La oportunidad de la elección número doce de la Argentina para elegir presidente coincide con los cuarenta años del retorno a la democracia en un país que muestra dos caras. Es un modelo de supervivencia económica, después de diez presidencias que han protagonizado gobiernos que son una cadena de fracasos, en una economía excepcionalmente rica en recursos.
Esos mismos gobiernos han acuñado un método de supervivencia política que redunda en una realidad incontrastable: esta Argentina de la inestabilidad económica –modelo para cualquier estudio sobre el desmanejo de los recursos en un país superdotado de riquezas– muestra, a la región y al mundo, un sistema político de una solidez imbatible. Ha asegurado en estos cuarenta años, sin derramamiento de sangre y sin recetas de excepción institucional, la vigencia de una agenda defensora de la igualdad, los derechos humanos, el acceso a los derechos de segunda generación, la paz interior y, lo más importante, la eficacia republicana.
La prueba es que la Argentina –batida por las corrientes de autoritarismo del resto de Occidente, de las recetas del populismo que agrede la agenda de la modernidad quebrando los principios de la Revolución francesa– mantiene un sistema semiparlamentario que le ha permitido: 1) la alternancia de gobiernos de extracción contraria; 2) una representación popular de la mayoría de la población, a través de más un siglo de vigencia del sistema electoral sancionado en 1912 y puesto en funcionamiento en 1916. Este sistema, un modelo de avanzada para la época en que se sancionó por un acuerdo ejemplar entre las fuerzas del conservadurismo tradicional y el radicalismo, ha permanecido inalterado en su esencia.
Ese pacto fundacional le ha asegurado a la sociedad argentina su representación eficaz durante más de un siglo, articulada en dos grandes familias políticas, bajo distintos formatos a lo largo del tiempo. Desde el bipartidismo binario del esquema original de las democracias modernas, al “bicoalicionismo imperfecto”
{{Jesús Rodríguez, “Para Vencer, Convencer”, 22 agosto de 2023, en línea: www.jesusrodriguez.com.ar/para-vencer-convencer/.}}
y transgénico,
{{Gustavo Marangoni, “Muerte, resurrección (y transformación) del peronismo”, La Nación, 4 de octubre de 2017, en línea: www.lanacion.com.ar/opinion/muerte-resurrecciony-transformacion-del-peronismo-nid2068929/.}}
afectado por los movimientos de cada década, que han permeado sus influencias sobre la Argentina a lo largo del siglo.
El sistema sufrió interrupciones institucionales con golpes militares, algunos de índole pacífica y otros de una violencia que dejó marcas profundas. Algunos de aquellos golpes militares –peste de la región– fueron restauracionistas, otros de emergencia y otros mesiánicos, que buscaban crear una “nueva Argentina” sobre el “país que quedó atrás”, según el lema del régimen militar que gobernó entre 1966 y 1973, que fue el proyecto más cercano al mesianismo que tuvo el país.
Esos modos de interrupción institucional no se apartaron de las tendencias internacionales. La Argentina no es un país insular. Es poroso, lee las tendencias internacionales y aporta a ellas en cada etapa de la historia con un protagonismo especial. Fue afectado por la dialéctica global en las dos guerras mundiales e hizo equilibrio aislacionista. También sufrió las condiciones de la Guerra Fría que redundaron en una era de suspensión y desprestigio de los sistemas democráticos de representación republicana. Fue una era impregnada de agresión entre derechas e izquierdas que mostraban solo alternativas violentas para imponer sus consignas. La Argentina padeció, como todo el continente, de analfabetismo democrático.
((Hallazgo de Enrique Krauze en Spinoza en el Parque México, Buenos Aires, Tusquets, 2022, p. 108.))
La aspiración del sistema político argentino, fraguada en los años veinte como una agenda igualitaria que superase las hondas divisiones que vivía el Occidente europeo, pareció hacer de la Argentina el lugar en donde podían cumplirse los sueños de igualdad, fraternidad y libertad, las promesas de la revolución nacida de la Ilustración europea, fracturada por el imperialismo napoleónico y ajustada por la revolución americana, que terminó siendo el modelo de la construcción institucional de nuestro país.
El aislacionismo en los conflictos mundiales reflejó el consenso de que existía una agenda posible para el cumplimiento de una utopía de igualdad. Estaba no solamente en el acuerdo de las fuerzas políticas que se entendieron mejor que nunca en las dos primeras décadas del siglo XX, al compartir la convicción de que esa utopía era posible. La alimentaba, además, la realidad del inmenso territorio de la Argentina, poblado en una mínima extensión, que podía hacer efectivo ese proyecto.
