José Donoso
Diarios tempranos. Donoso in progress, 1950-1965
Edición crítica de Cecilia García-Huidobro
Santiago, Ediciones de la Universidad Diego Portales, 2016, 708 pp.
En su Historia personal del “boom” (1972 y 1982), libro que merece relectura, el chileno José Donoso (Santiago, 1924-1996) sugiere, con mustia pudicia, que la quinta silla de aquel cenáculo en movimiento bien puede ser la suya, después de las de Julio Cortázar (1914-1984), Gabriel García Márquez (1927-2014), Carlos Fuentes (1928-2012) y Mario Vargas Llosa (1936). En vista de lo que ha sido el Donoso póstumo, reivindicado con exactitud “como el más literario de los escritores de nuestra generación” (Fuentes), a mí no me cabe duda de que el chileno fue la conciencia crítica, en perpetua querella, entre ellos. No solo estaba llamado a ser el biógrafo/autobiógrafo de un grupo donde sobraban los malos corresponsables (con la excepción, otra vez, de Fuentes, a quien Donoso idolatraba), sino que fue quien negó las características más aparatosas del boom, acaso las más proclives a envejecer. Íntimo e intimista, desconfiado no sin buenas razones –las de la inteligencia, esa forma suprema de la autocrítica y no al revés como se suele creer– de su propia grandeza, Donoso dedicó al problema del diario literario la mayoría de las páginas que escribió, de tal manera que es probable que sus papeles, resguardados en Iowa y Princeton, sean más voluminosos que su obra entera publicada.
Como el más apolítico de un grupo de escritores a menudo obligados a identificarse ontológicamente con sus patrias y orillados a ser, de grado o de fuerza, el paradigma de la Patria grande, Donoso se entregó cotidiana, neuróticamente, a la literatura, a las formas escritas y reescritas del cuento y de la novela, con una dedicación flaubertiana, precisamente porque, a diferencia de sus celebérrimos amigos, le costaba acceder a los privilegios del escritor naturalmente dotado. En él todo es trabajo y trabajo pesado: ir y venir por la piedra de Sísifo. No tuvo Donoso el encanto fácil y un tanto frívolo que arruinó a Cortázar, canchero e irresponsable como pocos por una facundia que sería muy fácil despachar, al estilo del conde de Keyserling, como propia del rioplatense, peor aún cuando va y viene de París. No fue, obviamente, un genio de la prosa como García Márquez –que durante décadas transformaba en oro (literario y del otro) todo lo que tocaba– ni un geómetra de la novela como Vargas Llosa –que da la impresión de trasladar al papel lo que su mente ya elaboró, generalmente de manera impecable–. Tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera: “Este manuscrito no, querido Carlos.”
Al contrario de este último, el mundo privado de Donoso –si nos limitamos a la lectura de sus Diarios tempranos– está poblado de fantasmas bien prestos a la reprobación y al castigo, desdoblamientos del autor que lo invitaban a autoflagelarse, a borrar, a destruir. Reescribir, no escribir, como oficio. El resultado, ya lo quisieran muchos narradores de la lengua. Sostengo que El lugar sin límites (1966) y El obsceno pájaro de la noche (1970) son dos de las novelas emblemáticas del periodo y, aunque muchos de los cuentos de Donoso, el género que más amaba, han envejecido horrores, tengo debilidad por narraciones suyas asumidamente menores como Tres novelitas burguesas (1973) o La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), donde pone el ejemplo predicado en sus Diarios tempranos contra una literatura –la nuestra– que en los años de formación del chileno era pobre de solemnidad. Es curiosa esa afirmación de Donoso pues en su caso –y lo digo sin desdén– hasta la ligereza fue trabajada, con mayor felicidad conforme pasaron los años, aunque me da la impresión –algunos lectores la comparten– de que el mejor Donoso fue el que en 1970 culminó su gran novela, prefigurada en los Diarios tempranos, y que sus últimos libros poco agregan a la obra de un escritor que se agotó escribiendo y borrando, lo cual no puede decirse de muchos de sus colegas. En ese sentido, Donoso es más viejo que el eternamente joven Cortázar y le da al boom un discreto sentido de la mesura, más propio de Onetti o de Rulfo.
En los Diarios tempranos –editados y comentados con pericia y dedicación por esa gran dama de las letras chilenas que es Cecilia García-Huidobro–, la intimidad se insinúa, aquí y allá, con himnos a la belleza de la amistad masculina tan decimonónica y a veces con menciones a pavores eróticos nunca del todo nombrados. Sin embargo, estos diarios –que para Rafael Gumucio son la gran novela inadvertida e inesperada de Donoso– entran más bien en el género de los diarios de trabajo a lo Brecht, la obra de un autor que, mientras estudiaba en Princeton en 1950, no se decidía entre ser Clive Bell o ser Proust, es decir, el genealogista de un linaje o el afiebrado médium de la memoria.
