Zülfü Livaneli revisa la historia con una novela

Abdul Hamid II, conocido como el “sultán rojo”, fue la cabeza del Imperio otomano hasta la revolución de los Jóvenes Turcos en 1909. La novela “A lomos del tigre”, de Zülfü Livaneli, examina los acontecimientos y tensiones étnicas que provocaron su caída para entregarnos el retrato humano de un déspota y la historia de un Estado camino al colapso.
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A lomos del tigre, publicado por Galaxia Gutenberg en 2024, es la novela del turco Ömer Zülfü Livaneli (Ilgın, 1946), autor muy leído y activista político en su país, además de cantante y compositor musical. Varias de sus novelas han sido adaptadas al cine y otras, como Bliss y Serenata para Nadia, han ganado premios internacionales. Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura, habla muy bien de su compatriota. A lomos del tigre es una novela histórica, no cabe duda, situada en Salónica (Tesalónica), en el Imperio otomano, entre 1909 y 1912. Su título turco es Kaplanın sırtında. İstibdat ve hürriyet (2022). Se inspira del documento Sultan 2. Abdülhamidín Sürgün Günleri: Hususi Doktoru Atif Hüseyin Bey’in Hatirati 1909-1912, apuntes del médico militar Atif Hüseyin. El Sultán 2 es Abdul Hamid II (1842-1918) que reinó de 1876 a 1909, en calidad de soberano número 34 de la gran dinastía fundada por Osmán; la revolución de los Jóvenes Turcos lo destronó en 1909 y lo encarceló con su familia en un palacio desafectado en Salónica, baluarte de los militares golpistas del Comité Unión y Progreso, órgano supremo de los Jóvenes Turcos. Cuando en noviembre de 1912 los ejércitos de Serbia, Montenegro, Grecia y Bulgaria derrotaban a las fuerzas otomanas, en la víspera de su entrada a Salónica, Abdul Hamid fue llevado a Constantinopla y encerrado en el palacio Beylerbeyi donde murió, en febrero de 1918, sin ver la ruina definitiva del Imperio otomano.

El título de la traducción al español corresponde a la metáfora empleada por el sultán para definir la situación de quién rige los destinos del Imperio otomano; la fuente fundamental utilizada por el autor son los apuntes del médico militar Atif Hüseyin Bey, del hospital de Salónica, nombrado por sus correligionarios Jóvenes Turcos para visitar cada día y atender al destituido monarca y a su familia. Cada noche, de manera metódica, apunta en letras minúsculas, en un pequeño cuaderno, sus observaciones diarias y sus conversaciones con Abdul Hamid. Conversaciones que se alargan cada día porque el doctor, progresivamente ganado por la curiosidad, lanza preguntas; desea entender, no solo la personalidad del “déspota sanguinario”, sino la historia del imperio en los últimos cien años y de la ruina que lo amenaza: cayeron y siguen cayendo los Balcanes, se perdió Egipto, los italianos toman a Libia, los vecinos cristianos forman la Liga Balcánica… Poco a poco, el odio y el desprecio iniciales que tiene hacia el “sultán rojo” –el de las manos rojas de sangre– se transforman en una empatía, precursora de una verdadera simpatía. Al principio, Atif Hüseyin Bey se asusta de su evolución, hasta se escandaliza y siente vergüenza. Luego se deja llevar, aunque se cuida de expresar su sentimiento cuando habla con sus colegas oficiales.

Los cuadernos del doctor han sido publicados en turco, pero mi ignorancia de esta lengua no me permite comparar todo lo que apuntó con el uso que hizo de ellos Ömer Zülfü Livaneli. Sin embargo, lo que sé de la historia otomana y turca me permite decir que estamos en presencia de un hermoso caso de “revisionismo histórico”, en el sentido positivo del concepto. La cuarta de forros reza correctamente que la novela es “un vívido relato de la vida en el exilio del último gran sultán otomano”; último “gran”, porque hubo todavía dos después, que no fueron grandes, su medio hermano Mehmed V (1909-1918) y el muy efímero Mehmed VI (1918-1922).

Abdul Hamid II hubiera querido escribir sus memorias, pero los militares prohibieron que consiguiera papel y pluma; astuto, poco a poco despierta el interés del doctor y, de hecho, le dicta, a lo largo de amenas conversaciones, sus memorias. Quiere antes que todo limpiarse del apodo de “el sultán rojo”. En las páginas 294 y 295, le pregunta al doctor:

–¿Cree usted que soy un asesino? […] O sea, ¿soy el sultán rojo, como me llama la prensa extranjera? ¿Tengo las manos manchadas de sangre como esa tal lady Macbeth? Veo que incluso usted duda en contestarme, doctor Bey, hijo mío. De entre todas las innumerables calumnias que se lanzan contra mí hay dos que me molestan mucho. Una es la de que he perjudicado a nuestra religión y al Corán, como dice la fetua redactada por el jeque del islam. ¿He sido un sultán que se pueda destituir con semejante alegato? Si fueran temerosos de Dios no lo hubieran hecho. Que el Todopoderoso los juzgue. […]