En el siglo que ha pasado de aquel entendimiento, catalizado en la ley del voto universal, secreto y obligatorio (1912-1916) –que aún hoy es un proyecto por alcanzar en la mayoría de los países del mundo–, los factores que articulan la utopía argentina permanecen intactos, con un cumplimiento pendiente y posible. En esa convicción colectiva está la clave de las preguntas que se hacen los observadores de la realidad argentina.
El mismo espíritu que empujaba la confianza en que había posibilidades de cumplir esa utopía que había soñado el mundo para la Argentina
{{Véase, desde dos ángulos: Hannah Arendt, “Europa y América” en En el presente. Ensayos políticos, trad. Roberto Ramos Fontecoba, Barcelona, Página Indómita, 2017 y Linda Colley, The gun, the ship, and the pen. Warfare, constitutions, and the making of the modern world, Londres, Profile Books, 2021.}}
–y la Argentina para el mundo en su Constitución de 1853-60– convirtió al país en el destino de inmigración de distintas regiones del globo y acuñó el modelo de nación sin fronteras, permeable a la recepción de emigrantes de cualquier origen para quienes había (y hay) riqueza, territorio, alimento, educación y paz. Un programa al que el país no renunció en ningún momento de su historia.
((La Constitución argentina es un proyecto que propone “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Los gobiernos del siglo XX y XXI ganan elecciones invocando ese programa irredento.))
Después de cada interrupción institucional, la sociedad argentina volvió a verse representada en un alto porcentaje en las mismas familias políticas en las cuales ha sindicado su voluntad. Una de las grandes familias es vicaria del pensamiento conservador, del cual han derivado las diversas formas del peronismo. La otra es vicaria del pensamiento radical, que es nuestro liberalismo político y del espectro más amplio de la socialdemocracia, del cual deriva la coalición que representa en el siglo XXI al no peronismo. Las dos sostienen una misma agenda: la de la modernidad igualitaria. La eficacia de la representación de la mayoría de la población en esas familias políticas ha obturado en la Argentina el desarrollo de fuerzas extremistas de extrema derecha o de extrema izquierda. Estas expresiones, a lo largo del siglo, y aun bajo la vigencia de gobiernos autoritarios que podrían haberse beneficiado de esa dialéctica, nunca se desarrollaron con vigor.
La misma capacidad de las dos grandes familias para representar a la mayoría de la sociedad ha evitado en la Argentina el surgimiento de fuerzas que representen ese fenómeno de comienzos del siglo XXI que es la indignación. La indignación ha animado procesos disruptivos del sistema republicano convencional,
{{Daniel Innerarity, La política en tiempos de indignación, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015.}}
por la incapacidad de los sistemas para contener demandas sociales, en un mundo que ha liquidado, ligeramente (en los términos de Bauman),
{{Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, trad. Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide Squirru, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999.}}
las estructuras básicas de la sociedad moderna. Sociedades más informadas que nunca, con acceso a lo que antes ocultaban las anchas paredes del palacio, han alcanzado, además, poderosas herramientas para incidir en los hechos.
La sociedad de la información resignificó lo que Ortega y Gasset había descrito como una rebelión de las masas. Para Ortega, el fenómeno de las masas de entreguerras constituía una amenaza por el nacimiento de un nuevo tipo humano alienado, despersonalizado, hombre-objeto manipulado por el poder, sujeto de una vida inauténtica. El protagonista que ha generado la sociedad de la información contraría esa imagen. Es un sujeto con herramientas de poder impensadas antes, que se pone a la par del poder y le disputa primacía, discute sus fundamentos y propone soluciones. Este mismo proceso convirtió a 1984 en el final de la era autoritaria que Orwell había vaticinado que nacería justo en ese año.
El nuevo sujeto tiene en sus manos herramientas que denuncian la incapacidad de los Estados para resolver demandas crecientes de acceso a bienes que se sabe que existen y que pueden disponerse de manera igualitaria si se despliegan procesos de reconocimiento de derechos y de protección de la igualdad.
La Argentina es un ejemplo del nuevo tipo humano de una modernidad que supera al conformismo posmoderno que aparecía como una forma de resignación ante la incapacidad de cumplir con las utopías de la modernidad.
Este país ofrece una cronología virtuosa de restauración de la agenda de igualdad de los padres fundadores, demostrada en la recuperación democrática después de cada irrupción institucional, militar o civil, como el gobierno autoritario de 1946-1955, que fue un capítulo civil de la larga noche que va de 1930 a 1983.
