Otro renacimiento irlandés

La literatura de Irlanda nunca ha sido totalmente reconocida a pesar de haber legado cuatro premios Nobel y una cantidad asombrosa de escritores capitales. Hoy día somos testigos de un nuevo auge de autores irlandeses que entablan una lucha contra el olvido de su vasta tradición y de su lengua.
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No es fácil describir a qué se llama Irlanda. Una explicación simplificada indica que se trata de una isla, ubicada al oeste de Gran Bretaña, dividida en cuatro provincias –Connacht, Munster, Leinster y Ulster–, que, para efectos administrativos, los ingleses, en el siglo XIX, dividieron a su vez en 32 condados: veintiséis de ellos corresponden a lo que hoy es la República de Irlanda y los otros seis, todos centrados en la mayor parte del territorio del Ulster, a Irlanda del Norte. Otra explicación, algo más compleja, señala que la isla que así se nombra es el resultado de una serie de invasiones, despojos y asentamientos sistemáticos. Los responsables fueron los celtas –que llegaron en el siglo vi antes de nuestra era–, los vikingos –que ocuparon la isla entre los siglos IX y XI–, los anglonormandos –que vinieron inmediatamente después– y, fundamentalmente, los ingleses y los escoceses protestantes, los cuales, a lo largo de más de ocho siglos, ocuparon ese territorio, produciendo un significativo número de transformaciones, muchas de las cuales fueron exclusivo fruto de la violencia. Esas circunstancias tal vez sirvan para explicar por qué el territorio que ocupa Irlanda, en la actualidad, responde a dos administraciones políticas distintas: una es la que, a resultas del tratado con que se puso fin a la guerra anglo-irlandesa, recibió el nombre de Estado Libre de Irlanda y, en 1937, luego de lograr su plena independencia respecto de Gran Bretaña, pasó a llamarse República de Irlanda; la otra es Irlanda del Norte, que sigue formando parte del Reino Unido.

De todos los cambios, tal vez el más notorio sea la pérdida de la lengua irlandesa –vale decir, el gaélico, que, aunque se enseña obligatoriamente en las escuelas, hoy lo habla menos del 10% de la población–. En consecuencia y a título nominal, el país es bilingüe porque la lengua imperante es el inglés. Esta circunstancia –fundada en las respectivas prohibiciones de los ingleses para que los irlandeses se expresaran en su lengua vernácula– fue aludida, no sin orgullo, por James Joyce en uno de sus ensayos, en el que escribió: “Irlanda sigue siendo el cerebro del Reino Unido. Los ingleses, sensatamente prácticos y tediosos, le ofrecieron al sobrecargado estómago de la humanidad un artefacto perfecto: el inodoro. Los irlandeses, condenados a expresarse en una lengua ajena, le imprimieron a esta la marca de su propio genio y compiten por la gloria con las naciones civilizadas. Se llamó entonces a eso literatura inglesa.”

Lo que podría parecer una humorada no es tal. Los muchos escritores irlandeses que, a lo largo de la historia, fueron asimilados a la literatura inglesa son decididamente tantos que no constituyen una excepción, sino la norma. Apenas recurriendo a la memoria, podría mencionar a Jonathan Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith, Maria Edgeworth, George Moore, Sheridan Le Fanu, Bram Stoker, Lord Dunsany, Oscar Wilde, William Butler Yeats, George Bernard Shaw, Lady Gregory, John Millington Synge, Louis MacNeice, Samuel Beckett, Cecil Day-Lewis, Elizabeth Bowen, Iris Murdoch, Seamus Heaney y una larguísima lista que llega incluso hasta el presente.

Todos estos datos resultan particularmente sorprendentes cuando nos enteramos de que esta población de algo más de siete millones de personas –5,123,536 en la República y 1,903,100 en Irlanda del Norte– produjo hasta la fecha cuatro premios Nobel de Literatura –W. B. Yeats (1923), George Bernard Shaw (1925), Samuel Beckett (1969) y Seamus Heaney (1995)–, sin contar los muchos grandes escritores que, como Oscar Wilde, James Joyce, Flann O’Brien, Patrick Kavanagh, Thomas Kinsella, John Montague, John McGahern, William Trevor, Brian Friel, John Banville, Colm Tóibín o Claire Keegan, se encuentran entre los más importantes autores de lengua inglesa del siglo XX y de lo que va del XXI.

