Kandinski: hacinados, ¿pero conmovidos?

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La Secretaría de Cultura, y con ella el sexenio, cierran su gestión como reza el dicho popular, “tirando la casa por la ventana”, con la exposición Kandinski. Pequeños mundos.

La muestra retrospectiva, presentada en el Museo del Palacio de Bellas Artes, es una apuesta ambiciosa por traer a la Ciudad de México –no por primera vez, aunque sí de manera más amplia– la obra de uno de los rockstars de la historia del arte: Vasili Kandinski (1866-1944).

El pintor ruso, reconocido por su vasta y longeva trayectoria en el mundo artístico, hizo búsquedas exhaustivas acerca de cómo representar aquello que encontraba indispensable en el arte: hacer vibrar el alma humana. Exploró posibilidades figurativas, expresionistas, geométricas y abstractas en la pintura, aunque siempre pensándola como un medio limitado y parcial –el fragmento de un todo más grande–. Para Kandinski, ese “mundo absoluto”, nutrido de una enorme unidad espiritual, se sentía no solo en el color y las formas, sino también en el sonido de la música y de las palabras. Llamaba a escuchar con los ojos el color, a sentir el movimiento de la música que hay en una pintura, a ver con los oídos, para romper con la lógica de que a cada sentido le corresponde una sola función, que nos hemos impuesto para experimentar el mundo.

Mi recorrido empezó un poco lejos de esa poesía kandinskiana, con retos distintos sobre cómo experimentar el mundo. Formada en una fila que casi llegaba hasta la Torre Latinoamericana, la espera duró cerca de media hora, entre el organillero, los vendedores ambulantes y decenas de transeúntes dominicales que se detenían ante la megaofrenda dedicada a las víctimas de feminicidio en México –“Vivas nos queremos”, se leía en flores de cempasúchil y aserrín–. Una vez dentro del Palacio de Bellas Artes, caminamos ordenadamente, siguiendo las indicaciones del personal del museo. Pero la espera hizo que antes de entrar a las salas varias tuviéramos que hacer una parada en el baño. Diez minutos más compartiendo otra espera, pues las instalaciones porfirianas no fueron diseñadas para recibir esa cantidad de gente.

Apretujados pero al fin dentro del primer vestíbulo de Pequeños mundos, se nos sugirió que descargáramos en nuestros celulares la aplicación Art Guide para potenciar nuestra experiencia. Algunos leímos el texto de sala que nos ofrece –al público mexicano– un panorama de la compleja producción visual de Kandinski. Uno de los artistas más influyentes de la primera década del siglo XX, por la importancia de su participación en las vanguardias de su tiempo, pero, sobre todo, por su papel fundamental como impulsor de la abstracción. Con celulares en las orejas, comenzamos el recorrido.

La exposición cuenta con sesenta obras provenientes de distintas colecciones (de Rusia, Estados Unidos, Francia), organizadas de manera progresiva y lineal en cinco secciones. Primero, el Kandinski joven y poco conocido que, en sus treintas, decidió explorar imágenes figurativas inspiradas en la cultura popular rusa y sus íconos religiosos. El pintor reconocía, desde entonces, estar buscando el carácter espiritual del mundo. Para hacerlo experimentó con diferentes técnicas (xilografías, linograbados y temples sobre cartón), pero en todas repitió una paleta de colores brillante, poco usual en la pintura occidental del momento.

La siguiente sección continúa con el color como hilo conductor. Las migraciones de Kandinski permitieron que conociera a otros pintores, como Franz Marc (1880-1916), con quien crearía, en Alemania, el grupo artístico Der Blaue Reiter (“El Jinete Azul”). En la sala de Bellas Artes hay pocas obras de este periodo expresionista; más bien se hace énfasis en la teorización de Kandinski y su camino hacia lo abstracto. Ante las televisiones y la escasez de audífonos, los espectadores esperamos –una vez más– para ver y escuchar los videos informativos que muestran, de manera un tanto monográfica, cómo el ruso estaba completamente entusiasmado por encontrar vías para conmover a través de la música, los colores y las formas. Todas esas vías juntas deberían provocar a la vez la experimentación de sensaciones con sentidos que no son propiamente los que les corresponden. Sinestesia, se llama.

Las secciones tercera y cuarta presentan el tránsito hacia lo abstracto. Maravillosos grabados en punta seca, litografías, acuarelas y óleos muestran a un Kandinski, también poco conocido, que todavía recurre a ciertas representaciones figurativas, las cuales se adentran paulatinamente en geometrías más contundentes que irradian colores brillantes. Enseguida, llegamos a las obras populares, que se reconocen en postales, separadores, imanes y demás souvenirs de museo.

La concentración de personas en estas salas es mayor, el contacto entre nosotros me recuerda el transporte público de esta ciudad (donde también ponemos a prueba, aunque de otra manera, todos nuestros sentidos). El museo y el metro hacinados hacen pensar en nuestro temor a ser tocados, como advirtió Canetti, en la urgencia que sentimos por disculparnos al traspasar el límite corporal del otro. En el intento de experimentar la sinestesia que promovía el autor, terminé disculpándome por pisar a alguien mientras me esforzaba por ver Movimiento I (1955) y, frente a Semicírculo (1927), pude oler el pelo de otra persona. Ahora pienso: Kandinski olía a pisotones y se escuchaba a aromas de shampú y cebo.

La muestra termina en el área de mediación, donde se nos propone participar en pantallas interactivas asociando colores y formas geométricas, y así medir lo cerca o lo lejos que están nuestras ideas de las propuestas del artista. Ahí mismo se recreó a escala El salón de la música (1931); próximamente habrá conciertos para piano de los compositores que influyeron en su trabajo. La pieza entusiasmó a la gente al grado de la selfi. Yo tuve sentimientos encontrados. Por un lado, agradezco que los bienes culturales del mundo sean compartidos a las personas que deseen mirarlos, sentirlos, vivirlos, como puedan y como quieran. Por el otro, nuevamente me decepciona la necedad de nuestras instituciones por las mismas configuraciones expositivas. Otra vez sus propuestas olvidan que el arte no se trata de memorizar todos los datos, sino de conmovernos –era, a final de cuentas, lo que buscaba Kandinski– y de provocar que una emoción se vuelva compartida entre los espectadores, aun cuando estemos apiñados.

Con estos formatos esa experiencia es casi imposible. ~

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es historiadora del arte y socióloga feminista. Ha colaborado con los departamentos de educación de instituciones culturales y actualmente trabaja en una organización de la sociedad civil por los derechos de las mujeres.


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