Brodwyn Fischer, profesora en la Universidad de Chicago, es historiadora de América Latina y Brasil. En especial, se interesa por la relación entre los gobiernos y la gente pobre de las ciudades. La informalidad, asegura Fischer, los excluye de la protección de los derechos y amenaza con expulsarlos de la propia urbe, pero también los beneficia, pues les abre acceso a espacios y oportunidades de movilidad social y autonomía cultural que las instituciones legales y su burocracia impiden. A poverty of rights (2008) y Cities from scratch (2014) analizan cómo esta relación define la política moderna en América Latina. Su libro en preparación, Understanding inequality in post-abolition Brazil, estudia la ciudad de Recife, centrándose en las redes de poder familiar y relacional que median la economía y la política, provocando una desigualdad profunda.
¿En qué medida la derrota del Partido de los Trabajadores (PT) puede explicarse como un castigo de los votantes a la corrupción?
Si escuchamos las entrevistas y analizamos las encuestas, la mayoría de las personas que votaron contra el PT declararon que la corrupción había sido su principal motivo. La situación, sin embargo, es más complicada, por varias razones. Primero, pese a que el PT ocupó la presidencia entre el 2003 y el 2016 y encabezó los escándalos por los que el público está indignado, otros partidos también participaron en el gobierno, y miembros de casi todos los grandes partidos parecen haber estado involucrados tanto en la corrupción política como en la asignación de contratos y en los esquemas basados en sobornos que beneficiaron a personas y compañías del sector privado. Hay una red de complicidad que se extiende más allá del PT. La corrupción era parte del sistema, no una práctica nueva que el partido introdujera.
Lo que me lleva a un segundo punto: el carácter político del proceso llevó a buena parte del público a creer que deshacerse de la corrupción era deshacerse del PT. El caso no fue manejado como un ejercicio objetivo de investigación judicial. Como tal, este proceso involucró, entre otras cosas, un movimiento social empecinado en negar la legitimidad de las elecciones de 2014 y un descontento masivo por el crash económico, que concluyeron en un procedimiento de destitución en el que, sin acusaciones creíbles de corrupción, la presidenta Dilma Rousseff fue removida de su cargo por una coalición dirigida por hombres que tienen acusaciones mucho más graves en su contra. Ese grupo incluye al presidente en funciones, Michel Temer. Muchos votantes lo saben, eso explica el pésimo desempeño de los partidos que se consideraban a sí mismos el “centro” político. En general, les fue peor que al PT. A pesar de ello, subsiste una suerte de lógica político-emocional –capitalizada por Jair Bolsonaro con maestría– que condujo a la idea de que el problema de la corrupción se resuelve sacando al PT del gobierno, cuando, en realidad, la corrupción en Brasil es sistémica y está profundamente arraigada en las relaciones de poder.
Brasil pasó de tener un crecimiento económico envidiable a sufrir una grave recesión. ¿Qué papel jugó la crisis económica en las elecciones?
Un rol enorme, claramente. Brasil se encuentra en su peor crisis desde la década de los ochenta, y se puede decir que la crisis anterior fue la peor del siglo XX. Sin embargo, muchos brasileños sienten que la actual es incluso más terrible porque el boom que coincidió con el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva –en especial, después del 2006– fue inflado tanto por el gobierno como por la comunidad empresarial. “El futuro finalmente llegó”, decían todos, pero en realidad se trató de una breve racha que antecedió al desastre. El enojo por este giro fue enorme. Sobre todo entre las clases medias tradicionales, que sintieron que no habían obtenido su parte de los beneficios del boom, y entre actores ricos, que buscaron desviar la responsabilidad de corrupción que recaía en sus propias familias y negocios. Los votantes culparon a las políticas económicas de Dilma y a los escándalos de corrupción por todo el desastre, de modo que el PT estuvo en el centro de los señalamientos, aunque a otros partidos poderosos también les fue mal en la contienda presidencial, así como en las elecciones estatales y locales.
Vale la pena advertir que la realidad y el mito de la violencia fueron igual de importantes en estos resultados. No hay una correlación lineal entre el voto y el desempeño en seguridad pública –en el noreste, donde la violencia urbana se ha disparado, votaron por Fernando Haddad, candidato del PT–, pero la percepción general de una criminalidad armada ayudó a Bolsonaro. Otros elementos fueron, por una parte, una especie de miedo y resentimiento visceral contra las favelas y la militancia política afrodescendiente, debido a sus recientes logros en la esfera pública, y por otra parte, el surgimiento del protestantismo evangélico como ética cultural, red socio-política y práctica religiosa.
Y el candidato del PT no consiguió hacer frente a las estrategias de Bolsonaro.