Acaso la explicación de todo esto deba ser buscada en la prolongada historia de la literatura irlandesa que, junto con la griega y la latina, se cuenta entre las más antiguas de Occidente. Tiene, al menos, dos grandes momentos: uno corresponde al imperio del irlandés y va desde el siglo VI de nuestra era hasta principios del siglo XVIII; el otro arranca cuando la civilización gaélica colapsó definitivamente ante la presión de Inglaterra y solo a fines del siglo XIX y comienzos del XX alcanzó sus primeros frutos autónomos de la norma inglesa. Se suceden entonces una serie de “renacimientos” de la literatura irlandesa –tal vez el más promocionado sea el que protagonizaron Yeats, Lady Gregory y Synge– que acompañaron la búsqueda de una identidad poscolonial, en algunos casos, en la identificación con la cultura europea (Yeats, Joyce, Beckett, MacNeice y Charles Donnelly como representantes más relevantes); en otros, con lo que, según distintas ideas en boga, se consideró como las raíces irlandesas (Austin Clarke, Sean O’Casey, Patrick Kavanagh, Liam O’Flaherty, Seán Ó Faoláin, Joseph O’Connor, Michael McLaverty, entre otros).

Así las cosas, el escritor y crítico Daniel Corkery (1878-1964) estableció muy tempranamente una primera diferenciación. Según su definición hoy clásica, “literatura irlandesa es la que se escribe en irlandés o gaélico, mientras que la literatura escrita en inglés por irlandeses debe nombrarse anglo-irlandesa”.

Con todo, ninguna literatura –como ninguna otra expresión del espíritu humano– existe en abstracto. La historia, la política y la educación tienen enormes consecuencias sobre el desarrollo de lo que produce cada sociedad determinando sus aciertos y desaciertos, sus virtudes y sus taras. En el caso de Irlanda, ya se ha mencionado un factor de extraordinario peso: la escisión entre dos mundos. El poeta Sean Lucy (1931-2001) planteó que esa dicotomía explica “la historia de una relación compleja y prolongada entre dos tradiciones, dos culturas, dos lenguajes; y, por otro lado, la historia de una búsqueda: la de la identidad de los irlandeses de habla inglesa y su reformulación del idioma inglés para expresar la experiencia irlandesa”. Con acierto, Lucy manifiesta que no debe sorprender que la tensión de ese diálogo haya producido y siga produciendo escritura significativa y, a menudo, excelente.

Desde otra perspectiva, el poeta Thomas Kinsella (1928-2021) escribió: “Un escritor a quien le preocupe quién es y de dónde proviene puede mirar a su alrededor y comenzar por examinar a sus colegas […] En Irlanda un escritor tiene que hacer una elección básica: ¿incluye escritores en irlandés o no? En mi caso me inclino solo por los que escriben en inglés, y la palabra ‘colega’ se desvanece cuando observo la realidad: unas pocas vidas incoherentes, unos pocos locos y ermitaños. Nada pueden enseñarme, excepto que estoy aislado.” Y continúa: “Para un poeta inglés yo creo que la trayectoria es clara. Cualesquiera que sean sus inquietudes, encontrará a sus antepasados en la poesía inglesa y, como representante de la lengua paterna, es libre de ‘repatriar’ a un gran poeta americano o irlandés. Los primeros objetivos de importancia en la corriente de la tradición serían W. B. Yeats, T. S. Eliot, Matthew Arnold, Wordsworth, Keats y Pope, y así sucesivamente. Un poeta irlandés tendría solamente el primer punto en común o, por lo menos, ese es mi caso cuando trato de identificar a mis antepasados. ¿Quiénes son aquellos cuyas vidas de alguna manera me pertenecen y cuál es la fuerza que está ahí para que yo la utilice si puedo, si soy suficientemente bueno, cuando trato de escribir mi propia poesía?” Kinsella entonces se responde: “La línea comienza con Yeats, pero, antes que él y durante más de cien años, hay un silencio casi total. Creo que el silencio es la condición real de la literatura irlandesa en el siglo XIX. No hay nada que se aproxime a los logros literarios normales de una época. Todo es provisional o está fuera de lugar. Si, en la necesidad de identificarme con algo, profundizo todavía más, lo que encuentro detrás del siglo XIX es un gran aliento cultural y debo cambiar una lengua por otra, mi lengua madre, el inglés, por el gaélico del siglo XVIII. Tras la monotonía del siglo XIX, la poesía gaélica del siglo XVIII surge de repente llena de vida.” La conclusión no puede ser más dramática: “Reconozco que me sostengo al borde de una gran fisura y que siento en mí mismo la falta de continuidad. Es una cuestión tanto de personas y lugares como de obras: de pertenecer, por decirlo de algún modo, a una familia truncada y desarraigada, de estar unido a aquellos con los que comparto mis orígenes y sin embargo descubrir que no podemos compartir nuestras vidas.”

