Tarjeta roja

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A quien le haya sorprendido el anochecer conduciendo sabe que la oscuridad empieza fuera del coche, pero acaba instalándose dentro. En el instante en que las farolas iluminan las calles, aumenta la penumbra del vehículo. Entonces la ciudad parece un perro que vaga feliz, olisqueando el aliento excitante de la noche. Me gusta
conducir a esa hora mestiza, clara y oscura. Ir a ninguna parte por el mero placer de estar en el coche. Escuchar a Pata Negra, a Miles Davis o a Lauryn Hill con las ventanillas cerradas. Contemplar cómo amanece la noche y el aire se llena de sombras. Alguna vez enciendo la radio en busca de una sorpresa. Y alguna vez me llevo una gran sorpresa: ¡Carrrrrruselllllll Deporrrrrtivooooooo! Repito: Carrusel Deportivo. Aunque no es así como suena. Los locutores de ese programa son entrenados duramente para conseguir la dicción perfecta:
     ¡CaRRRRRRuseLLLLLL DepoRRRRRRtivOOOOOO!
     Dos palabras y la ciudad se convierte en un perro sarnoso; el coche, en prisión; el aliento de la noche, en halitosis. Con el tiempo he comprendido que ¡Carrrrrruselllllll Deporrrrrtivooooooo! funciona como el mágico Abracadabra, pero al revés. Apago rápidamente la radio y regreso a casa. El whisky de malta ayuda a mitigar la náusea. También la maría. Nunca el coñac Magno ni los puritos Reig, productos estrella de aquel programa. Repito en voz baja: no debo jugar con la radio los domingos por la tarde. No debo. No debo. No debo…
     Durante muchos años pasé la tarde de los domingos encerrada en un coche con mi familia. Éramos siete personas y un perro salchicha. Algunas veces también estaban con nosotros Marcelino y Catalina, mis abuelos, y entonces éramos nueve personas y el perro salchicha. Veníamos de pasar el fin de semana en la sierra y regresábamos a Madrid. Era una distancia breve, apenas 75 kilómetros, pero desde que amanecía todo era un corre corre para evitar la caravana de vuelta. Al mediodía, con la última cucharada del postre aún en la boca, entrábamos en el coche. Primero fue un Renault 12, luego un Seat 132.
     Antes de iniciar el viaje, mi madre nos distribuía siguiendo el modelo de los barcos negreros. Mi padre, ella y mi hermana pequeña iban delante; el perro se tumbaba en la bandeja que cubría el maletero. Entre ellos quedaba el asiento trasero: tres plazas recomendadas, cuatro muy ajustadas. Allí nos apilábamos seis: los abuelos debajo y los cuatro nietos sobre sus piernas y en los huecos. Eran escasos los huecos. Marcelino y Catalina estaban bastante gordos y además había que dejar sitio a enormes bolsas de plástico con meriendas y bebidas por si nos sorprendía el atasco. La comida siempre ha ocupado un lugar importante en mi familia. Podríamos morir de asfixia, pero nunca de hambre.
     En media hora estábamos dentro del atasco. Atrapados en una inmensa telaraña. Entonces mi padre encendía la radio:
     —¡CaRRRRRRuseLLLLLL DepoRRRRRRtivOOOOOO! ¡Conectamos con el estadio de La Romaredaaa, donde está nuestro compañerooo Luis Martíneeez! Luis, ¡¿cómo va el partidooo?!
     —¡Buenas tardeees, Pepe Domingooo! ¡Benito tiene el balónnn! ¡Benito pasa a Micheeel! ¡Michel tiraaa yyyyyyy
     Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi: ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!…. ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!
     Así comienza, en realidad, esta historia. En el momento en que aparece la araña. Detenidos en la autopista, sin poder escapar de la voracidad de Pepe Domingo Castaño:
     —¡Rayo 1-Alavés 3! ¡Minuto 34 y la tensión aumentaaa! ¡Ojo! ¡Ahí va Tintooo, el autor de la vaselinaaa del segundo golazo del partidooo! ¡Nos piden conexión desde Los Pajaritooos! ¡Numancia 0-Sporting 2! ¡Carrrrrruselllllll Deporrrrrtivooooooo! ¡Qué jugadaaaaaa!
