facundo, mezclaban la literatura, la historia y el análisis antropológico. Os Sertões contaba la historia de un levantamiento milenarista que tuvo lugar en el nordeste de Brasil, entre 1896 y 1897, liderado por un santón que ganó notoriedad por deambular de pueblo en pueblo arreglando los cementerios y las iglesias. La historia fascinó a Vargas Llosa, tocó sus fibras literarias, despertó sus obsesiones y demonios, y fue tan persistente su influjo que no tuvo otra opción que sumergirse en cuerpo y alma en ella. Viajó a Brasil, recorrió los pueblos del nordeste, estudió en detalle cada arista de lo sucedido, la mentalidad y las ideas filosóficas y políticas de la época, y finalmente escribió, me atrevería a decir, una de las grandes novelas de nuestro idioma.
La historia transcurre en una zona de caatingas inhóspitas, frecuentadas por las sequías y las plagas, justo después de que los militares derrocaran al rey Pedro II. En 1889, Brasil dejaba de ser una monarquía. Renunciaba al vasallaje y a los privilegios nobiliarios, y sobre las ruinas del pasado se proponía fundar una República laica, sintonizada con los tiempos modernos. Estas visiones revolucionarias, sin embargo, se enfrentaban a un mundo mental tradicional y premoderno. Los habitantes del puñado de pueblos regados por el interior de Bahía creían que el mal de ojo se transmitía por encantamiento, o que regando sangre humana sobre determinadas piedras se podría revivir al rey don Sebastián I de Portugal, que a su vez resucitaría a los sacrificados y los conduciría al cielo. Un personaje de la novela, Jurema, estaba convencida de que las imágenes de san Antonio escapaban de la iglesia y volvían a las grutas donde habían sido talladas. Para congraciarse con su jefe muerto, dos bandoleros mataban a una mujer embarazada y cambiaban el feto que llevaba dentro por un gallo vivo. Las fronteras entre la ciencia y la magia eran indiferenciables. Se vivía en un mundo fatalista, en el que nadie podía hacer nada para cambiar su destino y la única aspiración era servir a Dios para ascender al cielo.
En ese mundo, el tiempo no era lineal sino circular. No había un antes y un después, solo la repetición permanente de los mismos días y de los mismos hechos. Los sentidos no se plegaban a la razón y a las evidencias, sino a la superstición y a la creencia. Se veía lo que se quería ver; se veía lo que la fe predisponía a ver, y por eso, al final del libro, una mujer estaba convencida de haber reconocido a un grupo de arcángeles descendiendo a la tierra para llevarse al cielo al exbandolero João Abade.
Es en este mundo dominado por la superstición y la explicación milagrosa, exacerbado por los temores finiseculares y el fin de la monarquía, donde aparece Antônio el Consejero. Alto y flaco, inapetente y piadoso como nadie, se encargará de explicarles a los campesinos empobrecidos la razón de tantos cambios desconcertantes. Con mucha paciencia, en las tardes, después de dedicar el día al arreglo de los templos sagrados, hacía revelaciones sorprendentes. La República era en realidad el Anticristo y su propósito era erradicar la ley de Dios de Brasil. Los militares eran emisarios del Perro, y todas las leyes que estaba expidiendo el nuevo gobierno eran actos de impiedad que ningún católico podía aceptar ni tolerar.
La separación de la Iglesia y el Estado, la libertad de culto y la secularización de los cementerios; el matrimonio civil, el mapa estadístico, el sistema métrico decimal: todas estas innovaciones eran obra de masones al servicio de Satanás. El nuevo gobierno quería reemplazar el diezmo con los impuestos, y la vara y la palma con el metro y el centímetro: herejías imperdonables, una evidencia de que Brasil estaba dejando de ser la morada del Señor. Para los creyentes, llegaba la hora de resistirse a tanta apostasía y de refugiarse en un lugar seguro, resguardado por la fe, a esperar la llegada del fin del mundo.
Así es como surge Canudos, un poblado levantado en 1893 por los seguidores del Consejero, que no tardaría en convertirse en un lugar de peregrinaje y en alterar la vida del estado de Bahía. En Canudos los relojes se detendrían. No se contestaría a las preguntas del censo nacional y no tendrían valor alguno los billetes expedidos por el Estado. Sus habitantes se blindarían contra la historia, contra el cambio corruptor que llegaba de la mano de la modernización y del Estado, de las instituciones laicas, del mercado y de los procesos de individuación. Allí nada tendrá una dimensión humana, solo espiritual y divina. No se replicaría el error de Macondo, cuya descomposición paulatina inició con la llegada del corregidor Apolinar Moscote, un enviado del gobierno central que traería consigo la política, la división, el conflicto. Canudos se protegería contra todas esas intromisiones corruptoras para asegurar la pureza de las almas.