Por su parte, Seamus Heaney (1939-2013) lo pone en estos términos: “Hablo y escribo en inglés, pero no comparto totalmente las preocupaciones y perspectivas de un inglés. Enseño literatura inglesa, publico en Londres, pero la tradición inglesa no es el último reducto de mi hogar. Vivo también gracias a otra fuente. […] La mitad de nuestra sensibilidad tiene una estructura mental que deriva del hecho de pertenecer a un lugar, de tener unos antepasados, una historia, una cultura, como quieran llamarlo. Pero la conciencia y las luchas con uno mismo son resultado de lo que Lawrence denominó ‘las voces de mi educación’. Y dichas voces tiran de uno en dos direcciones distintas, atrás hacia los traumas políticos y culturales de Irlanda y adelante hacia las experiencias apremiantes del mundo que queda más allá. En la escuela, además de la literatura inglesa, estudié la literatura gaélica de Irlanda, y desde entonces mantengo una idea de mí mismo: soy un irlandés en una provincia que sostiene que es británica. Más tarde comprendí que la complejidad de estas devociones y dilemas se halla implícita en la mismísima tierra en que nací.”

Las otras cuestiones determinantes del curso seguido por la sociedad irlandesa hay que buscarlas en la exacerbación del nacionalismo irlandés, que en 1916 condujo al levantamiento de Pascua contra los británicos, a la guerra anglo-irlandesa que tuvo lugar entre 1919 y 1921 y a la guerra civil que ocurrió entre 1922 y 1923.

Con el país finalmente pacificado, la educación y la salud fueron entregadas a la Iglesia católica, única institución verdaderamente fuerte en medio de un país económicamente devastado. Así, la conducción religiosa empezó a condicionar seriamente cada aspecto de la vida irlandesa. De hecho, en 1923 se empezó a censurar las películas que se producían en Irlanda y, apenas unos años después, se sancionó una ley de censura por la que el Estado le entregó a la Iglesia la potestad de decidir sobre obras y autores. Según Declan Kiberd, autor del excepcional volumen La invención de Irlanda, además de la prohibición del jazz en la radio, del llamado “arte moderno” y de la bicicleta para las mujeres, se prohibieron libros de Seán Ó Faoláin, Kate O’Brien, Frank O’Connor y Patrick Kavanagh.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Irlanda se mantuvo neutral y prácticamente cortó todo contacto con el resto del mundo. Durante ese periodo, el gobierno se autoadjudicó nuevos poderes como el internamiento sin juicio previo, la censura de la prensa y la correspondencia, y el control absoluto de la economía. Se llegó así a que los campos se vaciaran de trabajadores que emigraron a las ciudades para allí pagar impuestos que sostuvieran al campo.

Concluida la guerra, las cosas no mejoraron. Irlanda fue un verdadero desierto cultural y sus escritores, como tantos otros naturales de la isla, emigraron a otros países o simplemente permanecieron “más que muertos”, según la fórmula del libro homónimo de Anthony Cronin, donde se retrata la época a partir de las desventuras de Brendan Behan, Kavanagh, O’Brien y el propio Cronin. La inexistencia de editoriales irlandesas donde los autores pudieran publicar hizo el resto. Para tener una idea acabada de los hechos, la primera editorial del país solo fue fundada en 1951.

Este panorama más bien catastrófico tiene su contrapartida en todo lo que los escritores irlandeses aprendieron viviendo fuera de Irlanda y en la presión que a su vuelta empezaron a ejercer sobre las autoridades, logrando que el gobierno irlandés instituyera ayudas financieras, premios y becas. A partir de 1973, con la entrada de Irlanda en la Comunidad Económica Europea, comenzaron a proliferar las instituciones literarias, los festivales, los puestos de escritores visitantes. Por otra parte, en un país donde la ausencia de mujeres escritoras estaba directamente relacionada con los ideales nacionales imbuidos por las ideas de la Iglesia –la mujer como fábrica de hijos atenta a las tareas del hogar–, termina de instalarse una nueva generación de narradoras y poetas que tiene como antecedentes nombres como los de Elizabeth Bowen, Mary Lavin, Edna O’Brien, Julia O’Faolain, Maeve Brennan, Eiléan Ní Chuilleanáin y Eavan Boland, para citar a las más notables.