¿Ha oído hablar del rey de Bélgica, Leopoldo II? ¿No se supone que es un rey europeo, civilizado? Bien, ¿sabe lo que ha hecho en el Congo? Por supuesto que no, porque la prensa europea estaba ocupada presentándome como un asesino sediento de sangre y no hablaba de la opresión a la que este rey sometía al pobre pueblo congoleño. Por órdenes del rey, mataron allí a diez millones de personas. ¿Puede imaginarlo? Diez millones de almas, niños, mujeres, hombres. Asesinados sin distinguir entre viejos y jóvenes. ¿Y sabe lo que hicieron? Además, les cortaron las manos a millones de ellos. Me enseñaron fotografías. Un espectáculo inconcebible, no hay corazón que aguante ver niños con las manos cortadas. A un hombre como yo, que teme la guerra y se resiste a matar a nadie, le proclaman sultán rojo y a Leopoldo lo llaman civilizado. ¿Y qué opina del zar ruso? Son incontables los que ha enviado a Siberia, a la muerte. Pero se le tolera, por supuesto, porque es cristiano. Yo he sido el único criminal de este siglo, el que ha puesto dificultades a las potencias que querían repartirse su país.

Volveré sobre el tema de las “dificultades” que ha puesto a las potencias imperialistas. En 1904 una Comisión Internacional de Investigación reportó lo que pasaba en el Congo, Estado independiente, de hecho propiedad de Leopoldo II entre 1885 y 1908.

El segundo rey de los Belgas, Leopoldo (1835-1909), hermano de Carlota, la efímera emperatriz de México, dejó en Bélgica la fama de un rey progresista y modernizador, pero desde 1890 empezaron las denuncias contra su política de explotación sin freno del Congo y la búsqueda patológica de la ganancia. Si bien no todos los historiadores aceptan la cifra de diez millones de muertos referida en aquel entonces, señalan el terrible costo demográfico de la dominación privada ejercida por Leopoldo. Abdul Hamid no inventa lo de las manos cortadas.

–¿Cómo me voy a tranquilizar, doctor Bey, hijo mío? ¿Cómo me voy a tranquilizar? ¿Piensa que es fácil pasar a la historia como un asesino con las manos manchadas de sangre aunque no se tenga culpa de nada? Los armenios me siguen llamando asesino.

En ese momento el doctor se transportó a los años de su juventud en Estambul. Como decía el sultán, los terroristas armenios habían sido indultados, pero al día siguiente, masas de musulmanes, turcos, kurdos, bosniacos, armados con hachas, rompieron las puertas de sus vecinos armenios y los mataron a todos en sus casas, sin atender a su edad. Aquello se convirtió en una masacre. […]

–Mire –continuó el sultán–, yo siempre me he portado bien con mis súbditos. Los he tratado como un padre trataría a sus hijos, igual. Gracias a mí, muchos armenios se hicieron ricos, la familia Balyan siempre ha construido nuestros palacios y en mis gobiernos había ministros armenios. En cuanto a los rumíes [los otros cristianos de Europa], lo mismo. Estimaba tanto al cambista Zarifi como para llamarle “tío”, en la conferencia de Berlín me representó Karatodori Bajá, ya le he hablado de Müzürüs Bajá… ¿Quiere que abunde más? Y pregúntele al gran rabino cómo me he comportado con los judíos.

Müzürüs Bajá es Konstantinos Mousouros (1807-1891), cristiano, brillante diplomático otomano, embajador en Atenas y Viena antes de serlo durante 35 años en Londres. Tradujo al griego y al turco La divina comedia.

Reflexiona Abdul Hamid que “el hombre inteligente no tenía nada que ver con la fuerza bruta, las ejecuciones, las guerras. El uso de la violencia era algo exclusivo de gentes de escasa inteligencia”Insiste en que él “así se comportó cuando unos bandidos armenios asaltaron el Banco Otomano y masacraron a tantos”. El 26 de agosto de 1896, un comando dirigido por Papken Suni y Armen Karo, de la Federación Revolucionaria Armenia, Dashnak, tomó el banco en Estambul. El doctor apunta que, de acuerdo con su paciente, “cuando todos esperaban que se castigara a los asaltantes con extrema dureza, él los indultó como un gobernante maduro y los mandó al extranjero en un yate, pero luego se limitó a observar entristecido cómo el fuego de la venganza que prendió al día siguiente en Estambul se convirtió en una revuelta que concluyó con la muerte de cientos de sus súbditos armenios”.

El doctor comenta esas afirmaciones con sus amigos los oficiales Jóvenes Turcos, poseídos por la curiosidad. ¿Qué tipo de hombre es el “infiel rojo”?

Hablaba de lo bien que había gobernado el imperio, de lo compasivo que era y demás. ¿Os lo imagináis? El sultán rojo y la compasión… Un chiste. Incluso llegó a afirmar que no había masacrado a nuestros compatriotas armenios. Que había indultado a quienes habían atentado contra él. Ahí, la verdad es que yo estaba un poco confuso. Para qué voy a mentir, estaba confuso porque los indultó de verdad, ¿no?

–Sí –dijo el comandante Saffet, de Malatya, unos años mayor que él–. Lo que recuerdas es verdad, pero fue una táctica suya. Intrigas de principio a fin. Hace como si no hiciera. A ver, ¿cuántos miles de súbditos armenios mató después de aquel atentado frustrado en Estambul? Dejó libres a los participantes por la presión de las grandes potencias y de las embajadas, pero por detrás provocó al pueblo y lo lanzó contra los armenios.[…] Y los sucesos del este fueron aún más terribles.