Haddad es un hombre brillante, con una comprensión impresionante de política pública y un sentido fuerte de la decencia. Pero nunca ha sido un político carismático o estratégico. No actualizó su estilo. Al respecto, es útil comparar su programa de gobierno –inteligente, detallado, pero también prolijo y colmado del argot de los ochenta– con el de Bolsonaro –una presentación de PowerPoint llena de mantras simples y digeribles.
La campaña de Bolsonaro se concentró en Facebook y WhatsApp. De manera oficial, el candidato gastó poco en promoción.
Al final, Bolsonaro sí tuvo mucho apoyo de los principales canales de televisión, sobre todo, después de la votación de primera vuelta. Hay buena evidencia, reportada por Folha, de que las campañas de WhatsApp recibieron financiamiento ilegal por parte de donantes acaudalados. Además, la campaña completa se basó en el pánico ante la inseguridad y el sentimiento anti-PT, que los medios de comunicación más grandes agitaron de manera decisiva después de 2013. En otras palabras, es posible que la victoria de Bolsonaro no haya sido como la de David contra Goliat. No hay duda de que, en lo concerniente a Facebook y WhatsApp, Brasil está a la vanguardia de una transformación de la manera en que se difunden las noticias políticas y se crean las redes políticas, y nadie en la izquierda –ni en el centro– pudo encontrar una estrategia tan efectiva como la de Bolsonaro.
¿Cuál es la relación de los principales medios de comunicación –diarios como Folha y O Globo– con quien será el nuevo presidente de Brasil?
Los medios de comunicación dominantes –en especial, Rede Globo– tuvieron un papel muy importante en los movimientos que terminaron con la destitución de Dilma, y contribuyeron a crear la idea de que el PT es sinónimo de corrupción. Sin embargo, hay periodistas muy rigurosos en diarios como Folha, que han asumido una postura crítica ante el extremismo de Bolsonaro. Él tiene de su lado a WhatsApp, Facebook y canales como Record, muy influidos por la derecha religiosa. Parece que ha decidido jugar como Trump y deslegitimar a cualquier medio que esté en su contra.
Lo aterrador es que estas acciones son parte de un discurso más amplio, con corrientes subyacentes muy violentas, contra los intelectuales. Un movimiento, Escuela Sin Partido, quiere eliminar el “marxismo cultural” de las aulas. Ahora circulan todo tipo de listas de intelectuales y artistas que deben ser saboteados o expulsados de las universidades; se trata de listas muy peligrosas porque incluyen los nombres de personas que no tienen protección, por ejemplo, los estudiantes. Nadie debería sorprenderse si esas listas terminan en violencia física. Existen planes para transformar radicalmente el sistema universitario, minimizando su rol como sitio de producción de conocimiento y debate crítico, y maximizando su papel en la satisfacción de las necesidades de los empleadores, eliminando las oportunidades para los afrodescendientes y estudiantes de bajos ingresos y promoviendo escuelas privadas, en especial, aquellas con cursos en línea.
Desde hace algún tiempo, el PT y Lula da Silva habían perdido el apoyo de las regiones y de los grupos que originalmente los habían respaldado. ¿Cómo ocurrió el desgaste de la izquierda?
La evolución del mapa electoral en 2018 siguió muchos de los patrones del 2002. Para ganar la elección nacional en 2002, Lula moderó su militancia basada en la clase social y se mostró dispuesto a: I) aceptar muchas de las restricciones neoliberales que heredó de Fernando Henrique Cardoso y II) orientar más su agenda de justicia social y redistribución hacia el alivio de la pobreza y la reducción de la desigualdad extrema. Por un tiempo funcionó y la coalición se mantuvo unida. Lula dejó la presidencia con una aprobación del 80%. Pero la izquierda militante se astilló y buscó otros partidos que abogaran por un cambio radical, tanto en el medio ambiente como en los derechos redistributivos. Muchos intelectuales y activistas que habían creído en la propuesta de ciudadanía y democracia radical del PT se apartaron luego del “caso mensalão”, el escándalo de corrupción que se hizo público en 2005, y ante la falta de reformas institucionales efectivas. Dilma se mostró más estatista y menos dispuesta a ceder ante los sectores liberales, que se voltearon decididamente contra ella. De modo que, a diferencia de los votantes anti-Bolsonaro, los votantes duros del PT son, de manera desproporcionada, los sectores más pobres –sobre todo, los del noreste–, quienes realmente se beneficiaron del programa social Bolsa Familia y las campañas contra el hambre (Fome Zero). Ellos son muy leales a Lula.
