Fotografía: © Mitxi.

Ilustrados y liberales: Una entrevista con Carmen Iglesias

La Constitución de Cádiz fue el triunfo de una serie de ideas que se habían ido desarrollando y propagando a lo largo de todo el siglo XVIII: la igualdad irrenunciable de todos los individuos, la necesaria crítica del saber tradicional, la indispensable racionalización de los Estados. En esta entrevista, la historiadora Carmen Iglesias repasa algunos de los aspectos fundamentales del proceso.
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Carmen Iglesias (Madrid, 1942) es historiadora de las ideas y académica. Es autora de brillantes libros de historia intelectual y de importantes reflexiones sobre la historia española, como El pensamiento de Montesquieu, Razón, sentimiento y utopía y No siempre lo peor es cierto. Estudios sobre Historia de España (todos ellos en Galaxia Gutenberg). En 2002, en su discurso de ingreso a la Real Academia Española, habló “De historia y de literatura como elementos de ficción”. Fue en la Academia, en su magnífica biblioteca, donde me recibió.

 

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¿Cuáles son las ideas que están detrás de una Constitución como la de 1812?

Detrás de la Constitución de Cádiz está toda una tradición ilustrada que comienza con las reformas borbónicas de Felipe V, con hombres como Macanaz y Feijoo. Ya en la primera mitad del siglo XVIII hay un deseo de modernización, y se pone en marcha lo que François Lopez llamó el “convoy semántico de las Luces”. Podría decirse incluso que ese convoy ya está en marcha a finales del siglo XVII, con los novatores. En ese proceso, en Sevilla, Madrid, Valencia, Barcelona y otros lugares de España se empezaron a formar núcleos de verdaderos ilustrados que partiendo de la medicina o de ciencias que hoy llamaríamos puras ponían en cuestión el saber tradicional y la autoridad de los clásicos. Y daban valor, por encima de todo, a la experimentación. Ese “convoy semántico de las Luces” que recorre Europa, pues, pasa también por España, y en la segunda mitad del siglo XVIII se produce claramente una aceleración.

 

En contra del excepcionalismo histórico, lo que sucede en España no es más que una versión particular de un movimiento continental, incluso occidental.

Ciertamente, ese proceso de las Luces tiene en España algunas peculiaridades. Para empezar, y por lo general, nuestros ilustrados no son filósofos como Rousseau, Voltaire o Montesquieu, que hacen sus grandes construcciones filosóficas sentados en su gabinete, sino estadistas, hombres de gobierno. En consecuencia, tienen un sentido pragmático, un sentido de la realidad distinto al que tienen los filósofos. Además, todo este proceso, ese “convoy semántico de las Luces”, va formando en España un sentimiento paulatino de nación. No en el sentido romántico del término, por supuesto. El historiador Domínguez Ortiz insistía mucho en que en el siglo XVIII, en toda Europa, el Estado había crecido y había ido cobrando cada vez más protagonismo. Disminuyeron los duelos, los conflictos en las calles; la labor de policía, la labor de orden, estaba cada vez más en manos del Estado, y es en ese sentido en el que crece el sentimiento de nación, no ya en el sentido antiguo, sino en el totalmente moderno de que hay una ley que cada vez va abarcando más a todos.

 

En ese sentido, la Constitución fue un paso más en el fortalecimiento del Estado y en el imperio de una ley igual para todos.

En cierta medida, no solo fue un paso más, sino que fue su culminación: recogió la igualdad de todos los españoles ante la ley. Y eso, que es una idea liberal, no deja de ser una herencia directa de la ilustración.

 

¿Fue demasiado osada la Constitución?

A pesar de que tuvimos la mala suerte de que volviera Fernando VII, a pesar de las asonadas militares, hay que señalar que se mantuvo un régimen constitucional hasta la dictadura de Primo de Rivera en 1923. Ciertamente, no era todavía una democracia, y para el sufragio universal hay que esperar hasta 1868. Se produjo un constante zigzag, que por otro lado tuvo lugar en todos los países, porque no es fácil pasar de un régimen absoluto a un régimen constitucional y luego de un régimen constitucional oligárquico a un régimen democrático al que se van sumando grupos emergentes como los obreros o, ya en el siglo XX, las mujeres. Y ciertamente resultó muy difícil articular la alternancia, el cambio en el poder sin violencia. Pero eso, inevitablemente, es un método de prueba y error, no solamente en España, sino en todas partes.

 

De nuevo, la inestabilidad y la aparición y desaparición de la Constitución era parte de movimientos a escala europea.

Sin duda. Un ejemplo: Francia tuvo más constituciones que España. Nosotros tuvimos ocho, si no contamos con el Estatuto de 1834, pero Francia llegó a tener doce. Pero en ese sentido, hay que tener en cuenta otra cosa: la Constitución de 1812 fue un símbolo del liberalismo, ciertamente, pero además de eso llegó a adquirir un carácter casi sagrado. Hubo quienes pensaron que, una vez que se tuviera una Constitución escrita y perfectamente cerrada, se acababan los conflictos. Pero, naturalmente, no fue así. De ahí el desencanto posterior cuando se vio que, solamente con una Constitución, no se solucionan los problemas de fondo.