–Bien, pero, mi comandante –intervino un tercer compañero, el capitán Nihat–, ¿no es cierto que los komitadji armenios, los hunchak, se levantaron en armas y cometieron matanzas? [Komitadji: los de los comités, organizaciones revolucionarias. Hunchak: militantes del Partido Socialdemócrata Hunchak, fundado por siete estudiantes armenios marxistas en Ginebra en 1887. En 1894, los hunchak organizan la resistencia en Sasun.]

–Sí –respondió el comandante–, es verdad, claro. Los levantamientos armados en Estambul, la toma de la ciudad de Van, las masacres de Sasun, Zeytun, Bayburt, Erzurum… Murieron miles de musulmanes inocentes, pero el sultán no castigó a los komitadji que lo hicieron, sino sobre todo a la población civil.

–Fueron los kurdos quienes aplastaron esas revueltas –protestó de nuevo Nihat–, no los turcos.

–Sí –asintió otra vez el comandante–, tienes razón, pero ¿quién organizó a los kurdos, que ya estaban enfrascados en disputas sangrientas con la población armenia? ¿Quién armó a miles de kurdos bajo el nombre de Regimientos Hamidiye? ¿Quién dio a los agás kurdos el título de bajá? Eso es lo que os quería explicar. La táctica de un hombre retorcido, azuzar a todo el mundo unos contra otros y observar desde fuera con expresión inocente.

En ese momento se acerca a la mesa un joven que se presenta a los oficiales como un armenio de Van. Se disculpa, diciendo que no había podido evitar escuchar su conversación, antes de contar:

–Un momento, señores oficiales, se lo suplico, escúchenme: a mi padre lo circuncidaron y, además, después de muerto.

Los militares se miraron entre ellos, parecían tener dificultades en encontrarle sentido a lo que les estaba contando.

–Tal y como decían poco antes, hubo graves enfrentamientos entre armenios y musulmanes en los que perdieron la vida miles de personas por ambas partes. Mi padre se encontraba entre los muertos en Sasun. Me lo contó mi madre, que fue a buscarlo a la plaza donde lo mataron y lo encontró entre cientos de cadáveres. Le habían bajado los pantalones y mi madre…, discúlpenme…, vio que lo habían circuncidado. “¡Ay!”, gritó, “este es Kirkor mi marido, pero anoche era cristiano y hoy se ha vuelto musulmán”. […] Las grandes potencias europeas mandaron observadores a los enfrentamientos –siguió Agop en susurros–. Para entender quiénes de los muertos eran musulmanes y quiénes cristianos miraban si estaban circuncidados o no y así contaban las víctimas. Los armenios muertos siempre eran más que los musulmanes, pero las fuerzas gubernamentales circuncidaban a la mayoría de los cadáveres para asegurarse de que se registraran como musulmanes. En Sasun, cuando acabó la lucha, trajeron a un hombre llamado Ilyas el Circuncidador, que circuncidó a quinientos cadáveres armenios.

Llegó el momento de hablar de “la táctica de un hombre retorcido” para alejar el peligro representado por el deseo de las grandes potencias de acabar con “el hombre enfermo de Europa”, el Imperio otomano.

Las iglesias búlgara, griega y serbia llevan años en disputas [señala el comandante Saffet]. ¿Por qué? Porque si se unieran supondrían un gran peligro para el imperio. Nos encontramos frente al hombre más taimado del mundo, compañeros. No os creáis nada de lo que dice.

–Esto que afirmas habla a favor del sultán, te das cuenta, ¿no? –dijo el doctor–. Enfrentar a las comunidades unas contra otras para aplastar las rebeliones, proteger el imperio…

En efecto, era el talento del que más se enorgullecía Abdul Hamid. ¡Qué no hizo para impedir que las naciones de los Balcanes (las iglesias, dicen los oficiales) se unieran y se enfrentaran a él! Desde la derrota del conflicto de 1877-1878, llamado Guerra de Oriente, en el que perdió frente al invasor ruso a pesar de la hermosa resistencia de las fuerzas comandadas por Osman Pasha, el sultán detestaba la guerra y logró evitar que se repitiera. La misma jugada hizo en el Medio Oriente, una de las zonas más complicadas del mundo. Jugó chiitas contra sunitas y kurdos contra los otros, en las provincias de Basora, Bagdad y Mosul, judíos contra árabes en la provincia de Damasco. Así mantenía cierto equilibrio. El doctor Atif Hüseyin glosa:

Era la única manera de gobernar un imperio de aquel tamaño. No había otro camino. En los archivos de palacio existían documentos de cómo su gran antepasado el sultán Solimán el Magnífico había enviado en secreto ayuda económica a Martín Lutero, que se había rebelado contra el papado. Él había usado la misma táctica que su tatarabuelo, que Dios tuviera en el Paraíso, para dividir a las iglesias y prender el fuego de la rebelión justo en el corazón del cristianismo. […] ¿Qué necesidad había de provocar a las potencias europeas marchando contra los armenios que se habían alzado en Anatolia? De hecho, bastaba con soltar contra los rebeldes a las tribus kurdas, que arrastraban años de conflictos de sangre contra los armenios, crear los regimientos hamidiye y darles a sus líderes un título de bajá que de otra manera no habrían visto ni en sueños. Así cualquier represión de los levantamientos podría explicarse como una reacción de la población civil.