     Sí, señor, ¡qué jugada!
     Miles de coches quedaban retenidos los domingos por la tarde en la carretera de La Coruña, en la de Barcelona, en la de Burgos, en la de Andalucía, en la de Valencia, en la de Extremadura… Como el agua en las riadas, intentaban buscar salida en modestas carreteras comarcales, pero la caravana no tardaba en dar alcance a los fugitivos, que aminoraban la marcha, tercera, segunda, el pedal del freno, estancados de nuevo. En cada coche había una radio y en cada radio estaba Pepe Domingo Castaño, la voz de Carrusel Deportivo. Sus exclamaciones hacían vibrar toda la telaraña.
     La vibración era permanente. Él nunca callaba. Era un hombre con una misión: informar de los partidos de fútbol de "la jornada" y la jornada, los domingos, era interminable. Había partidos de primera y de segunda división cada minuto, en cada pueblo, cada ciudad, cada rincón de España. El país se dividía entre los que estaban paralizados en un atasco y los que jugaban al fútbol. Entre ambos grupos se alzaba Pepe Domingo con su penetrante ojo y su potente voz, sin perderse un regate, una entrada, un penalti, un tiro. Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi: ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!…. ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!
     En nuestro coche el frenazo provocaba cambios estructurales: mi hermana pequeña pasaba del regazo de mi madre a la multitud que se congregaba detrás, los miembros de la multitud hacíamos ejercicios de contorsionismo en busca de espacio y el perro… el perro estaba en todas partes. Al ser tan largo, era capaz de meter la lengua en la oreja de mi padre y golpear con el rabo la cara de mi abuela, mientras apoyaba las patas delanteras en el cuello de mi hermano y las traseras donde buenamente cayeran. A menudo había que sujetarle para que no saltara por la ventana o para que mi padre no le tirara. Ese matiz nunca quedaba claro.
     En aquel breve espacio se sucedían las quejas y los ruegos: un calambre en la pierna, el estómago revuelto, un codazo, música por favor, sed, cuándo llegamos, ¡otro programa!, se me ha dormido un brazo, quiero una naranja, no puedo respirar, apaga la radio, me duele la cabeza, cállate, ¿que me calle yo?, ¡que se calle ese tío!, me mareo, me ahogo, tengo calor, tengo frío… Abrid la puerta que el perro se mea. ¡Que se mea!
     Por fin, fuera.
     Los automóviles detenidos formaban una hilera larga y compacta como obstinadas orugas procesionarias. A la izquierda, en la falda de la montaña, se distinguía el pueblo de Guadarrama. Los motores apagados transmitían una placentera sensación de silencio. Nada se movía. El tiempo lo marcaba la carretera y la carretera era un reloj de arena que alguien había tumbado. Un extenso camino de arena sin rastro de Pepe Domingo Castaño.
     Nunca te fíes de tus sentidos.
     Con la excusa de pasear al perro, avanzábamos entre los coches. Uno dos tres cuatro cinco gris metalizado azul cobalto amarillo huevo rojo sangre verde hoja… Ganaba quien contara el mayor número. Por las ventanillas abiertas bramaban el Bernabeu, el Riazor, el Sardinero, el Sánchez Pizjuán, el Camp Nou… Los estadios de fútbol del país desfilaban al ritmo superlativo de Carrusel Deportivo:
     —¡El Calderón rugeee! ¡El equipooo no se rrrindeee!
     Balones invisibles cruzaban los carriles de la carretera entre los neumáticos y las piernas de quienes fumaban con un codo apoyado en el techo del vehículo y el otro en la portezuela.
     Un leve temblor estremecía el aire y, en un instante, roncaban los motores, se oían los primeros bocinazos, el ruido seco de las puertas, los gritos ansiosos de mi madre… La caravana se movía. Entrábamos jadeando en el coche. Habíamos abandonado a mi padre en el estadio de Los Pajaritos. Cuando regresábamos, estaba inmerso en el Benito Villamarín. ¿Dónde está eso? Ni puta idea, decía mi hermano.
