Grietas de la Pax Americana

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Serhii Plokhy

Nuclear folly. A history of the Cuban missile crisis

Nueva York, W. W. Norton & Co., 2021, 464 pp.

La llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca en el invierno de 1961 fue celebrada como un evento auroral. El poeta Robert Frost habló de una nueva “era augusta” y John Kenneth Galbraith aconsejó al joven presidente que lanzara mensajes pacifistas como “let us never negotiate out of fear. But let us never fear to negotiate”. Se esperaba de aquella administración un nuevo talante para enfrentar el vértigo de la hecatombe nuclear. La crisis de los misiles, al año siguiente, pondría a prueba a Kennedy, pero también a Nikita Jrushchov y Fidel Castro, sendos líderes de la vieja y la nueva izquierda globales.

Un libro reciente del historiador ucraniano Serhii Plokhy, profesor de la Universidad de Harvard, narra la intrínseca precariedad del pacto Kennedy-Jrushchov en octubre de 1962. A contracorriente de una tradición historiográfica que exalta la “destreza” e incluso la “genialidad” de aquellos gobernantes –el Che Guevara llegó a decir de Fidel Castro que “pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días […] luminosos y tristes de la crisis del Caribe”–, Plokhy sostiene que los tres dirigentes se equivocaron, no una sino varias veces, y que el acuerdo que evitó la guerra era sumamente frágil e inestable.

Plokhy repasa la vasta bibliografía sobre el tema, desde los muy leídos The guns of August (1962) de Barbara Tuchman y Thirteen days (1969) de Robert Kennedy hasta estudios académicos más recientes como los de Ernest R. May, Philip D. Zelikow, Aleksandr Fursenko, Timothy Naftali y Michael Dobbs. También toma en cuenta algunas contribuciones académicas desde Cuba, como las del historiador Tomás Diez Acosta, que raras veces son referidas en libros estadounidenses sobre la Guerra Fría.

Como en varios de aquellos estudios, Plokhy vuelve a contar el origen de la instalación de misiles de mediano alcance en Cuba, en el verano de 1962. Aunque se trató de una iniciativa soviética, el historiador reconstruye la persuasión y, eventualmente, la presión que ejercieron Fidel Castro y otros líderes cubanos para que la URSS se involucrara más directamente en la defensa de la soberanía cubana y en la ayuda militar a la isla y a los movimientos revolucionarios latinoamericanos y caribeños de principios de los años sesenta.

La “Operación Anádir” fue un proyecto concebido por la cúpula militar y política del Kremlin. Aunque diplomáticos como Anastás Mikoyán, Andréi Gromiko y el propio embajador de Moscú en La Habana, Aleksandr Alekseev, serían consultados, fueron militares como Serguéi Biriusov y Rodión Malinovski los que diseñaron los pormenores del plan. También jugó un papel singular el jefe comunista de Uzbekistán, Sharaf Rashídov, ya que la oferta de instalación de misiles al gobierno cubano se hizo dentro de un paquete ambicioso de suministros y asesoría en materia agraria, con énfasis en nuevas técnicas de irrigación, en la que era experto el líder uzbeko.

Plokhy sostiene que, en contra de los temores de Alekseev de que Fidel Castro rechazaría la oferta del Kremlin por su acendrado soberanismo, la dirigencia cubana aceptó la instalación de misiles, casi como si la estuviera esperando. Como reconocería el propio Castro en una conferencia realizada en La Habana, en 1992, a la que asistió Robert McNamara, secretario de Defensa de Kennedy, la presencia de misiles en Cuba buscaba un efecto disuasorio contra una eventual invasión masiva de Estados Unidos contra la isla, tras el fiasco de Bahía de Cochinos.

Castro, Guevara y otros líderes no habían pedido eso sino otra cosa a Moscú: asistencia militar a Cuba y a las izquierdas revolucionarias latinoamericanas. No desconocían que la instalación de misiles localizaba rígidamente la tensión nuclear en la isla, pero estaban dispuestos a asumir el riesgo. Tampoco desconocían, como sugiere Plokhy, que la finalidad de Jrushchov y los soviéticos, más que la salvaguarda de la independencia cubana o el avance del socialismo en América Latina, era la distensión en Europa, específicamente en Berlín.