Los historiadores saben que, para evitar la intervención de Europa y de Rusia, Abdul Hamid empleó todos los recursos posibles. Buscaba seducir, muchas veces con éxito, a los extranjeros que llegaban a Constantinopla: embajadores, cónsules, negociantes, empresarios, periodistas, escritores. Los colmaba de atenciones, regalos, favores, condecoraciones, en la esperanza de influir en la opinión pública y en los gobiernos de sus países. Al tanto de la ciencia moderna, mandó mucho dinero para apoyar a su admirado Pasteur… Explotaba con astucia las rivalidades entre las potencias: abandonó la administración de Chipre a Inglaterra porque le había protegido de Rusia en el Congreso de Berlín. El anciano recuerda que las relaciones con Estados Unidos siempre fueron buenas:

Tenemos en el archivo cartas de agradecimiento de Abraham Lincoln. Durante la guerra civil apoyamos a Washington. […] Mire, le voy a contar una historia muy curiosa sobre camellos –dijo el sultán riendo–. Es muy divertida. Durante la guerra civil americana, un oficial pensó que los camellos, aunque no existen en todo el continente, les podrían ser útiles y escribió un informe al respecto. El gobierno de Estados Unidos aprobó la propuesta e hizo una solicitud a mi padre, que en paz descanse, pidiéndole que mandara algunos de esos resistentes animales. […] Se enviarona América dromedarios de los alrededores de Esmirna con sus cuidadores. Por lo que he oído, los animales no se acostumbraron bien al clima de allá y no sirvieron de nada, pero le gustaron mucho al pueblo norteamericano. A un cuidador de camellos llamado Haci Ali le cambiaron el nombre por el de Hay Coli. E incluso se creó una fábrica para producir cigarrillos con tabaco turco y le pusieron de nombre “Camel”.

El cigarrillo, tal como lo conocemos, tabaco envuelto en una hojita de papel delgado, es un invento turco que los occidentales descubrieron durante la guerra de Crimea, al contacto de sus aliados otomanos.

Le tocó a Abdul Hamid vivir hasta el final de un imperio que intentó salvar. Hasta 1871, año de la derrota francesa y de la unidad alemana, existía un concierto europeo para proteger al imperio contra Rusia. El periodo de las reformas, el Tanzimat, empezado en 1839, no había podido resolver todos los problemas; la crisis financiera, luego la insurrección serbia en Bosnia y la búlgara (1875-1876), agravó la crisis política: el sultán Abdul Aziz, el tío del joven Abdul Hamid, había dejado de interesarse en los asuntos del Estado, mandaba construir palacios y villas lujosas y pasaba su tiempo en grandes y costosas recepciones y fiestas. El pequeño grupo de la Joven Turquía pedía una Constitución para evitar la intervención de las potencias: “Si, en lugar de un déspota, Turquía tuviese un sabio monarca apoyándose sobre una cámara consultativa, compuesta de representantes de todas las razas y religiones, se salvaría”, dice su manifiesto de marzo de 1876. En julio de ese mismo año, Serbia, apoyada por Rusia, entró oficialmente en guerra. Fue derrotada e invadida por el ejército otomano, pero los Estados europeos impusieron un armisticio, antes de redactar un proyecto de reformas para el imperio. A fin de evitar la tutela de Europa, los Jóvenes Turcos prepararon la Constitución, que fue promulgada en diciembre de 1876. El 30 de mayo de ese año obligaron a Abdul Aziz a abdicar; el 4 de junio lo asesinaron y su sobrino Murad V fue proclamado sultán. Duró apenas tres meses, al sufrir un acceso de locura, de modo que le tocó a su hermano menor Abdul Hamid subirse “a lomos del tigre”.1

El cambio no fue suficiente para impedir la agresión rusa de junio de 1877, tan celebrada por Fiódor Dostoievski. Las fuerzas rusas, unidas a las de Rumania, Serbia y Montenegro, llegaron el 20 de enero de 1878 a las puertas de Constantinopla/Estambul y Rusia impuso en marzo el durísimo tratado de San Stefano. Inglaterra, preocupada por la ruptura del equilibrio europeo, consiguió la reunión del Congreso de Berlín, en julio y agosto, bajo la presidencia de Bismarck. El resultado, si bien era menos catastrófico, fue un golpe muy duro para el imperio. La “guerra del 93” (es el año 1293 en el calendario islámico) convenció al nuevo sultán de que había que evitar a toda costa un nuevo conflicto bélico.

El historiador puede certificar que el retrato de Abdul Hamid es fidedigno. Hijo de una hermosa circasiana (armenia, según otra fuente), no era nada feo, si bien tenía la nariz grande para mayor gusto de los caricaturistas europeos; todos los embajadores dicen que el hombre tenía la inteligencia clara y precisa, gran capacidad de trabajo intelectual, conocimientos extensos, pasión por el teatro y la música europea, por las novelas francesas, “la agilidad mental y la astucia de un armenio”. “Egoísta y despótico”, no quería compartir con nadie el ejercicio del poder. Esperó unos años, luego se deshizo de Midhat Bajá, el autor de la Constitución de 1876, que fue exiliado en Arabia en 1881, luego estrangulado: “contra mi voluntad”, jura y perjura el sultán al doctor.