     Nuestra columna rodaba con ligereza, segunda, tercera, cuarta. Pepe Domingo gritaba con entusiasmo: ¡Osasuna 2-Real Madrid 2! Sin que supiéramos por qué, la caravana aminoraba la marcha, tercera, segunda, pedal de freno. Parados otra vez. Pepe Domingo gritaba con entusiasmo: ¡Depor 4-Las Palmas 1!
     Estábamos encerrados al aire libre. La araña nos tenía bien amarrados.
     Al principio, mis padres miraban el reloj. Alrededor, otros hacían lo mismo. Pero la rutina de arrancar y frenar, arrancar y frenar de nuevo se imponía. Tarde o temprano consultar el reloj perdía sentido.
     Caía la noche. En la oscuridad, la caravana era un extraño insecto con centenares de ojos rojizos recorriendo su cuerpo. Ya no salíamos del coche para estirar las piernas. Nos quedábamos sentados entre las migas de los bocadillos y las bolsas de plástico aplastadas. Atontados por el olor de los plátanos deshechos, de las naranjas calientes, de los pedos que se tiraba el perro.
     Lejos de nosotros, el país se agitaba en torno a sus estadios. Allí se sucedían los penaltis, las tarjetas amarillas, las expulsiones, las lesiones, los árbitros agredidos y los goles.
     —Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi: ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!…. ¡GOOOOOOOOOOOOOOL! ¡CaRRRRRRuseLLLLLL DepoRRRRRRtivOOOOOO!
     Pepe Domingo nunca perdía su euforia (¿se drogaba?). Con la cuerda vocal izquierda abría los signos de admiración y con la derecha los cerraba. Era el médium del fútbol y su voz recogía, igual que una red, bocinazos, gritos de júbilo, bufandas en molinete, grandes abrazos, petardos, saltos… Pero en la caravana sus oyentes parecían sonámbulos. La brasa de los pitillos iluminaba tenuemente las caras agotadas de los adultos. Los fogonazos rojos de las paradas intermitentes rescataban los rostros dormidos de los más pequeños, la lengua jadeante del perro, su hocico aplastado contra el cristal pringoso.
     —¡Los viajes son lo mejorrr de la vida! —proclamaba Pepe Domingo, que pasaba de los partidos a la publicidad sin respirar—. ¡Vete pronto a tu agencia de viajeees! ¡Los mejores destinooos a un precio innncreíble! ¡¿A qué esperas?! ¡Vive la vida!
     Todos estábamos cansados. Demasiado cansados para discutir, para taparnos los oídos, para envidiar a los motoristas que pasaban zigzagueando hacia delante. Siempre adelante. Pepe Domingo, ¿por qué no te callas? Mi padre bajaba, por fin, el volumen de Carrusel Deportivo, que proclamaba con insistencia los resultados de la quiniela.
     Madrid era un espejismo. Igual que la sierra que habíamos dejado atrás. Veníamos de ninguna parte e íbamos a ningún lugar. La caravana había entrado en el limbo de la vigilia y el sueño. El lugar de las pesadillas ligeras, de las amenazas imprecisas, del desasosiego constante. Nuestra nana de sonámbulos la cantaba Pepe Domingo Castaño. El domingo de pepe castaña, la castaña de pepe domingo… ¿Habría sido todo igual si se hubiera llamado Carlos Javier?
     Cortázar escribió un relato sobre un espectacular embotellamiento, La autopista del sur. El atasco ocurría una tarde de domingo en las afueras de París y se prolongaba durante semanas. Durante aquella espera interminable, la vida se aceleraba entre los conductores: amores, huidas, muertes, solidaridad, suicidios, embarazos, mercado negro…
     Ni una sola mención al fútbol.
     En nuestro embotellamiento sólo seguía con vida Pepe Domingo:
     —¡El balón sale muerrrtooo! ¡Qué errorrr tremendooo de Torrenteee! ¡Peligrooo! ¡En La Coruña, señoreees, las penas y los doloreees los superan con centollooo! ¡Ojo! ¡Ike ha cometido una nueva falta! ¡Qué errorrr! ¡Puritos RRReig! ¡Los que dan mayorrr placerrr! ¡Y en latín también: Multus ludus con puritooos RRReig! ¡Y vamos ya con el rrresumennn! ¡Los mejores goles! ¡Se acabó lo que se dabaaa! ¡Nos vamos recordandooo todo lo que ha pasado en estas seis horas deeeee… CaRRRRRRuseLLLLLL DepoRRRRRRtivOOOOOO!