La coalición central que llevó al PT al poder no fue más que eso: una coalición. Su centro histórico fue el movimiento sindical, cuyo poder se ha visto reducido desde entonces porque el sector industrial brasileño ha atravesado dificultades. Además se sumaron los grupos de política identitaria –el movimiento negro, las feministas, los activistas lgbt+, los quilombolas, los activistas indígenas e incluso los “favelados”–, así como líderes de movimientos sociales no tradicionales, quizá, sobre todo, los movimientos urbanos populares: el Movimiento de los Sin Tierra, los ambientalistas. Por último, en la coalición había creyentes de la democracia radical, esa generación de la “constitución ciudadana” del 88 a quienes en verdad les importaba crear estructuras institucionales que hicieran del gobierno algo radicalmente democrático basándose en una igualdad transformativa. Ellos son la fuente de la Constitución, de innovaciones como el gobierno participativo o el Estatuto de la Ciudad de Brasil. Probablemente fueron el elemento más original y distintivo de la izquierda brasileña de esos años. Haddad, en muchos aspectos, es heredero de esa tradición. Pero lo que esta elección reveló es que la izquierda institucional ya no tiene mucha credibilidad, quizá es la peor baja de la crisis y los escándalos de corrupción.
Durante los años de Lula y el PT, ¿la relación del gobierno con los pobres urbanos dejó de caracterizarse por la informalidad? ¿Mejoraron sus posibilidades de ejercer sus derechos a la ciudad?
Los habitantes de las favelas y las periferias tuvieron enormes beneficios durante los años de Lula, incluso al principio del gobierno de Dilma. Al menos así fue antes del boom de especulación que precedió a la Copa Mundial y a las Olimpiadas –en especial, en Río de Janeiro–. Muchos “asentamientos informales” ganaron bastante en términos de servicios básicos urbanos y oportunidades educativas; sintieron menos miedo ante las amenazas de expulsión y desalojo, pues en algunas ocasiones consiguieron hacer estable su titularidad sobre la tierra –aunque esto adquirió la forma de verdaderos títulos de propiedad en pocas ciudades y, más bien, ocurrió por medio de algunas innovaciones como las Zonas Especiales de Interés Social y las concesiones de uso en tierras de propiedad pública–. Estos habitantes también se beneficiaron con Bolsa Familia, la protección laboral a las trabajadoras domésticas, los programas de acción afirmativa que transformaron el acceso a la educación y produjeron incrementos en el valor real del salario mínimo. Quiero apuntar que las favelas han tenido un renacimiento cultural y político desde los ochenta, y que se ha manifestado en música, arte público, museos, fotografías, blogs, novelas. Las personas están contando sus propias historias como nunca antes lo habían hecho.
Pero estos logros eran frágiles y el problema tiene varios aspectos. Primero, si bien el crimen organizado y la violencia urbana fueron, hasta cierto punto, contenidos en São Paulo y Río de Janeiro durante los mejores años del boom, también es cierto que esta clase de delincuencia solo cambió sus geografías y modalidades, de modo que a las personas que viven en favelas y en las periferias les siguió faltando seguridad y derechos civiles. Esa contención de la violencia, además, resultó muy cara, y ni la policía ni los traficantes estuvieron dispuestos a adherirse a ese estatus en el largo plazo. Segundo, el boom provocó que se dispararan los precios de los bienes raíces, y la especulación se extendió a las favelas, donde la “regularización”ocasionó que la vida fuera incosteable. Tercero, programas como Minha Casa, Minha Vida –en combinación con una nueva oleada de desalojo de favelas, en especial, después de que empezaran los desarrollos inmobiliarios por la Copa Mundial y las Olimpiadas– provocaron que la pobreza urbana se volviera más periférica y que se extendiera la desilusión ante la calidad de las residencias construidas. El carácter decididamente periférico presionó aún más el inadecuado sistema de transporte; esta fue la causa de las protestas de 2013 y, en ciertos sentidos, de la crisis política que ahora vemos.
Finalmente, nunca se resolvió el asunto de la regularización de la tierra en forma de títulos. Pese a los novedosos instrumentos legales, este proceso no se pudo llevar a cabo más que en unos cuantos entornos urbanos. De modo que algunas de las tierras “regularizadas” –y los hogares de Minha Casa, Minha Vida– resbalaron, de nuevo y rápidamente, en algún tipo de informalidad. En suma, las favelas aún son lugares caracterizados por la pobreza de derechos.
Se reportó un aumento de la violencia en las zonas rurales de Brasil, así como el asesinato de algunos líderes del Movimiento de los Sin Tierra. ¿Qué pueden esperar estos grupos en el nuevo entorno político?
