Foto: Secretaría de Cultura

José Gorostiza, poeta

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La obra poética de José Gorostiza se despliega en dos tiempos y una transición. Dichas fases responden a una cronología y poseen nombre y apellido: Canciones para cantar en las barcas (1925), Muerte sin fin (1939), Del poema frustrado (1964). Cuidado: el tercer título reúne textos previos a 1940 y habría que verlo casi como el ensayo preparatorio que anuncia Muerte sin fin. Es posible rastrear temas y estilemas de este magno poema en la sugestiva composición “Preludio” y en los sonetos de “Presencia y fuga” recogidos en Del poema frustrado. Lo mismo podría inferirse de otras piezas de tan heterogéneo volumen, como “Espejo no” y “Lección de ojos”, más cercanos en factura a Canciones para cantar en las barcas.

Lo que pretendo señalar es la calidad simbiótica de una escritura cuyas etapas integran un sistema de vasos comunicantes. Me refiero a la sutileza con que la expresión poética popular alterna y convive con los rasgos de la culta. Si en Canciones para cantar en las barcas destacan la versificación de arte menor y la estrofa castiza, Del poema frustrado ostenta con lucidez el manejo de los metros de sílabas impares propios del arte mayor. Muerte sin fin es la culminación del ejercicio de tales recursos, pero con la variante que implica reutilizar los modelos folclóricos en los interludios a los que acuden la seguidilla, derivada de las jarchas mozárabes, y el romance. Igualmente, Canciones para cantar en las barcas acoge indistintamente serventesios, liras, sextinas y madrigales, estancias y modalidades poéticas legitimadas por la tradición ilustrada.

Gorostiza (1901-1973) se dejó contaminar tanto por los ritmos de extracción vernácula como por los de estirpe clasicista. El aire de sofisticación o alambicamiento que rodea su figura no radica en la elección de un criterio en menoscabo de otro, sino en la fluctuación de ambas prosodias. Su procuración de lo esencial se funda en un apego al mundo primigenio y en una irreprimible tendencia a la interiorización. Lo primero se traduce en la humildad de sus motivos –bienes mostrencos– y en el rasgo genésico de sus escenarios –el paisaje, la flora, el cuerpo humano–; lo segundo en el afán de introspección que acaba cebándose en el callejón sin salida del ensimismamiento. Se ha visto en Gorostiza a un poeta de difícil acceso y suele hacerse una tajante división entre Canciones para cantar en las barcas y Muerte sin fin, pero se soslaya la viabilidad de una lectura global a partir de la sencillez conceptual de los componentes de la metáfora o la denotación que involucran todos sus poemas.

La empatía con la imaginación de Gorostiza sucede por su arraigo en los ciclos, las entidades y los reinos de la naturaleza, contando los estados de la materia, y por el sondeo de la condición orgánica y espiritual del sujeto. El presunto hermetismo alquímico que determina su poesía se desprende de la codificación figurativa de tales dominios. Como los auténticos exponentes del Barroco literario, Gorostiza no aspira al rebuscamiento. La aparente complejidad de su discurso se justifica por el intento de trasplantar al texto las contingencias del argumento, considerando que todo poema comporta de entrada un simulacro de problematización, máxime si está en juego, como ocurre en Gorostiza, un trayecto de alta resolución filosófica y, por ende, propenso a la abstracción. Al margen del asunto de que se encarga Muerte sin fin, hora es ya de valorar el papel compensatorio, y en cierto modo paródico, que tuvo la idea de lo simple, originario, transparente y llano en los proyectos del poeta canciller.

Esta polaridad de las fuentes y los atributos de la poesía de Gorostiza remite a los usos del Siglo de Oro, cuando, por ejemplo, se podía oscilar de la copla a la octava real sin tomar partido entre lo plebeyo y lo refinado. Pienso en Góngora y su aptitud para moverse con idéntica fortuna del romance a la silva; asimismo, en la modestia de sus asignaturas, empezando con el pastoral de las Soledades. Lo que en el poeta cordobés son riberas, colinas y afluentes, en Gorostiza playas, olas perezosas, crepúsculos marítimos; lo que en uno cabreros, en el otro pescadores. Si hacia el desenlace de la “Soledad primera” tiene lugar el episodio coral de unas bodas rústicas, la estructura dramática de Muerte sin fin propone también en corchetes el “baile” de una mascarada no exenta de ironía. El aldeanismo del poema gongorino, ese trato desnudo con los elementos y la realidad natural, halla un equivalente en la aguda receptividad que apura el luminoso dibujo de la lírica gorosticiana, donde el sentido de la vista deviene un instrumento básico de la acción cognitiva y una fábrica de construcción de exactas y evocativas imágenes anímicas.

Gorostiza no merece críticas gaseosas ni audaces rizos especulativos. Es conveniente volver al texto y ponderar su poesía como una totalidad que ofrece indicios tanto en las coordenadas menos atendidas como en las más visitadas. Si bien estamos ante un poeta de lo primordial, hay que decir que esa proclividad se manifiesta de múltiples maneras, comenzando por su interés práctico en la lírica española primitiva y prosiguiendo con la función central que cumple el orden ambiental en la acepción más íntima y magnificada y, desde luego, con las pesquisas de la percepción sensorial mediante las que panoramas, colores, formas y texturas articulan un concurso de lo matérico trascendente. He ahí la principal paradoja. Es probable que Muerte sin fin sea un poema para no entenderse a cabalidad, sobre todo observando que su desarrollo es también una tentativa de diálogo con la poesía y con el proceso creativo que entraña la épica de sumas y restas del acto de inteligir, big bang de las potencias verbales. Frente a la implosión del desconcierto, queda sólo quizá la vía de la intuición que presiente sobriamente el “no saber sabiendo” de San Juan de la Cruz.

¿Cómo escribir de cara a Gorostiza? Si los aciertos de su retórica son fruto de su humor inventivo y el rigor formal, y suponen a la vez una síntesis de la estética del modernismo decadente, el purismo ultraísta y el culteranismo puesto en boga por la generación del 27, habría que asumir en la versatilidad de su programa abierto a los ámbitos hoy opuestos de lo popular y lo culto el paradigma de hibridación que se requiere para disolver la frontera que los separa y entrever, más allá de la solemnidad y el facilismo, la zona franca en que cualquier palabra, giro, modismo y presentación es necesaria para garantizar la vitalidad del género lírico, su hidratación, tal como el agua va tomando el contorno del envase que la contiene. Esto implica, en resumen, ser contemporáneo de nuestros contemporáneos. ~

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