     En algún momento el reloj de arena se enderezaba y, con un leve quejido, los coches reanudaban la marcha. La aguja marcaba 30, 50, 100. El insecto nocturno se convertía en pájaro. En el horizonte había un final donde nos esperaban Madrid, la cama, el sueño. Y una tregua de seis días sin fútbol. Sin signos de admiración. Sin enfáticas declamaciones. Sin quiniela.
     Sin Carrusel Deportivo.
     Han pasado más de veinte años. Las cosas han cambiado desde entonces: el fútbol ya no es el tema principal de un día, sino de toda la semana. Se acabaron las treguas. La obsesión por este deporte domina los medios de comunicación, las vallas publicitarias, los colegios, el trabajo, la casa, el campo, los aeropuertos, los bares, los cafés de Tánger, el escenario de posguerra en Afganistán… La rotura de un huesecito del pie de Beckham merece, en el principal periódico español, un titular que no consiguió la muerte de la reina madre británica: "Tragedia en Inglaterra". Subtítulo: "Preocupación nacional".
     A las noches de los domingos se han sumado las 1.001 "noches mágicas" y los "partidos del siglo" mensuales. Cuando finaliza Carrusel Deportivo surgen decenas de micrófonos que recogen el balbuceo entrecortado de los jugadores, la verborrea ininteligible de los comentaristas, el estruendo de los sospechosos millones. A donde vayas hay banderines, calendarios, relojes, camisetas, eructos y petardos de algún equipo. ¡Oé, oé, oé, oééééé!
     Noticia del telediario: Butragueño lee a García Márquez.
     Pronóstico: Muy pronto la iconografía de Dios no será un triángulo, sino un balón.
     Aviso: Pepe Domingo Castaño sigue vivo.
     Mi historia está terminando. Claro que no me gusta el fútbol. En mi adolescencia fui sometida a una eficaz terapia aversiva, que obtuvo idénticos resultados en mis hermanos. Escúchenlos:
     Paz: Se me revuelve el estómago al recordar Carrusel Deportivo. Odio el fútbol. ¿Tenemos que hablar de esto?
     Olga: Todos íbamos enfadados porque nos molestaba el programa. En cuanto hablaba Pepe Domingo Castaño, yo empezaba a ponerme nerviosa porque al día siguiente había colegio y sabía que esa noche no podría dormir. Todavía me cabreo cuando le oigo.
     Raúl: A mí el fútbol me importaba una mierda. No conocía las alineaciones y confundía siempre el estadio de La Romareda, en Zaragoza, con el de La Rosaleda, en Málaga. Me empezó a interesar cuando me casé. Ahora sigo los programas deportivos. Es una especie de somnífero. Pero escucho cualquiera menos Carrusel Deportivo.
     Berta: Hacía frío y nos quejábamos porque no queríamos oír Carrusel Deportivo, pero papá no nos hacía caso. Yo me angustiaba porque al día siguiente tendría que ir al colegio. No me gusta nada el fútbol. Y odio a Pepe Domingo Castaño.
     La caravana no siempre era como la he descrito. A veces hacía frío, otras hacía calor. La noche caía rápido o se demoraba horas. Tampoco el atasco duraba lo mismo. Pero un grito idéntico enlaza, en el recuerdo, las tardes de los domingos:
     —¡Muchas gracias por hacerrr, al Carrusel de la Serrr, número uno de Españaaa!
     Al oír esa voz no salivo de expectación, como el perro de Pavlov, sino que sufro náuseas.
     Lo siento, Pepe Domingo. Seguro que eres un gran tipo, pero preferiría que hubieras nacido mudo.
     ¿No lo oyen? Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi: ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!…. ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!
     Las náuseas no matan.
     Mi padre todavía escucha Carrusel Deportivo. Mi madre no recuerda nada. El perro desapareció una noche. –

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