Al mismo tiempo la Iglesia pierde paulatinamente poder hasta llegar al descrédito en que, a principio del siglo XXI , la sumirían los muchos curas paidófilos, las Magdalene Laundries (lavanderías regidas por monjas, en las que, desde el siglo XVIII hasta fines del XX, se internaba a las madres solteras, cuyos hijos eran vendidos en el extranjero a matrimonios que no podían tenerlos), las leyes represivas contra la homosexualidad (abolidas en 1993), el divorcio (permitido a partir de 1995), el aborto (permitido desde 2018), etc.

Asimismo, debe mencionarse que las presiones –y el dinero– de la Unión Europea, conjuntamente con la mediación de Estados Unidos, lograron el cese del fuego de la muy conflictiva Irlanda del Norte y el llamado Acuerdo del Viernes Santo de 1998, para que los republicanos y los unionistas lograran una paz por el momento estable, con el consiguiente co-gobierno de la región.

Tanto en la República de Irlanda como en Irlanda del Norte, la estabilidad, la educación y la identificación con la Europa moderna hicieron el resto.

Se llega así al presente, que coincide con un nuevo renacimiento de las letras irlandesas en cuyo centro hoy parece estar el cuento y la poesía –acaso una de las mayores fuerzas de la literatura de Irlanda de todas las épocas–, que constituyen las dos formas más antiguas de la literatura. A poetas tan importantes como Derek Mahon, Ciaran Carson, Harry Clifton, Michael O’Loughlin, Peter Sirr, Paula Meehan, Moya Cannon y Martina Evans, hay que sumar dramaturgos excepcionales como el increíble Martin McDonagh (también director y guionista de las películas In BrugesSeven psychopathsThree billboards outside Ebbing, Missouri y The banshees of Inisherin) y Carmel Winters (guionista y directora de SnapIf I were meSecond nature y Torn). Luego, narradores como James Plunkett, Bernard MacLaverty, Desmond Hogan, Neil Jordan –también conocido director cinematográfico–, Patrick McCabe, Deirdre Madden, Aidan Higgins, Colm Tóibín, Colum McCann, Joseph O’Connor, Gerard Donovan, Roddy Doyle, Anne Enright, Mary Costello, Paul Murphy y Claire Kilroy. Y más recientemente, los nombres de Mike McCormack, Kevin Barry, Andrew Fox, Aiden O’Reilly, un talentosísimo Colin Barrett, y la explosión de muy buenas escritoras, acaso precedidas por una prodigiosa Claire Keegan. Entre otras, la multipremiada Louise Kennedy, Maggie O’Farrell, Wendy Erskine, Sheila Armstrong, Claire-Louise Bennett, Danielle McLaughlin, Jan Carson, Lisa McInerney, Sheila Purdy, Sara Baume, Sinéad Gleeson, Doireann Ní Ghríofa, Lucy Caldwell y Nicole Flattery, a quienes hay que añadir a Sally Rooney, un fenómeno mundial de ventas en sí misma.

Muchos de los nombrados han escrito novelas, pero sobre todo cuentos. Que el género, desplazado en muchos países del mundo por la superstición de la novela, tenga tanta fuerza en Irlanda ha llevado a diversas hipótesis. La cuentista Éilís Ní Dhuibhne, por ejemplo, lo atribuye al auge de los cursos de escritura creativa. Otros, como Julian Gough, consideran que las formas breves resultan más propicias para las plataformas de lectura digitales. En algunos casos, se habla incluso de la influencia de autores extranjeros, como la canadiense Alice Munro y los estadounidenses Raymond Carver y Lydia Davis. También, de una vuelta a los orígenes del cuento contemporáneo, con los ilustres nombres de Antón Chéjov y Katherine Mansfield, en primer término.

Una parte sustantiva de los autores irlandeses, tanto del siglo XX como del XXI, no ha sido nunca traducida al castellano. Otros han tenido una circulación restringida a España, Argentina, eventualmente Chile y México. Atenta a esta circunstancia Literature Ireland, la agencia de promoción de escritores irlandeses en el exterior de Irlanda, propone una agresiva política de subsidios a la traducción que permita una mayor visibilidad de la literatura nacional. En este sentido, este año presentará una pormenorizada antología de veinticinco cuentistas irlandeses contemporáneos en la Feria de Guadalajara, adonde asimismo asistirán algunos de los autores incluidos en el libro. ~

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(Buenos Aires, 1956) es poeta, ensayista
y traductor. En 2017, Sexto Piso publicó su libro Historia de los
hombres lobo


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