Vargas Llosa describe muy bien esta visión religiosa del mundo, pero ese no es el mayor mérito de la novela. Lo más interesante, lo que de verdad muestra las resistencias americanas a la modernidad, no es la mentalidad de la población más aislada y con menos acceso a la educación, sino la de los militares republicanos que tenían sus relojes sincronizados con el mundo y que en teoría buscaban el progreso de la nación brasileña.
A diferencia de los habitantes de Canudos o de Macondo, ellos querían acelerar el tiempo, darle un empujón a Brasil para que entrara en la Historia y se modernizara. Querían que sus gentes dejaran de servir a los nobles y a los terratenientes, y empezaran a servir a la civilización y a la patria; que dejaran de soñar con el reino de los cielos y empezaran a soñar con el progreso. No solo eran republicanos y jacobinos, también estaban influenciados por el positivismo francés de Auguste Comte, que tuvo en América, sobre todo en México, Argentina y Brasil, fervientes admiradores. Con este amasijo de ideas, los militares se propusieron reformar las instituciones, las leyes y las costumbres para que las naciones subdesarrolladas y tradicionalistas, aún plegadas a la herencia premoderna, dieran un salto triple hacia la modernidad laica, hacia la organización racional de sus esfuerzos, hacia la ciencia y la industria productiva.
El problema es que este proyecto acabó convirtiéndose en un nuevo dogmatismo, en una nueva religión. Creyendo que rompían con el pasado, los militares ornamentaban con eslóganes modernizantes sus mentalidades religiosas y tradicionalistas. El orden y el progreso desplazaban a la cruz y a Cristo, pero no para implantar la Ilustración, la pluralidad, la tolerancia, la razón y la libertad individual, sino para centralizar el poder, cambiar el modelo estamental por una sociedad orgánica, casi lo mismo, y para aniquilar todo elemento improductivo o patológico que debilitara la vitalidad nacional.
La modernidad americana no estaba rompiendo con la mentalidad tradicionalista ni con el Antiguo Régimen; se estaba adaptando a ellos. Cambiaba la fachada externa, los símbolos, las consignas, pero se mantenían el dogmatismo, la dependencia del caudillo y la defensa de un sistema organicista, místico y antiliberal. Una religión reemplazaba a otra, el nacionalismo desplazaba al catolicismo, pero los marcos mentales seguían exactamente igual. El resultado inevitable sería el choque de dos fanatismos y una carnicería humana. En nombre del progreso y de la civilización, cuatro destacamentos militares trataron de acabar con Canudos. Tres fueron derrotados por la fe ciega, las hondas, las ballestas y las espingardas del siglo XV que usaban los seguidores del Consejero. El cuarto, compuesto por varios regimientos y armado hasta los dientes, vengó el honor herido de los militares, borrando de la faz de la tierra el pueblo y matando a la práctica totalidad de sus habitantes, unos veinte o treinta mil campesinos.
Los militares se creían científicos y racionales, de mente positiva, pero tampoco ellos reparaban en la realidad ni en las evidencias. Veían lo que querían ver, lo que su sistema de creencias les permitía ver, y lo que vieron fue una amenaza para la patria, un complot de los terratenientes monárquicos y del Imperio británico para impedir la consolidación de la República brasileña.
Los yagunzos de Canudos creyeron que la República laica era un peligro para la pureza religiosa, y los militares creyeron que un pueblo consagrado a la salvación espiritual desafiaba la consolidación de una nación moderna. Los unos eran el reflejo de los otros. Ambos buscaban la salvación a través de religiones distintas, el milenarismo cristiano y el progresismo nacionalista. Ninguno estaba realmente acondicionado intelectualmente para entrar de cuerpo entero a la edad moderna, a ese tiempo en el que el dogma y la creencia debían reblandecerse ante el peso de los hechos. El gran malentendido en torno a Canudos, la nula disposición a entender las motivaciones del otro, demostraba que la simple importación de ideas y conceptos no cambiaba el funcionamiento de las mentes. El tránsito de América Latina a la modernidad no era cosa de repetir consignas aprendidas en un libro. Suponía una transformación intelectual e institucional mucho más lenta y difícil.