Aceptó como gran visir al general Khayr al-Din (o Kheireddine o Hayreddin), autor del panfleto Reformas necesarias a los Estados musulmanes (1868), antiguo ministro del bey de Túnez. Lo despidió meses después porque se había atrevido a pedir el derecho de escoger a los ministros. Volvió a la tradición del absolutismo personal, considerándose como un adepto del despotismo ilustrado. Ciertamente, intentó varias reformas progresistas antes de desistir. Al doctor Atif Hüseyin Bey, quien le reclama su inercia, contesta que se topó con la oposición de los religiosos y las intrigas permanentes de las grandes potencias. Por eso, tomó el gobierno encima de sus ministros y, sin abolir el diván oficial, hizo pasar toda la dirección de la política al palacio, donde trataba los asuntos en secreto con sus favoritos.

El doctor diagnostica una naturaleza miedosa y desconfiada que llega a la paranoia: ve por todos lados complots y, si bien el tigre que monta inspira terror, él siente el terror de ser tumbado y devorado por el felino. Se había retirado fuera de la ciudad, en la enorme villa de Yildiz Kiosk, edificada en lo alto del monte. Toda una ciudad. A diferencia de su difunto tío, no daba ni recepciones ni fiestas y vivía escondido. No pasaba revistas militares, no asistía a espectáculos públicos: solo, en una sala vacía de la villa, escuchaba conciertos, se deleitaba con obras teatrales. Montaba a caballo en el parque y remaba en el lago de la villa. Su única salida semanal era el viernes, para ir a la mezquita en un coche veloz. Su miedo pánico (¡cuántos sultanes asesinados, como su tío Abdul Aziz!) lo llevó a mantener una multitud de espías para vigilar a los funcionarios, a los viajeros, a los extranjeros, a los que se habían exiliado en Europa… En el puerto, en Constantinopla, había siempre, sentados en el muelle, pescadores de caña, agentes secretos de la policía. Libros y periódicos estaban sometidos a una censura que delataba las obsesiones del sultán: entre las palabras prohibidas figuraban “libertad, patria, justicia, emancipación, sacrificio, queja”; no se podía mencionar ni evocar el asesinato de un soberano o de un político importante en cualquier momento, en cualquier parte del mundo; se disfrazaba de “muerte repentina por enfermedad”. Se vetó la palabra “dinamo” por ser demasiado cercana a la palabra “dinamita”… La policía secreta realizaba de noche detenciones nunca explicadas que inspiraban el terror y la delación. Todo el mundo denunciaba a todo el mundo.

Desconfiando de los turcos, no sin razón, por el sentimiento nacional moderno de los Jóvenes Turcos –que lo tumbarían en 1909–, reclutaba una numerosa guardia entre las naciones musulmanas no turcas: kurdos, sirios, albaneses, muy bien pagados y tratados. Trabajador, desconfiado, mal informado por el miedo que inspiraba y respiraba, era (se dice, pero ¿quién sabe?) indiferente al sentimiento religioso; ostentaba sin embargo el título de califa y comendador de los creyentes, jefe religioso de todos los musulmanes. Recordaba que, para deponer a su tío, los Jóvenes Turcos se habían puesto de acuerdo con el Sheikh ul-Islam que lanzó una fetua proclamando que el sultán era desordenado e incapaz de gobernar. Le pasaría lo mismo en 1909. Se cuidaba mucho de no excitar a los fanáticos, frecuentaba con ostentación a personajes muy religiosos y apoyaba las predicaciones de los “santos varones”. Mandó construir un ferrocarril para unir el imperio a las ciudades santas de Arabia. Parece que soñó con reunir a todos los fieles del islam bajo su dirección. ¿Recordaría que Bonaparte, cuando se embarcó para conquistar Egipto, en la sección de “Política” de su biblioteca portátil puso la Biblia y el Corán?

En sus provincias asiáticas, Abdul Hamid logró establecer una administración capaz de mantener la paz. En cambio, la gran isla de Creta, poblada por una mayoría griega, le dio dolores de cabeza: desde 1868, tenía una Asamblea nacional electa en la cual los cristianos eran los más numerosos. Entró en conflicto con el gobernador porque los cristianos querían que se nombrara funcionarios autóctonos y cristianos. Un partido preparaba la independencia, en contacto con un comité griego en Atenas, lo que alentó seis levantamientos entre 1877 y 1896, inmortalizados por Nikos Kazantzakis en su novela de 1953 Ο Καπετάν Μιχάλης (Capitán Michalis), traducida al español como Libertad o muerte. La insurrección general de 1896 provocó masacres recíprocas y la intervención europea para restablecer la paz en 1898. Al mismo tiempo, la intervención de combatientes griegos dirigidos por oficiales griegos había obligado el sultán a declarar la guerra a Atenas. Guerra breve, puesto que el ejército otomano, reorganizado por oficiales prusianos, derrotó al griego bajo el mando del príncipe Constantino, hijo mayor del rey. Europa impuso la paz para parar a los turcos que recuperaron parte de la Tesalia cedida en el Congreso de Berlín. Abdul Hamid pudo tomar el título de Ghazi, “el Victorioso”.