Los cuarenta años que celebra la Argentina tienen notas que conviene retener para un país que defrauda cualquier sistema de acreditación, consecuencia de la singularidad argentina y causa de las crisis: la existencia de un país formal, esquelético y frágil, que fracasa en cualquier auditoría, que coexiste con un país informal, que funciona merced a la riqueza de su territorio. Ese país informal subsiste desde los tiempos de la colonia y prolonga el combate entre la ciudadanía y un Estado ineficiente, caro y que malgasta las rentas públicas, que mantiene desigualdades ante una sociedad que sostiene la utopía de la igualdad.
La feracidad del país aporta otro ingrediente al pensamiento utópico que alienta los procesos de cambio, que en la Argentina se suceden con una confianza conmovedora: hay tantos recursos y hay tanta ciudadanía que el país puede creer que el cumplimento de la utopía es, en cada turno político, posible.
La madurez del proceso de estos cuarenta años
{{Una visión comprensiva y actual de los cuarenta años está en Pablo Gerchunoff, Raúl Alfonsín. El planisferio invertido. Ensayo biográfico, Buenos Aires, Edhasa, 2022.}}
–y en el borde de una nueva elección presidencial– encuentra a la Argentina en condiciones de renovar el programa igualitario de los padres fundadores. La solidez está probada. En la última década hubo alternancia democrática de gobiernos con signos contrarios que representaban a las dos grandes familias, el peronismo y el no peronismo. Ocurrió entre 2015 y 2019. Esa alternancia se produjo en un contexto de paz que, en los mismos años, no tenían ni los países de la región ni del resto de Occidente. Se sucedieron los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner y de Mauricio Macri sin que se registrase ningún ademán de violencia. Eran los mismos años de la demolición del sólido edificio de las derechas en Chile y de las izquierdas en Bolivia, Brasil, Perú y Venezuela. En la Argentina gobierna quien gana las elecciones, los gobiernos ya no caen, quien pierde no discute fraude y pasa a ser oposición con una solidez envidiable en todo Occidente –por ejemplo, los tumultos del Capitolio en Estados Unidos, las fracturas del Brexit en Gran Bretaña, la pulverización del socialismo francés, la tensión derechista sobre Italia, las dificultades de gobernabilidad en España, etcétera.
La Argentina ensayó unas primarias obligatorias el 13 de agosto que han arrojado una nueva articulación de las grandes familias históricas en tres tercios. Jugarán su destino el 22 de octubre. La colectividad política ha perdido (como en todo el mundo) la brújula que eran las encuestas y vuelve a descansar en el olfato del político, su sentido profético, su visión sobre lo que viene y su capacidad de comprensión de las personas y los hechos. No está mal. Es una mejora sobre lo que teníamos.
Es apasionante el laboratorio de conductas que muestra el mapa que dejaron esas primarias. Los candidatos que tienen chance de entrar en la siguiente vuelta electoral forman un pelotón de tres tercios. Sumados representan el 81.58% del total de votantes, y los tres candidatos comparten en lo esencial un mismo programa de gobierno con eje en reformas de la economía.
Los tres conglomerados, con distinta música, entonan la misma letra: una economía sin inflación, sin déficit, con menos endeudamiento, menos subsidios, con más desregulación, creación de empleo, achicamiento del Estado, apertura al mundo según una agenda de multilateralismo táctico, y reducción de los planes de asistencia a los pobres.
Es la agenda que instaló en la Argentina el gobierno de Cambiemos en 2015 y que ha significado un triunfo cultural por sobre otras recetas. Ese triunfo cultural es el que marca el sendero en el corto, medio y largo plazo. En lo fundamental rechaza el modelo de economía autárquica, de alto endeudamiento, control de cambios, festival de subsidios y de impuestos, expansión del gasto, estatizaciones onerosas y proteccionismo a ultranza.
La construcción exitosa de un sistema político estable abre un nuevo capítulo que revisa los cuarenta años que han pasado desde la transición de 1983. La deuda pendiente es la superación del encadenamiento de fracasos, así como la restauración de una economía que se concilie con la riqueza del suelo y de su población capaz de resignificar los términos de la utopía argentina que está detrás de todos los proyectos por una única razón: hay tanta riqueza que es posible que el país tenga una oportunidad sobre la tierra. “La utopía no es vano juego de imaginaciones pueriles […]. Es el pueblo que inventa la discusión […]. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías”, enseñaba uno de los padres fundadores, Pedro Henríquez Ureña, en la cátedra argentina, que es universal.
{{Pedro Henríquez Ureña, La utopía de América, La Plata, Ediciones de Estudiantina, 1925.}} ~
es periodista y consultor político. Doctor en
filosofía y letras por la Universidad Complutense de Madrid. Entre
sus libros se cuenta El papa peronista (Ariel, 2019).