No fue azaroso que la instalación de los misiles en Cuba coincidiera con la destitución de Aníbal Escalante, un viejo dirigente comunista, de amplio acceso al Kremlin, al mando del naciente partido único cubano. Con la “Operación Anádir” Fidel Castro se consolidaba plenamente como principal interlocutor de los soviéticos y ganaba posiciones para su principal objetivo entonces: expandir la revolución en América Latina. Sin embargo, muy pronto se le haría evidente, tanto a él como a Guevara o al canciller Raúl Roa –en menor medida al presidente Osvaldo Dorticós o al comunista Carlos Rafael Rodríguez, más sensibles a las prioridades soviéticas– que ese objetivo entraba en contradicción con la doctrina de la “coexistencia pacífica” de Jrushchov.

En vez de una inteligencia negociadora, que sale airosa de la prueba, Plokhy observa, en aquel octubre del 62, una “locura nuclear” que da constantes tropezones. A partir de fuentes recientemente liberadas del kgb, el historiador sostiene que Kennedy siempre subestimó el poderío nuclear soviético instalado en Cuba y que leyó equivocadamente las intenciones de Jrushchov. Ese fue el origen de su virtual alternativa entre lanzar un ataque quirúrgico contra las bases soviéticas u ocupar militarmente la isla. Otros dos errores fueron el derribo del U-2 que piloteaba el mayor Rudolf Anderson, desde una antiaérea operada por soviéticos, que llevó a Jrushchov a culpar a Castro, a sabiendas de que habían sido sus propios oficiales, y la carta de Fidel al líder soviético, en la que proponía que, en caso de que Estados Unidos “invadiera Cuba, con el fin de ocuparla”, la URSS debía “impedir que los imperialistas descargaran el primer golpe nuclear […] eliminando para siempre semejante peligro”.

La historia oficial cubana, enfrascada por más de sesenta años en el cuidado de la reputación de Castro, insiste en que hubo errores en la traducción al ruso de la carta y que Jrushchov malinterpretó que el líder cubano sugería un golpe nuclear preventivo a Estados Unidos. Lo cierto es que el malentendido era perfectamente posible desde cualquier traducción, literal o conceptual, y el propio Fidel lo reconoció en una de sus respuestas a Jrushchov: “no ignoraba cuando las escribí que las palabras contenidas en mi carta podían ser malinterpretadas por usted, y así ha ocurrido”.

Entre los tantos historiadores que se han ocupado de este tema en años recientes, Plokhy es uno de los más atentos a las razones del enojo y la frustración de los dirigentes cubanos tras el pacto Kennedy-Jrushchov. En los cubanos había una “propensión al pánico y una ansiedad de luchar contra los americanos”, irreconocible en los soviéticos. De ahí que el acuerdo, por el cual la Unión Soviética se comprometía a desmantelar sus misiles a cambio del compromiso verbal de Estados Unidos de no invadir Cuba y la promesa secreta de retirar los cohetes Júpiter de Turquía, les resultara indignante. Para quienes, como diría el Che Guevara, estuvieron “dispuestos a inmolarse atómicamente”, el pacto era una claudicación.

El malestar cubano se reflejó en los cinco puntos de su demanda histórica a Washington (fin del bloqueo, piratería naval y aérea, guerra sucia y planes subversivos, más devolución de la Base de Guantánamo), pero, también, de manera inmediata en el rechazo al retiro de los misiles. En su carta a Castro del 30 de octubre de 1962, Jrushchov dijo saber por el embajador Alekseev que la dirigencia cubana apostaba por mantener capacidad defensiva nuclear en la isla. Para el líder soviético, en cambio, el pacto con Kennedy era un “triunfo” porque se “evitó una guerra termonuclear” y se “obtuvo de Estados Unidos el compromiso de no invadir Cuba”.

Plokhy no simpatiza con el maximalismo de los cubanos, pero concuerda en que la negociación fue frágil. Su libro es una alerta sobre el terrible legado de aquella paz agrietada, en un momento en que las amenazas de guerra nuclear se reproducen, año con año, en medio del perceptible deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y otras potencias militares como Rusia, China, Irán y Corea del Norte. Más de una vez Vladímir Putin ha declarado, en los últimos años, que está “ready for another Cuban missile crisis if us wants one”. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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