Los asuntos de Creta y Grecia contribuyeron trágicamente a los pogromos contra los armenios a partir de 1894, después de un largo periodo de calma que había beneficiado a los armenios, cuya élite y clase media se especializaban en el comercio, el servicio del Estado, especialmente en el dominio de las finanzas: el último director del Banco Otomano en İzmir (Esmirna) fue el armenio Pierre Balladurian o Bahadourian, padre de Édouard Balladur (1929), primer ministro francés de 1993 a 1995. Para su desgracia, Europa, en particular Inglaterra, los protegía porque los consideraba como “agentes de civilización”. El intervencionismo europeo y el incipiente movimiento nacionalista armenio convencieron al gobierno de que la comunidad armenia era un peligroso caballo de Troya.

Contra Inglaterra que se había apoderado de Egipto en 1882, Abdul Hamid buscó la amistad del imperio alemán y de Guillermo II, muy presente en las memorias del doctor: en 1912, cuando los “cristianos” van a tomar Salónica que tienen sitiada, los turcos pueden llevar a Abdul Hamid a Constantinopla porque Guillermo ha mandado su yate Lorelei para eludir el bloqueo. La apuesta alemana, renovada y consolidada por los Jóvenes Turcos, llevará a la alianza fatal con los imperios centrales durante la Primera Guerra Mundial.

En París y Ginebra, los Jóvenes Turcos, hombres efectivamente jóvenes, fundaron en 1891 un Comité que tomó en 1896 el nombre de Unión y Progreso, lema positivista inspirado por Auguste Comte; por cierto, el doctor nos informa que Abdul Hamid manifestaba frecuentemente su admiración por el fundador de la sociología moderna. Buscaban el Progreso bajo la dirección de la ciencia y de un despotismo ilustrado; la libertad no figuraba en su programa. En cuanto a la Unión, era la de todos los turcos, sobre el modelo jacobino francés. Durante muchos años, vigilados por la policía secreta, no tuvieron ninguna posibilidad de actuar en el imperio, hasta que la crisis de Macedonia (1903-1908) les puso el pie en el estribo.

Macedonia era un resumen del imperio, una mezcla inextricable de comunidades distinguidas por su lengua y su religión; los cristianos eran griegos, serbios, búlgaros, rumanos, ortodoxos casi todos pero separados en dos comunidades, la de los que reconocían al patriarca griego y la de los partidarios del exarca búlgaro; por cierto, el odio entre griegos y búlgaros era muy grande, como lo recuerda Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis. No faltaban musulmanes de diversas naciones, no solo turcos. El antiguo nombre histórico de Macedonia no correspondía a un territorio bien delimitado puesto que, al norte, la mayoría serbia miraba hacia la Serbia vecina; al oeste, los albaneses desbordaban sobre Serbia; al este, la frontera con Bulgaria era fluctuante; al sur, los griegos dominaban en las ciudades y la costa. (Te)salónica, la principal ciudad, reunía musulmanes turcos y albaneses, cristianos y una mayoría de judíos “ladinos”, refugiados venidos de España desde el siglo XVI. Todos los cristianos, conocidos como raias, eran súbditos inferiores del sultán, dependían de la buena voluntad y del arbitrio de las autoridades grandes y chicas. En el campo, la opresión no tenía freno, lo que explica la presencia perenne de guerrilleros montañeses.

La iniciativa revolucionaria provino de la Bulgaria vecina cuyos dirigentes soñaban con reconstituir la Gran Bulgaria de los zares de la alta Edad Media: el efímero tratado de San Stefano, dictado por San Petersburgo, daba toda la Macedonia eslava a Bulgaria, algo que canceló el Congreso de Berlín. Los búlgaros no renunciaron a la anexión y su propaganda tuvo mucho eco entre los eslavos de Macedonia. Un comité central, en Sofía, preparó un levantamiento que se pospuso cuando Grecia fue derrotada por los turcos en 1897. A partir de 1899, la organización formó y armó en Bulgaria partidas que emprendieron una feroz guerra de guerrillas en las serranías de Macedonia. Los insurgentes recibían la ayuda de los comités secretos implantados en las ciudades: de ahí el nombre de komitadji dado por los turcos a todos los rebeldes. Ambos bandos multiplicaron las atrocidades para mayor espanto de la opinión europea. En 1903, un levantamiento campesino fue duramente reprimido por el ejército que aprovechó la oportunidad para exterminar a los sospechosos y a las élites locales.

La represión fue tan dura que Europa impuso al sultán un control sobre el gobernador, ejercido por agentes civiles europeos y el nombramiento de oficiales europeos para dirigir la gendarmería. Alemania, como lo cuenta Abdul Hamid (“mi amigo Guillermo”), se negó a participar, al lado de Austria, Rusia, Inglaterra, Francia, Italia. Cada una de estas potencias controló uno de los cinco distritos en los cuales dividieron Macedonia; sus cónsules vigilaron la administración otomana.

Abdul Hamid se inclinó, pero manifestó su “astucia de zorro”: el odio entre griegos y búlgaros era una realidad. El sultán, conociéndola, ordenó levantar un censo de las confesiones religiosas, medida puramente estadística; el resultado fue que violentas pandillas griegas y búlgaras recorrieron la región para obligar a la gente a declararse ortodoxa griega (del patriarcado de Atenas) u ortodoxa búlgara (del exarcato de Sofía). La violencia alcanzó niveles espantosos. Hilmi Bajá, el gran visir, mandó regularmente informes de todos los hechos de violencia y la estadística de los muertos. La prensa europea se llenó de dichos informes y de artículos y documentos enviados por Atenas y Sofía para demostrar que Macedonia era griega, que era búlgara. Abdul Hamid logró de esa manera que, en noviembre de 1905, las potencias dirigieran un memorando colectivo a los dos gobiernos para reclamarles su responsabilidad en las masacres y los atentados: en julio de 1905 hubo un atentado contra el sultán, hecho que cuenta al doctor Atif Hüseyin Bey. El reclamo terminaba con la invitación a impedir a sus nacionales financiar la revolución en las provincias otomanas.

