Aunque la mayor parte de las personas recuerda la irrupción de Nirvana como un tsunami que, en cinco minutos, arrasó con el rock de chalecos, pelo encordado y letras sexistas que había dominado los ochenta, lo cierto es que tanto el álbum Nevermind –lanzado en agosto de 1991– como el video de “Smells like teen spirit” tardaron casi medio año en conquistar la cima de la popularidad. En su primera reseña, Rolling Stone le otorgó tres estrellas de cinco y, hechas las cuentas, sus diez millones de copias vendidas palidecen frente a lo que facturaron Metallica y Bryan Adams durante el mismo periodo. Al momento de recordar lo sucedido, algunos ejecutivos de Geffen afirmaron que el público había respondido tan rápido al álbum que ni siquiera fue necesaria una estrategia de marketing, lo cual era una mentira, pero reforzaba la idea de un fulminante cambio de época, que para 1992, en plena ola del grunge, ya todos dábamos por sentado.
Algunos libros publicados o recuperados recientemente sobre aquellos años –las biografías de Nirvana y Pearl Jam, escritas por Michael Azerrad y Ronen Givony, y la historia oral colectiva Todo el mundo adora nuestra ciudad, de Mark Yarm– intentan reconstruir el auge y caída del movimiento grunge, sin dejar de lado la a veces risible y a veces amarga paradoja de que casi todos los participantes decían despreciar la fama al tiempo que hacían todo lo posible por obtenerla. Para Chuck Klosterman, autor de Los noventa, la década que psicológicamente empezó con la caída del Muro de Berlín en 1989 y terminó con la de las Torres Gemelas en 2001 solo puede entenderse a través del empeño que mostraron cientos de miles de jóvenes, en la misma sintonía de las bandas a las que admiraban, por “no venderse”, esto es: por no hacer a un lado sus principios en aras de objetivos superficiales, como el dinero o la popularidad, incluso si “venderse” era un concepto lo bastante nebuloso para significar también que ibas a buscar un empleo y hacerte responsable de tus gastos.
El caso paradigmático de esta lucha por conservar los valores en medio de un vendaval capitalista fue Kurt Cobain, el cantante de Nirvana que, desde sus inicios como músico en su natal Aberdeen hasta su trágico suicidio en 1994, apeló al espíritu punk que le recordaba el tipo de persona que era. La carta que su viuda Courtney Love leyó en voz alta, durante un homenaje a pocos días de su muerte, resume la angustia de esa contradicción: “no siento lo que siente Freddie Mercury”, fue su última confesión respecto a tocar para un público masivo. “No puedo engañarlos a ninguno de ustedes. No es justo para ustedes ni es justo para mí. El peor delito que se me ocurre es engañar a la gente haciendo como si lo disfrutara al cien por ciento.”
En su momento de mayor popularidad, Cobain mostraba cierta paranoia con la gente que lo reconocía en la calle y se emocionaba con aquellos que platicaban con él sin pedirle un autógrafo. Miraba con nostalgia la época en que, al lado de Krist Novoselic y una fila de bateristas que terminaría con el talentoso pero distante Dave Grohl, dio conciertos a los que iban unas cuantas personas o tenía que empeñar sus instrumentos para conseguir algo de comer. “Tocar se ha convertido en un trabajo, me guste o no”, le dijo a Azerrad en una serie de conversaciones que forman la columna vertebral de Come as you are, la biografía de Nirvana que, dados los acontecimientos, terminó por ser el perfil más extenso –y uno de los más empáticos– del líder de la banda que definió a toda una generación.
Con su imagen alejada de los cánones “rockeros” y su sonido melódico y a la vez ruidoso, mucha gente esperaba que Nirvana agrietara la industria musical desde dentro. Previsiblemente esa revolución no sucedió, pero la irrupción de la banda en medio de un entorno excesivamente optimista y autocomplaciente sí produjo algunos cambios significativos, como el reconocimiento de que la llamada Generación X podía ser un público con gustos propios o de que las ciudades por las que no dabas un pelo, como Seattle, eran capaces de parir grupos de la talla de Nirvana, Soundgarden o Alice In Chains.
La tirria que Cobain sentía por el rock masculino y corporativo lo llevó a menospreciar a sus paisanos de Pearl Jam, a quienes consideraba una pandilla de convenencieros que se habían subido al carro de la música alternativa solo por dinero. “Agradecería mucho que no se me asociara con ese grupo bajo ningún concepto”, dijo en una entrevista para la Rolling Stone. Llamaba a Stone Gossard, guitarrista de Pearl Jam, un “trepador”, consideraba al bajista Jeff Ament uno de esos “musculitos con bíceps” que “se han apoderado completamente de la música” y sentía por el cantante Eddie Vedder una envidia malsana por haber sido la primera figura de la movida grunge en aparecer en la portada de Time (incluso si el propio Cobain había rechazado los ofrecimientos de la revista algunos meses antes). En una entrega de premios y entre bastidores, Vedder y Cobain tuvieron la oportunidad de resolver sus diferencias a ritmo de “Tears in heaven”, la balada que Eric Clapton estaba interpretando en ese momento sobre el escenario. A instancias de Courtney Love, los cantantes de las bandas más importantes de la década se pusieron a bailar uno frente al otro como pareja de secundaria. “Lo miré fijamente a los ojos y le dije que pensaba que era un ser humano respetable”, le contó más tarde Cobain a Azerrad. “Lo que sí le dije sin cortarme es que seguía pensando que su grupo era una puta mierda.”