 

Pero, en cualquier caso, sí es cierto que la Constitución pretendía solventar problemas concretos, lo hiciera con mayor o menor acierto.

Por supuesto. No son solo las condiciones socioeconómicas las que dificultan estos procesos, las que provocan avances y retrocesos, sino a veces la propia estructura de las constituciones. Hay dos tipos de constitución: están las constituciones europeas, que son un documento político y en las que la ley está por encima de todo, por lo que si el legislativo está dominado por un partido o por otro, todo puede cambiar, y por eso cada uno de esos partidos, en muchas ocasiones, planteaba su propia constitución. Y luego está el modelo de la constitución estadounidense, de tipo más jurídico, donde el poder judicial tiene otro papel y hay un Tribunal Constitucional por encima de los legisladores. En Europa y en Iberoamérica se utilizaron las constituciones políticas. Pero esas constituciones tenían un carencias estructurales de las que no se era consciente en ese momento. Un ejemplo: las poderes de emergencia. ¿En un sistema de libertad, cómo pones el freno para los que van contra ese sistema? ¿Qué poderes constitucionales de emergencia tienes para no destruir tu propio sistema liberal? Tan malo parece no tener esos poderes como tenerlos mal diseñados. En la Constitución francesa de 1793, el Comité de Orden Público estaba mal diseñado; era un poder de emergencia que condujo a lo que todos conocemos. O pensemos en la separación de poderes.

 

¿Los constituyentes de Cádiz pensaban más en el modelo estadounidense o en el francés?

Mucho en el anglosajón, sin duda, especialmente en el norteamericano. España había ayudado a los independentistas estadounidenses. Hay ahí todo un debate historiográfico, pero la Constitución de 1812 está más influida por Filadelfia que por París. En Francia, además, era visible adónde había conducido su Constitución, y hay que recordar que los constituyentes de Cádiz no eran revolucionarios; querían reformas profundas, pero más allá de una minoría radical eran, por así decirlo, hombres de orden. Lo que querían era un sistema que funcionara.

 

¿También filosóficamente estaban más cerca del liberalismo británico que de los pensadores franceses?

Para empezar, Jovellanos es lector de Adam Smith. Sí, la tradición liberal anglosajona era tan conocida como la francesa. En buena medida, los liberales españoles estaban más cerca del pragmatismo empírico británico que del racionalismo francés. Desde luego, la idea de que la Constitución de Cádiz era una copia de la Constitución francesa fue una invención posterior, una invención de la derecha que quería advertir del peligro jacobino.

 

¿Qué visión del pasado español tenían los ponentes de Cádiz?

Ambigua. Eran muy patriotas, sabían que España había sido un gran país, pero por otro lado estaban muy influidos por toda una tradición arbitrista.

 

Tenían una obsesión modernizadora. En ese sentido, no solo eran pensadores, sino también, por así decirlo, tecnócratas.

Los afrancesados, que eran una minoría muy cualificada, volvieron en el Trienio Liberal y se quedaron, y fueron ellos los que crean las bases de una administración moderna, las bases tecnócratas. Recogían de la Ilustración la idea de racionalización, pretendían resolver la organización del Estado, solucionar el problema fiscal que se venía arrastrando desde hacía mucho tiempo. Sí, con todas las salvedades porque naturalmente el término es muy posterior, tenían también ese aspecto de tecnócratas.

 

Sin embargo, ese proceso de racionalización que emprendieron era también rutinariamente destruido: la historia de España en esa época parece la alternancia de tejer y destejer: se van consiguiendo avances que van seguidos luego de retrocesos. Es un zigzag hasta por lo menos 1978.

Cuidado. No hay que proyectar nuestro siglo XX, en concreto el franquismo, sobre el pasado anterior. Esos zigzags no fueron esencialmente distintos de lo que estaba pasando en el resto de Europa. No caigamos en el narcisismo de la diferencia. Miremos lo que pasaba entonces en Francia, en Italia o en Prusia. O en el caso más extremo, Polonia: una de las grandes potencias de principios de la Edad Moderna que no logró la centralización de poder y desapareció en el XVIII.

 

Hegel decía que la única lección que aprendemos de la historia es que nunca aprendemos de la historia.

La historia es dolorosa. Y la historia enseña, aunque no es seguro que aprendamos. Pero también hay procesos civilizatorios. Miremos el paso del siglo XIX al XX: fue un momento belicista, colonialista, en 1914 los soldados se fueron a la guerra convencidos de que va a durar poco e iba a ser una conflagración menor. Comparémoslo con el paso del XX al XXI: el solo hecho de que ahora pensemos que cualquier ser humano, proceda de donde proceda, y con independencia de su sexo, tiene dignidad y derecho a la libertad y la igualdad, es algo verdaderamente asombroso.

Gran parte de lo bueno que hay en nuestro tiempo es hijo del largo proceso de secularización y racionalización, del “atrévete a pensar”, que surge de la Ilustración y recogen los liberales. Pensemos en la Constitución de 1812 y en la de 1978: sin duda, son acontecimientos muy distantes en el tiempo, pero sí podríamos establecer una continuidad: tanto la de 1812 como la de 1978 son constituciones de consenso y por supuesto son constituciones consagradas a la libertad. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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