Nada cambió en los años siguientes, lo que llevó al gobierno a concentrar un gran ejército en Macedonia. Los jóvenes oficiales, instruidos, activos, nacionalistas, exasperados por la imposibilidad de acabar con los rebeldes sostenidos por Bulgaria, Rumania y Serbia, se pasaron al movimiento de los Jóvenes Turcos. Les irritaba sobremanera la presencia de funcionarios y oficiales extranjeros. Por eso, en 1906, los Jóvenes Turcos instalaron el Comité Central de Unión y Progreso (CUP) en Salónica, sede del Estado Mayor General. El CUP se alojó en la logia de los hermanos masones italianos, escapando a la vigilancia de los espías.

Así se creó en Macedonia un ambiente revolucionario en el seno del ejército. En junio de 1908, en Revel de Estonia, ahora Tallin, se reunieron el rey de Inglaterra y el zar ruso. Corrió el rumor de que se habían puesto de acuerdo para imponer al sultán una reforma favorable a los cristianos, no solo en Macedonia, sino en todo el imperio. El CUP decidió que la única manera de impedir esta nueva intervención extranjera era la creación de una monarquía constitucional, capaz de terminar las reformas periódicamente emprendidas y luego abandonadas. Rehacer 1876. A pesar de todas las precauciones tomadas, Abdul Hamid supo algo del “complot” que temía desde el primer día de su reino: convocó a Estambul a algunos oficiales identificados; sintiendo la amenaza, ellos tomaron la delantera en julio de 1908. Así surgió el levantamiento de los militares de Macedonia, de los oficiales turcos y albaneses; el CUP se encargó de coordinar el movimiento y logró que todas las guarniciones reclamaran al sultán el restablecimiento de la Constitución de 1876. Fue cuando sonó por primera vez el nombre del capitán Enver, futuro miembro del triunvirato que tomó violentamente el poder en 1913: Mehmet Talat, İsmail Enver, Ahmed Cemal. El sultán, espantado, anunció que aceptaba la Constitución. La noticia provocó el 28 de julio un estallido de alegría al grito de “¡Viva la Constitución! ¡Vivan el sultán y Turquía!”.

Todas las naciones, todas las confesiones, todas las clases participaron de la fiesta. ¡Hasta las mujeres turcas! La multitud marchó hasta la villa del espantado Abdul Hamid que creía que se repetía la marcha de los parisinos, cuando fueron a Versalles por el rey Luis XVI y su familia. Si bien las banderas decían “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, la gente gritaba “¡Viva nuestro sultán, viva Abdul Hamid!”. Quería ver al monarca que unos “traidores” apartaban de su pueblo desde hacía 32 años. El sultán captó la situación, no se hizo del rogar, salió al balcón y gritó: “Mi mayor deseo es hacer la felicidad de mis amados súbditos. Unos traidores me habían separado de mi pueblo.” Todas las ciudades del imperio repitieron la fiesta de la capital. Entusiasmados, musulmanes y cristianos caminaban de la mano. Entre todos los cristianos, los armenios fueron los más felices. En Salónica, el dirigente de la guerrilla búlgara abrazó a los oficiales turcos.

El CUP tuvo éxito porque su golpe maestro canceló la intervención europea, al grado de que las potencias retiraron a sus oficiales de Macedonia y dejaron de controlar al imperio. Abdul Hamid corrió a sus favoritos y se rodeó de ministros. El CUP instaló comités locales en todo el imperio y organizó las elecciones, con base en un reparto de curules entre las naciones: 107 turcos, 65 árabes, 23 griegos, 15 albaneses, 12 armenios, 5 búlgaros y 4 serbios. La mayoría del Congreso seguía las instrucciones del CUP que, rápidamente, dejó de tolerar la oposición liberal y proclamó el estado de sitio. Su política centralista y nacionalista turca no tardó en preocupar a las otras naciones; al mismo tiempo, sus reformas modernizadoras chocaban contra los religiosos que querían mantener la sharía, la ley islámica. Abdul Hamid vio la posibilidad de jugar a los unos contra los otros en carambolas de tres bandas. De acuerdo con los albaneses de Constantinopla y las autoridades religiosas, preparó un golpe militar-islámico. El 13 de abril de 1909, la tropa cerró el Congreso y corrió a los ministros. Abdul Hamid formó un ministerio con la presencia de un armenio y de un griego.

Derrotar al CUP era otra cosa: dueño de Salónica, mandó al ejército de Macedonia a Constantinopla y consiguió una fetua (como en 1876 contra Abdul Aziz) para deponer, el 28 de abril, al sultán “indigno”. Todo esto se lo narra, indignado, Abdul Hamid al doctor. Nombraron a Mehmed V, medio hermano de Murad y de Abdul Hamid, un hombre tranquilo y sin ambición que se declaró feliz de ser el primer soberano constitucional. El CUP triunfante estableció un consejo de guerra que multiplicó las ejecuciones e instaló un régimen de terror: sus fidayí (milicianos; la palabra significa “quien se redime, se sacrifica”) eliminaban a cualquier opositor o descontento. Por eso Abdul Hamid pudo presumir con el doctor que su régimen había sido mucho menos sanguinario.