Desde nuestro tiempo, el pleito puede sonar ridículo porque también Pearl Jam tuvo que lidiar con la fama a su manera, según puede leerse en Not for you. Pearl Jam, vivir en el presente, del periodista y crítico musical Ronen Givony. Los cinco integrantes del grupo vivieron el ascenso de su popularidad de distintas maneras, aunque quizás el más reacio a las mieles del éxito fuera Eddie Vedder, quien desde el inicio resultó la figura más atractiva para la prensa y los fans. De acuerdo con Givony, “salta a la vista que Kurt y Eddie tenían cosas en común: eran autodidactas, de clase trabajadora, con padres divorciados, además de líderes indecisos, sabían promocionar su imagen, con ambiciones y principios, y eran también generosos, inteligentes, sensibles y desprendidos”. Sin embargo, una vez que uno atendía sus filiaciones musicales, los temas de sus letras o detalles como la manera en que veían las armas o los deportes, que podrían considerarse significativos o superficiales, ambos grupos parecían girar en órbitas distintas.
Por ese mismo motivo, el enfoque Not for you es menos intimista y más abierto a los fenómenos sociales que alimentaron la música de Pearl Jam. A diferencia de Cobain, que podía escribir letras sin sentido (¿qué tienen en común un mulato, un albino, un mosquito y la libido del cantante de Nirvana, salvo que todos aparecen en el coro de “Smells like teen spirit”?) u oscuramente autorreferenciales (como “Rape me”, que se supone que habla del trato recibido por la prensa en términos de una violación), Vedder se inspiraba en la vida de los otros para escribir (“Jeremy” está basada en el suicidio de Jeremy Wade Delle y “W. M. A.” en las palizas policiales contra jóvenes afroamericanos, como la que recibió el jugador de futbol americano Malice Green). Y, aunque Cobain decía coincidir con las luchas feministas, el activismo de Vedder a favor de los derechos reproductivos, en especial durante su participación en el festival Rock for Choice, era mucho más evidente.
Givony tiene el acierto de describir la locura de la fama que se apoderó del movimiento grunge, una vez que las compañías de discos descubrieron el potencial comercial de la música alternativa. El libro examina el extraño caso de la película Singles, de Cameron Crowe, que parecía aprovecharse del furor por la música de Seattle, cuando en realidad lo había precedido, o la esperpéntica lluvia de bandas acusadas de copiarse unas a otras en el afán de alcanzar las listas de popularidad (el caso más emblemático fue Stone Temple Pilots, blanco de un célebre chiste de la serie Beavis & Butt-Head: “¿Esos son Pearl Jam?” “No, oí que salieron antes y que Pearl Jam los copió.” “No, Pearl Jam salió antes.” “Bueno, los dos son una mierda.”). A pesar de contar con uno o varios hits, mucha gente no sentía el menor respeto por recién llegados como Silverchair, Collective Soul o Bush, que, de acuerdo con los más puristas, anunciaban la muerte del grunge por no decir de la música alternativa en su conjunto. La caza de brujas contra “la pose” llegó a tal grado que una banda originaria de Seattle, como Candlebox, recibió toda clase de insultos por querer sonar precisamente a una banda de Seattle.
En una nota para Melody Maker, Simon Reynolds afirmó que “Pearl Jam son los Clash y Nirvana, los Sex Pistols. Al igual que los Clash, Pearl Jam tiene una visión humanista, reconfortante, integradora (y por lo tanto muy tradicional) del rock […] mientras que las canciones de Cobain fusionan la violencia melódica de los Pistols con el desánimo proto-punk de Black Sabbath”. Las diferencias cobran sentido a la luz de las batallas legales que ambas bandas emprendieron en el punto más alto de sus carreras. Courtney y Kurt pelearon por la custodia de su hija Frances, después de un escandaloso reportaje de Vanity Fair, que sirvió para que el departamento de Servicios Infantiles del Condado de Los Ángeles determinara que la pareja no era apta para criar a una menor. Considerados un par de drogadictos sin remedio, Kurt y Courtney tuvieron que someterse a pruebas regulares de orina, a la visita constante de trabajadoras sociales y al embate de los medios que hicieron todo lo posible por capitalizar el proceso. En contraste, la cruzada más recordada de Pearl Jam se dio contra la empresa Ticketmaster, cuyas elevadísimas cuotas les impedían ofrecer conciertos más baratos para sus fans. El asunto, que comenzó con algunos roces entre el grupo y la compañía a la hora de fijar costes, llegó hasta el Congreso de los Estados Unidos, adonde Gossard y Ament acudieron a explicar por qué Ticketmaster estaba cayendo en prácticas monopólicas. La denuncia no prosperó porque los emisarios de Pearl Jam contestaron torpemente algunas preguntas centrales de los legisladores, pero también porque pocos músicos salieron a respaldarlos. Bajo cierta óptica, ambos episodios podrían considerarse como los tímidos intentos de dos bandas rivales por enfrentarse al sistema de celebridades que, para ese momento, los había ya engullido.
La misma noche en que se confirmó la muerte de Kurt Cobain, Pearl Jam se presentó en Fairfax, Virginia. Pese a que hubo alusiones al deceso entre canción y canción, aquel concierto no pudo capturar el estado emocional de Vedder, que prácticamente echó abajo el cuarto de su hotel cuando se enteró de la noticia. “Después me senté en medio de aquel desastre y me calmé”, le dijo a un reportero de Los Angeles Times. “Sentí que aquel destrozo representaba entonces mi mundo.” ~
Michael Azerrad
Come as you are. La historia de Nirvana
Traducción de Elvira Asensi
Barcelona, Contra, 2021, 480 pp.
Ronen Givony
Not for you. Pearl Jam, vivir en el presente
Traducción de Manuel de la Fuente Soler
Madrid, Alianza, 2022, 440 pp.
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.