Quizás la historia de Canudos se impuso en la imaginación de Vargas Llosa porque también él había caído bajo el embrujo de un espejismo modernizador. En los sesenta vio muy de cerca cómo los liderazgos carismáticos, los credos y dogmas ideológicos se convertían en nuevas formas de religión, cómo se convertían en verdades monolíticas, incuestionables, y cómo avanzaban sobre el individuo para asfixiarlo y negarle cualquier espacio de libertad y ejercicio crítico. Su vocación literaria lo alertó siempre contra esa amenaza. Instintivamente, supo que en lugares como Canudos o bajo dictaduras positivistas no se podría ejercer la creación literaria. Su piedra de toque para evaluar la calidad de los sistemas de gobierno fue esa: el grado de libertad que tenían los escritores para decir lo que a bien tuvieran. Si por expresar alguna crítica eran perseguidos, o si debían autocensurarse para no meterse en problemas, entonces ese sistema no respetaba al individuo y no cumplía con los requisitos de una sociedad moderna. El escritor se convertía en la persona más sensible a las carencias de modernización de los países, porque era el primero en sentir la amenaza de sistemas corporativos, orgánicos, unificadores, verticales, jerárquicos, dogmáticos o totalitarios, que veían en los inconformes lo mismo que los yagunzos en la República o los militares en Canudos. Si de algo valía defender la modernización de América Latina era para eso, para que el individuo cultivara herramientas que le permitieran resistirse a las presiones de la masa, del poder, de la mayoría, de las religiones laicas o de los caudillismos redentores. Para que pudiera sobreponerse al comunitarismo y a la solidaridad primaria, al milenarismo y al paternalismo, a la tutela de líderes benevolentes o al igualitarismo tribal que castigaba la heterodoxia.
La modernidad suponía el paso del estamento a la autonomía, del vínculo tradicional a la asociación voluntaria, del complaciente fatalismo a la responsabilidad por los propios actos. Pero en América Latina los que quisieron ser modernos fueron en realidad positivistas, o peronistas, o getulistas, o priistas, o castristas o bolivarianos; defendieron nuevas religiones que, en lugar de fomentar los procesos de individuación modernos, la autonomía de pensamiento y la libertad de creación, exigieron unanimidad, fidelidad a los conductores de la patria, sumisión a los intereses de la nación, sectarismo y un celo fanático para excluir del proyecto nacional a todo el que disintiera y se alejara de la masa. La guerra de Canudos era una simple metáfora de la historia republicana de nuestro continente, donde el opositor ha sido visto siempre como un emisario de Satanás o de potencias extranjeras, y donde las mil y una revoluciones modernizadoras no han modernizado nada, ni las mentalidades ni las costumbres, y más bien han reproducido el dogmatismo de nuevos credos, la negación de la pluralidad, la intolerancia y la dependencia del líder.
Nuestra imaginación nos ha llevado a idealizar las comunidades primarias, ese Macondo en donde no había cementerio ni noticias de la muerte, que vivía en perfecta armonía, al margen del Estado, del mundo exterior, y por eso mismo de la vida moderna. Ese pueblo puro e indiferenciado, no contaminado por ninguna plaga, vicio o enfermedad extranjera, sigue pareciendo un lugar más propicio para la vida que la convulsa sociedad moderna. No debe extrañarnos que, en la oferta política contemporánea, ya no solo en América Latina sino en el mundo entero, abunden las promesas de nuevos Canudos, de nuevos pasados que nos blinden contra la internacionalización de la vida o el cosmopolitismo, contra el globalismo o la globalización, contra los inversores extranjeros o los migrantes indocumentados.
En la imaginación de mi abuelo, don Quijote lograba subir al tren moderno y ser testigo “de los desposorios civiles de dos edades”. Los hermeneutas habrían llamado a eso “fusión de horizontes”, la posibilidad de entrelazar lo conocido y lo nuevo, lo propio con lo extraño, para crear algo distinto. En la realidad, sin embargo, nuestros exaltados quijotes no han querido subir a ese tren y han preferido embestirlo. Salimos de Canudos para acabar en repúblicas positivistas, nos movemos pero no avanzamos. Siguen siendo esquivas las experiencias de la razón, de la tolerancia, de la pluralidad y de la sensatez política.
Mario Vargas Llosa diagnosticó estos males en sus novelas y ensayos, y los enfrentó en la arena pública. Lo suyo fue una defensa incansable del individuo, de su libertad creativa, de su autonomía para vivir como bien quisiera o bien pudiera, de su potestad para expresar sus ideas e ir contra la corriente y contra las expectativas gremiales y sociales. No temió a la impopularidad y no se dejó coaccionar por ningún chantaje. Fue un creador libre, autónomo, moderno, que siempre prefirió equivocarse a no hacer uso de la libertad para elegir y moldear su propio destino. Murió hace menos de un mes pero sigue vivo; sus libros lo mantienen vivo, y esto no es un desliz irracional y místico como el de los habitantes de Canudos, sino un hecho comprobable. Ahí, en las páginas de sus novelas y ensayos, siguen sus palabras, sus obsesiones, su mirada aguda, su profunda sabiduría. En mi memoria personal conservo su sentido del humor, su apasionamiento y sus ganas de vivir; la manera genial en que supo embellecer y ennoblecer la existencia a través del contacto diario con las ideas y las artes. También, por supuesto, su enorme generosidad, sin la cual, tengo la certeza, hoy no estaría aquí dirigiéndome ante ustedes.
Muchas gracias. ~
Leído el 5 de mayo de 2025 en la Academia Colombiana de la Lengua.