Mientras tanto, la noticia del golpe reaccionario del 13 de abril en Constantinopla había entusiasmado a ciertos elementos y, posiblemente, a las autoridades locales de la provincia de Adana, en la Cilicia, donde vivían desde siempre muchos armenios. El día 14 empezó en Adana la masacre de armenios que se generalizó a toda la región: en diez días entre veinte y treinta mil armenios perdieron la vida. Parece que el CUP y el ejército no tuvieron nada que ver con la tragedia; el CUP arrestó y enjuició a varios responsables locales.

El CUP declaró que el imperio no estaba maduro para gozar de la libertad absoluta que reinaba en Europa; por lo tanto, la necesidad de un gobierno fuerte y centralizado imponía la permanencia de un régimen de excepción; eso le permitió controlar las propiedades religiosas, extender el servicio militar a los cristianos, fortalecer la cooperación militar con Alemania, luchar contra las guerrillas con el arresto y la deportación de las familias de los combatientes y de cualquier sospechoso. Tres jefes del CUP de Salónica salieron de la oscuridad y se volvieron personajes oficiales: Talat ocupó la Secretaría del Interior, Dzhavid –miembro de la secta musulmana de judíos conversos, los de Sabbatai Zevi– se encargó de las finanzas y el capitán Enver se fue a Berlín para una misión militar. El general en jefe del ejército de Macedonia quedó como secretario de Guerra.

El programa del CUP afirmaba la necesidad de una centralización turca para liberar al pueblo turco, honesto y desinteresado, del dominio de los funcionarios que, en su mayoría, pertenecían a otras naciones. Y para liberar el imperio de la tutela de los Estados y del capital europeos. El programa implicaba “turquizar” a todos los sujetos no turcos del Imperio otomano, imperio que, una vez fortalecido, recuperaría los territorios perdidos. Así emprendieron una política típicamente europea, jacobina, de asimilación por la escuela, el servicio militar universal, la abolición de los fueros tradicionales de las otras naciones. Los Jóvenes Turcos recibieron y apoyaron a los numerosos refugiados musulmanes que venían de los Balcanes, Creta, África del Norte, el Cáucaso. Su política amenazaba no solamente a los cristianos, también a los musulmanes albaneses y árabes. Los albaneses no tardaron en levantarse en armas y en pegar duramente al ejército turco en 1911.

Ese año Italia reclamó la anexión de Trípoli en Libia y, al no conseguirla, declaró la guerra a fines de septiembre. Tomó rápidamente el control de las ciudades costeras, pero la resistencia otomana obligó a Roma a mandar más de cien mil soldados. En enero de 1912, el CUP, opuesto a toda cesión territorial, disolvió el Congreso pero se topó con el descontento de los militares que tenían que luchar en “la guerra de Tripolitania”, en el Yemen contra los rebeldes árabes y en Albania contra los nacionalistas. La situación se agravó en 1912, cuando Bulgaria, Grecia, Montenegro y Serbia, alentados por la guerra ítalo-turca, formaron la Liga Balcánica y pasaron a la ofensiva en octubre. Una semana después, el gobierno que había alejado a los Jóvenes Turcos firmó la paz con Italia, para no tener que luchar en tantos frentes. No fue suficiente para evitar la derrota. Toda la Turquía de Europa fue conquistada por la Liga y los búlgaros llegaron hasta las puertas de Estambul en noviembre. Fue cuando los militares embarcaron al sultán Abdul Hamid en el Lorelei, el hermoso yate blanco de Guillermo II. Es cuando Ömer Zülfü Livaneli detiene su lectura de los apuntes del doctor Atif Hüseyin Bey. Hubo que aceptar las condiciones dictadas por la conferencia de Londres en enero de 1913.

Esta humillación permitió al CUP recuperar definitivamente el poder al asesinar al secretario de Guerra y apoderarse del gobierno. Aprovechó la segunda “guerra balcánica” entre Bulgaria y los otros Estados cristianos –guerra motivada por la disputa territorial después de la victoria– para retomar la ciudad de Andrianópolis y la Tracia. El triunvirato de “los tres bajás”, Talat, Cemal y Enver, ratificó la alianza con Berlín y Viena, la que en 1914 metió al imperio en la guerra mundial y lo puso en camino al genocidio armenio, asirio y griego; a la desaparición del Imperio otomano y al nacimiento de la Turquía moderna. Dos hombres se habían ilustrado en la guerra de Tripolitania (así llaman los turcos a la guerra ítalo-turca): Enver, quien recibió en recompensa el título de bajá y la mano de una sobrina del emperador, y Mustafá Kemal, el futuro Atatürk, el Padre de los Turcos, que había dejado al CUP en 1912, por su rivalidad con Enver. ~

  1. La bisnieta de Murad V Kenizé Mourad (1939), hija de Selma Hanımsultan y del rajá indio de Kotwara, es periodista y escritora francesa, autora del best seller internacional De parte de la princesa muerta, original francés de 1987, y de Le parfum de notre terre. Voix de Palestine et d’Israel (2003). ↩︎


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