Shakespeare para turistas

¿Puede el arte ser popular y comprometido a un mismo tiempo? A propósito de la escena teatral inglesa de finales del siglo XX, el siguiente artículo retoma una pregunta que no ha perdido su vigencia. Como un faro inagotable, la figura de Shakespeare ilumina las posibilidades de la creación artística en este texto publicado en el número 152 de Vuelta en julio de 1989 y recuperado en esta sección dedicada al rescate de la revista dirigida por Octavio Paz.
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La industria del teatro de Shakespeare para turistas y estudiantes ha llegado a niveles exagerados. Una visita a Stratford que incluye la choza de Anne Hathaway, comer mal en una posada, llenar bolsas de plástico con recuerdos turísticos y ver una puesta teatral en un lenguaje que pocos entienden se ha convertido en la mejor manera de entrar en contacto con una Inglaterra esencial. Disipado el imperio, solamente queda Shakespeare para orgullo de los patriotas. Shakespeare sigue siendo nuestro cisne de Avon. En una mesa redonda el ministro de Educación, Kenneth Baker, defendió a Shakespeare de un académico marxista que insistía en que Shakespeare no significaba nada para un joven desocupado bajo el gobierno de Thatcher. Baker le contestó citándole pasajes de memoria. Según este político –antólogo de poemas también– el lenguaje rico y conmovedor del bardo forma parte de nuestra sensibilidad y de nuestra historia. La mejor manera de apropiárselo era la obligación escolar de aprender pasajes de memoria.

Un vistazo a lo que se da en el teatro londinense confirma esa necesidad de medir el teatro actual con Shakespeare. Esta semana se puede ver King LearMeasure for measureHamlet y el ciclo histórico The Plantagenets. Hay que hacer reservaciones, porque los teatros se llenan, y vale la pena: es lo mejor de la tradición inglesa; su naturalidad, el diseño, las interpretaciones del director y, sobre todo, la actuación. Contra esta tradición, es un hecho que este teatro casi oficial, subvencionado, pocas veces inquieta al público. Es un teatro seguro –clásico– donde se pueden reconocer citas y frases hechas incorporadas al habla cotidiana.

Aparte de Shakespeare, Londres ofrece al turista las farsas de siempre, y varios musicales de Lloyd Webber donde hay que esperar nueve meses para conseguir un asiento, o comprarlo en el mercado negro por sumas exorbitantes. Contra tanto teatro manso existe lo que se llama el teatro fringe, que se nutre de la tradición shakespeariana en cuanto a los actores, y que también recibe apoyo del Estado, pero que quiere mantenerse en la vanguardia. Este teatro fringe quiere despertar, busca reacciones. No es extraño que la única vanguardia artística inglesa sea política. Este teatro político surgió en mayo de 1968, de la nueva izquierda interesada en Cuba y Nicaragua.

En un momento en que van a televisar las sesiones del parlamento inglés, el teatro es un baluarte de la izquierda. El nuevo teatro –que aspira a la vanguardia– viene de autores politizados como David Hare, Howard Brenton y David Edgar que quieren cambiar conciencias, contra la realidad del público que va para divertirse. Un buen ejemplo de este dilema es Caryl Churchill, que trabaja en equipo: todos colaboran en el proyecto, como una comunidad. Churchill escribió en verso lo que creía que iba a ser una dura crítica de la bolsa londinense y sus yuppies. Para su sorpresa, su pieza se transfirió del Royal Court al centro, y se llenó de banqueros y accionistas entusiasmados con la realidad de su pieza.

Otro ejemplo en sentido contrario es una pieza que vimos, Shoot to kill, de James O’Brian. Más típicamente fringe, se dio en una sala sobre de un pub. La pieza se inicia con tres soldados con rifles en un ambiente desolado de humo. Son los ingleses que en Irlanda del Norte aplastan ilegalmente la subvención del ira. La pieza era violenta, cruda, con pistolas y rifles apuntando al público; casi una alegoría de cómo el gobierno enterró la verdad en Gibraltar. Era una pieza de propaganda, muy bien actuada. En cierto momento, uno de los personajes atacó al público por su indiferencia. El problema de esta pieza es que todo el público éramos seis personas. Al final ningún actor salió para recibir el aplauso, como si el teatro fuera demasiado serio para esta rutina burguesa de aplaudir para escaparse de la ilusión teatral.

Shakespeare llena el teatro; Lloyd Webber llena sus teatros. Nadie vino a ver Shoot to kill porque nadie quiere saber nada de Irlanda del Norte. El público va al teatro para digerir. El dinero se ha convertido en árbitro. Pocos hacen lo que hizo Shakespeare: escribir para todos, desde eruditos hasta brutos. En el teatro se ve la misma fragmentación que se vislumbra en la sociedad entre los que tienen trabajo y los que no; entre los que viven en el norte y los que viven en Londres o sus alrededores; dos Inglaterras donde la mayoría va al teatro para matar el tiempo. El fringe atrae a los ya convertidos, que no pueden pagar quince libras por un buen asiento y que se están quedando sin teatros para alentar y mantener su radicalismo político. ~

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