Son páginas y páginas de croquis, gráficas, cuentas de cuartillas escritas y por escribir, listas, borradores (al grado que la editora colocó varios cuentos inéditos o no coleccionados en el apéndice) y reflexiones en caliente sobre la escritura más cruda y obsesiva. Las dimensiones del libro armado por García-Huidobro son engañosas. Por fuerza hay mucha paja. Da la impresión de que, a ratos, Donoso escribía sus cuadernos de trabajo… para no escribir. A veces lo hace en inglés, su segunda lengua (“What Hardy does with moon, or Elizabeth Bowen with a room is a good standard. The characters have to give the atmosphere, not the author”), los más de ellos dedicados a la tramoya y ensamblaje de Coronación (1957), su primera novela. Lo más cansado, muy chileno (o muy de ese Chile, no lo sé), es la obsesión, entre heráldica y genealógica, por la novela de familia, lo que convierte al joven Donoso en un entomólogo que busca el fracaso en Los Buddenbrook, de Thomas Mann, obra que rechaza por razones impecables aunque, para sus propósitos, le habría convenido más leer José y sus hermanos (novela, a mi parecer, menos frecuentada que Finnegans wake). Léon Daudet luchó toda su vida contra la herencia, concebida como castración biológica; Donoso quería ser el hijo pródigo que deviene patriarca.
¿De que escribía el joven Donoso? Enumero en desorden. Fue un estupendo lector de Ortega y Gasset (en los años en los que el filósofo, en el camino de regreso a la España de Franco, veía perder su buena estrella) al cual le reprocha su “lirismo del intelecto”, una manera de la masturbación; un admirador de Mauriac que desprecia a Julien Green como un vil imitador del autor de El mal; un decepcionado de Pérez Galdós por culpa de Doña Perfecta; un lector que juzga sin malicia y sin piedad (a propósito de La muerte de Artemio Cruz dice que el mal mexicano es cuando “el intelecto se disfraza de pasión” y encuentra en Ernesto Sabato “el fracaso de la metafísica argentina”, tan cerca y tan lejos de Sur); el que tiene a El coronel no tiene quien le escriba como el libro perfecto escrito entre nosotros: alguien que se pregunta, también, por qué Rulfo había sido el único de los grandes latinoamericanos que no tuvo que irse de su país para escribir su gran obra; el rechazado aspirante a ser alumno de R. P. Blackmur pero ajeno a la teorética, convencido, a la antigua, de que se podía ser honrado y novelista a la vez.
También fue Donoso un enemigo de las novelas policíacas (¡hasta que encuentro a alguien con quien compartir ese repelús mío!); un lector alerta ante D. H. Lawrence, al que, profetiza, nunca se le verá entrar a pie firme en el canon (la palabra no se usaba en 1956), diga lo que diga Leavis; un admirador de H. A. Murena, el joven crítico de Sur, lo que honra a pocos; el joven turista que recorre Europa haciendo listas ingenuas de las mil y una maravillas con las que se topa (tal y como lo hemos hecho todos); un novelista que presume haber alcanzado a conocer al poeta Huidobro, que incluso publicó unos malísimos Poemas de un novelista, pero muestra escaso interés por la poesía. En cambio, cuando vuelve a Chile en 1981, el teatro lo salva del ostracismo, cuando encuentra en esa tarea por naturaleza grupal mucho de terapéutico.
No falta, desde luego, la famosa anécdota mexicana: como colofón a una nota crítica de Donoso –que entonces vivía cerca de Cuernavaca– sobre Beber un cáliz, de Ricardo Garibay, una mano malosa escribió e hizo imprimir en negritas: “Muy bueno para criticar pero es una pobre bestia…” Fernando Benítez –al frente de Siempre!, donde apareció la ofensa– se disculpó pero nunca se supo quién fue el travieso. Pacheco y García Ponce, dos de los sospechosos, negaron por completo ser los autores del atentado. Juan Vicente Melo, quien al parecer no tenía vela en el entierro, llegó a adjudicárselo.
García-Huidobro no organizó el material cronológicamente, de modo que cada capítulo va precedido de una elocuente presentación suya que nos permite conocer, por ejemplo, lo mucho que de naturalista había en Donoso, como cuando en Buenos Aires (su primer refugio cosmopolita y tal vez el decisivo) se encontró, muerta y desnuda, a madame Jeanne, una anciana exprostituta en cuya pensión vivía. De aquello que observó estupefacto –por exceso de realidad– nunca pudo hacer, hasta donde sé, el cuento soñado. Desde luego, su misión siempre fue escribir una novela en verdad grande –las mayúsculas son suyas– y la impresión que dejan estos Diarios tempranos (cuya tenebrosa secuela compuso su hija adoptiva, la suicida Pilar Donoso, en Correr el tupido velo, de 2009) es que el mundo de este novelista era demasiado estrecho –familiar– como para escapar de él y desplazarse por la memoria, al igual que Proust. Donoso le dio al boom la distinción de aquello que le había hecho falta: ese fracaso ordinario, del bueno, aquel que nos sucede con frecuencia al resto de los ciudadanos. Donoso fue un mortal entre semidioses y, por ello, la quinta silla no puede ser sino suya.
Hay en Donoso algo de armario (y no me refiero a su bisexualidad), algo de niño malcriado (alcohol, paranoia, violencia intrafamiliar) que vuelve al final a la vieja casona criolla en busca de sosiego, y algo de poder, ejercido desde una indiferencia desdeñosa. Polvo. Caen sobre su vida y su obra unas convenciones heredadas que el chileno, estudioso de cómo encontrarle el revés de la trama al realismo de su país, nunca logró romper del todo, incluso si las quebró en su vertiente más oligárquica y pequeñoburguesa. Acaso, en su escape a la Patagonia en 1945, sintió la libertad, cuando se dedicaba a sacrificar ovejas a las que les vaciaba la garganta con una puñalada certera, bien dispuesta para no dañar el vellón. Los pastores se las dejaban tiradas sobre el pasto, cuatro patas al aire, en espera de ser degolladas antes que devoradas por las gaviotas. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile