Jugar o el sentido de la vida

Jorge Freire y Javier Gomá son dos de los filósofos más estimulantes de nuestra lengua. Con la excusa de sus dos obras más recientes, La banalidad del bien y Universal concreto, Letras Libres les ha invitado a mantener una correspondencia.
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Querido Javier:

No me andaré con rodeos. Permite que me salte los prolegómenos que en estos casos suelen ser de rigor y que, contraviniendo las reglas más elementales de la cortesía, vaya directamente al grano. ¿En qué consiste eso que hemos venido en llamar el sentido de la vida?

Coinciden unos cuantos autores en que hablar de “sentido de la vida” implica asumir que la vida tiene un cariz narrativo, cosa con la que no estoy de acuerdo. Bien sabemos que es la falta de telos, y no la acumulación de desgracias sufridas, lo que lleva a muchos suicidas a poner término a su vida. Job resiste su infortunio porque obedece a la voluntad divina. Es la ininteligibilidad de la propia vida lo que no parece soportable. Por mucho que los infortunios consigan baquetear a una persona, nada hay tan difícilmente asumible como el sentimiento de inconsistencia. Pero no se trata de que la vida tenga sentido narrativo –por mucho que storytellers, amigos del relato y demás cuentacuentos se obstinen–, sino de que gracias a la escritura podemos comprender el sentido de la vida.

La vida como libro es uno de esos mitos luminosos de los que hablase Gustavo Bueno, en tanto que esclarece y despeja el horizonte tanto de brumas nihilistas como del consabido pedrisco identitario. ¿Será la conciencia de nacer desgajados del pasado lo que arroja a nuestros coetáneos a los brazos de la identidad? Ni se puede contar la historia propia sin partir de una serie de supuestos previos, aun cuando entren en contradicción (toda tradición, según McIntyre, incorpora continuidades en conflicto), ni se le puede imprimir un sentido a priori (como hace el identitario, empeñado en dormir en el ataúd que habrá de cobijarlo). Por supuesto, que el mundo no es un libro, tal y como exclamaría el materialista más grosero, es algo en lo que todos convenimos. Pero es a raíz de la invención y profusión del libro como artefacto que aprendimos a comprender el mundo. No es tanto que los libros nos expliquen la realidad del mundo, sino que podemos comprender el mundo porque lo equiparamos a un libro. Hay cosas que solo el mito alumbra. Tomada en bruto, la vida es un misterio insondable. Solo adquiere sentido cuando su ingente caudal es embalsado por la metáfora.

Sostienes en tu libro Ejemplaridad pública que la vida es un libro que nos es dado leer dos veces. De ahí que la única lectura con sentido sea la relectura: bien la que hace uno de su propia vida, una vez descubierta la propia finitud, bien la que hacen nuestros deudos de ella una vez que llega a su término; aquel bosquejo pintado al trasluz de la posteridad que tú, con buen tino, has llamado “la imagen de la vida”. ¿Y de qué vida hablamos? Pues de la vida no como biología, sino como biografía. La nuestra, al fin y al cabo, nunca es una obra aislada, sino que se engarza en un continuum. Nuestra vida, comprendida como texto, se da en relación con otros textos que la circundan. ¿Y qué escritor se resiste a leer a otros escritores?

Y esto, naturalmente, incluye a los amigos. Como dicen los versos de Bergamín: “amigo que no me lee / amigo que no es amigo / porque yo no estoy en mí / salvo en aquello que escribo”.

Te mando un abrazo.

Jorge

Querido Jorge:

Como decía Juan Valera al contestar las cartas: “He recibido tu última, muy grata, y mucho contento de saber que estás bien.” Lo de que estás bien, aunque no me escribes de ello, lo deduzco con sobrada claridad de todas las cosas fértiles y bellas que salen de tu poderosa minerva. Vas al grano sin desviarte y preguntas: ¿en qué consiste el sentido de la vida?

El sintagma “sentido de la vida” es una invención rigurosamente moderna. En la premodernidad, dicho con un juego de palabras, la pregunta por el sentido no tenía sentido. La premodernidad es una interpretación del mundo en forma de cosmovisión. Lo importante es el todo, es decir, el cosmos. Y el cosmos es una totalidad ordenada y jerárquica de la realidad en la que cada miembro –desde el ángel hasta la piedra– ocupa una posición definida al servicio del conjunto. Dichos miembros están destinados a ocupar la posición que les corresponde por naturaleza. De ahí el concepto de la Naturaleza como libro, tema al que Blumenberg dedicó un amplio y razonado estudio: La legibilidad del mundo. Hay que saber leer los mensajes de la Naturaleza para aprender la lección que enseña sobre la específica naturaleza humana. Solo el hombre posee libertad para negarse, lo que le llevaría a la desdicha; en cambio, cuando ocupa su lugar predeterminado, entonces es feliz. Ese es el sentido de la antigua eudaimonia: cumplir con la función asignada al hombre en el orden cósmico para contribuir a la felicidad general. La pregunta por el sentido de la vida individual no es pertinente en esa época y a nadie le interesa, ni siquiera a uno mismo, porque la única felicidad que cuenta es la del cosmos, a la que cada uno contribuye cumpliendo su papel. El sentido es evidente, por lo que nadie se pregunta por él.

Todo cambia con el advenimiento de la subjetividad moderna. La modernidad comienza cuando un miembro de ese todo antiguo, el hombre, se desgaja del conjunto y se constituye en una nueva totalidad autorreferente. El yo es el nuevo centro del mundo mientras el mundo de la objetividad anterior decae como explicación convincente. ¿Y qué ocurre entonces? Que ese sujeto moderno se descubre a sí mismo poseedor de una dignidad incondicional, fin en sí mismo y nunca medio, lo que le hace semejante a los ángeles; pero, de otro lado, descubre también que está abocado a ser cadáver algún día, esa escalofriante cosificación del ser humano, contraria a su dignidad, que lo hace semejante a los insectos. ¿Cómo es posible este doble destino antagónico de ángel e insecto? Y por primera vez en la Historia resuena la cuestión modernísima del “sentido de la vida”, que se refiere a qué sentido tiene que el sujeto sufra este nihilismo final que desmiente la excelencia sustantiva de partida y parece sustraer finalidad a la vida individual en cuanto tal. Justo cuando se pierde la evidencia objetiva del sentido, asoma la nueva pregunta: ¿Para qué vivir?

Y la respuesta al sentido de la vida no puede ser teórica, como si se tratara de una fórmula matemática o la fórmula de la coca-cola. La respuesta es práctica. Se resuelve en acción, viviendo, no cavilando. Está en el placer de ser buen tenista, un buen alfarero, un buen anestesista. Pues bien, hay un placer en simplemente ser hombre o mujer, de serlo de manera excelente. Si hemos de formar parte de la comedia de la vida, hagamos un buen papel en ella. Y, para conocer ese papel, nada como volver a leer el libro al que te refieres, escrito no con las letras de la naturaleza, como en la premodernidad, sino de las letras inscritas en nuestra experiencia.

No nos olvidemos de vivir.

Con el abrazo de tu amigo.

Javier

Querido Javier:

Entre nosotros hay confianza, amigo Javier, y la confianza da asco. Así que me permitirás que descienda a la liza de lo profano y te pregunte si recuerdas un viejo programa de televisión llamado Qué apostamos. Lo presentaba Ramón García y su cancioncilla rezaba que “la vida es un juego y hay que apostar”. Aunque parezca baladí, es un asunto muy serio.

A juzgar por la miríada de procesos automáticos en que nos vemos inmersos desde que suena el despertador, uno afirmaría que la vida no es ni juego ni apuesta, precisamente. Y, sin embargo, hay algo de verdad en eso de que la vida es juego. Pero no la verdad de la excepción antropológica (¿cómo va a ser el animal humano un homo ludens si hasta los perros juegan a perseguirse y a mordisquearse entre ellos?), sino la verdad de la metáfora absoluta, por decirlo en términos de Blumenberg, al que muy oportunamente citas. Por eso el proverbio “la vida es juego” es verdadero. ¿No es una de las características del jugar que es un hecho con sentido por sí mismo? ¿Y no es a una vida con sentido a lo que aspiramos?

Dice el Corán que la vida es juego y pasatiempo, y a mi juicio dice la verdad. Porque la vida es juego si y solo si entendemos el juego como pasatiempo y no como agón. El tiempo pasa y, a la vez, pasa de todo. El juego entendido como deporte organizado y profesional atañe solo al aspecto técnico de la vida humana. No en vano a los entrenadores se les llama técnicos. Sobran los malos jugadores, que solo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes, y escasean los buenos jugadores, sabedores de que la vida es poiesis antes que techne.

Hace unos meses, un célebre youtuber vino a recordar a sus seguidores, en un tono tan severo como displicente, que la vida “no es un juego”. Parecía querer decir que las consecuencias se pagan caras. Pero la ruleta rusa, por ejemplo, es un juego con todas las de la ley, y nadie se atrevería a negar el peligro que acarrea.

Como bien dices, la respuesta al sentido no puede ser la razón abstracta. El racionalismo, al fin y al cabo, es otra forma de tomar la parte por el todo. El crisol en que se refunde la sabiduría es la experiencia y, si es válido el recorrido experiencial cuando se circunscribe a una única persona, tanto o más valiosa es la experiencia colectiva, decantada secularmente en aquello que Chesterton llamaba “la democracia de los muertos”. La luz de los filósofos ilustrados cegó el entendimiento de generaciones enteras, para las cuales razón y tradición se batían en un agónico duelo a muerte. ¿Hace falta recordar a estas alturas que la razón es razón vital y es razón histórica? La razón trascendental está encarnada en la vida y se despliega en el acontecer de la historia.

Conque primum vivere, deinde philosophari. O, por decirlo con tus palabras, no nos olvidemos de vivir.

Muchos abrazos.

Jorge

Querido Jorge:

Aunque hayas argumentado, con la lucidez que acostumbras, que la vida es juego –juego que hace de ella un plato jugoso–, pienso que estarás de acuerdo conmigo si también digo que la vida “va en serio”. Una buena parte del progreso del individuo consiste en pasar del principio del placer (donde niños y adolescentes poseen superpoderes) al principio de realidad (que nos deja un cierto poso de impotencia e indefensión). Max Scheler definió la realidad como “resistencia”. La realidad es aquello que se nos resiste. La vida adulta está colmada de experiencias de limitación y negatividades que se oponen a nuestro deseo, siendo la última y principal la realísima muerte.

Y es precisamente de la conciencia de esta realidad fatal de donde, por insumisión a ella, brotan los bienes que hacen la vida digna de ser vivida. Porque morimos y porque lo sabemos, como reacción a ese exceso de realidad, nacen el amor, la amistad, la ternura, la compasión, la justicia, la solidaridad, el Estado, la ciencia o la filosofía. Es, en suma, la cultura, donde ese sujeto acosado por una realidad hostil se sublima y se crea una segunda naturaleza más acorde a su dignidad.

Ahora bien, no es posible, como quería Baudelaire, ser sublime sin interrupción. Por eso, junto a la insumisión ante la realidad, se hace necesaria la reconciliación con la imperfección. Es preciso, como el mismo Scheler escribió en otro sitio, espolvorear la realidad con gotas de liviandad intrascendente para hacerla soportable. Solo un grandísimo necio no daría importancia a la superficialidad. La realidad llega a ser tan seria que solo podemos vivirla si la relativizamos con un toque de frivolidad. Y ese toque relativista nos lo proveen el humor, el deporte y el juego. Schiller puso en el centro de su Educación estética del hombre el llamado Spieltrieb, el instinto de juego. “El hombre solo es enteramente hombre cuando juega”, escribió. Porque el juego es una actividad cuyo ejercicio produce placer por sí misma y sin necesidad de recurrir a una finalidad trascendente al juego mismo, contrariamente a la coacción y semejante, en cambio, al pasatiempo ocioso de los despreocupados dioses.

De suerte que el bello arte de vivir es un acorde que se compone de dos notas simultáneas y opuestas: insumisión y reconciliación. La primera por lo seria que es la vida, la segunda porque lo que tiene de juego.

Así que, como diría Joaquín Prat, “¡a jugar!”.

Tuyo afectísimo.

Javier ~

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(Madrid, 1985) es escritor. Ha publiado Edith Wharton. Una mujer rebelde en la edad de la inocencia (Alrevés, 2015) y Arthur Koestler. Nuestro hombre en España (Alrevés, 2017).

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es filósofo, dramaturgo y ensayista. Su libro más reciente es Universal concreto. Método, ontología, pragmática y poética de la ejemplaridad (Taurus, 2023).


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