Creo que los miembros de cada movimiento social de izquierda tienen razones para estar muy preocupados respecto a sus derechos e integridad física. En Brasil ha resurgido la táctica del “miedo a los rojos”, con la que Bolsonaro se formó en el ejército. En numerosas ocasiones ha dicho que “los marginales rojos” deben salir del país, ha hablado de la necesidad de deshacerse del Foro de São Paulo y de expulsar las ideas de Paulo Freire de los círculos activistas y educativos. Bolsonaro ha amenazado –y esto ha tenido mucha publicidad– a quienes considera marginales, además de prometer de manera implícita que no sancionará la “clase correcta” de violencia. En un país con tanta violencia extralegal y organizada como Brasil, sus declaraciones son equivalentes a colocar un blanco en las espaldas de los activistas y en cualquiera que pueda ser confundido con un “marginal”, y que con frecuencia viven dentro de un cuerpo negro, en un lugar pobre.
Bolsonaro no tiene mayoría en el Congreso. ¿El multipartidismo brasileño será un freno a sus políticas más autoritarias o el nuevo presidente podrá aprovechar este rasgo para formar una coalición?
El poder legislativo en Brasil siempre depende de las coaliciones, porque el número de partidos es muy grande y ninguno puede gobernar sin alianzas. Pero estas elecciones revelarán una gran inestabilidad en ese sistema. El éxito del partido de Bolsonaro, el Partido Social Liberal (psl), que pasó de tener un diputado a 52, no es el único cambio radical. Hay más de treinta diputados de partidos diminutos que podrían perder su fuente de financiamiento y convertirse en presa fácil para Bolsonaro. Además hay varios partidos de centro y derecha que probablemente se alinearán a él. Un estudio predice que la coalición pro-Bolsonaro tendrá más de doscientos cincuenta legisladores de un total de 513. Aunque el PT sigue siendo el partido más grande en el Congreso –con 56 diputados–, la coalición anti-Bolsonaro es muy chica –alrededor de 140-150 legisladores– y la discusión sobre el rol que el PT debe jugar en ella está muy dividida.
Mucho dependerá del Movimiento Democrático Brasileño, del Partido de la Social Democracia Brasileña y otros partidos “de centro”. Juntos tienen casi ciento veinte legisladores y podrían darle la vuelta a la balanza. En el Senado, la coalición pro-Bolsonaro es chica –33 de 81 senadores–, pero también lo es la oposición –trece senadores–, de modo que los 35 centristas tendrán una influencia gigantesca. El PT necesita reconstruir su base en las ciudades y fuera del noreste del país, y necesita desesperadamente una nueva generación de líderes.
Ahora bien, las decisiones que tomen los partidos de centro dependerán del tiempo que dure el nuevo romance de Bolsonaro con el liberalismo económico –que es contrario a sus posturas nacionalistas y estatistas del pasado– y de su giro a favor de la legalidad y contra la corrupción. Lo primero está encarnado en el nombramiento de Paulo Guedes como el nuevo superministro de Economía; lo segundo, en el de Sérgio Moro como superministro de Justicia. Es probable que el centro se alíe con Bolsonaro si mantiene estos compromisos, entonces le permitirán llevar a cabo gran parte del aspecto más radical de su programa. Pero si la base de Bolsonaro termina rechazando tanto el neoliberalismo como el liberalismo politizado y de cruzada que representa Sérgio Moro, entonces todo se romperá. Esto también puede ocurrir si la retórica violenta del nuevo presidente se convierte en una violencia real que supere la tolerancia de los centristas, o bien, si sus bases evangélica, rural y militar lo empujan muy rápido y demasiado lejos.
Algunos analistas confían en que las instituciones frenarán las propuestas más peligrosas de Bolsonaro. ¿Qué tan acertado es este pronóstico?
En el papel, Brasil tiene instituciones extraordinarias; en la práctica, han demostrado ser muy porosas y vulnerables a las transformaciones politizadas. Será importante el grado en que el Poder Judicial se una para defender tanto su autonomía como la Constitución, y si Moro será un detractor de estos principios.
Si bien el triunfo de Bolsonaro es parte del giro a la derecha en América Latina, ¿en qué medida conviene tener en cuenta las diferencias entre Brasil, Argentina, Paraguay y Colombia?
Hay tendencias regionales evidentes, impulsadas por muchos factores, desde la coyuntura económica y las crisis de migración –primero en Haití y ahora en Venezuela, y Brasil también las está atravesando– hasta el giro global a la derecha y el surgimiento de un racismo y nacionalismo virulentos como eslóganes políticos. Dentro de América Latina, el conservadurismo evangélico, la política de milicia y la política del pánico frente a la inseguridad juegan papeles muy especiales. Pero nada de ello es determinante, como lo demuestra la dirección que adoptó México. Así como la marea rosa tuvo varios tonos de ese color, esta ola conservadora tiene mucha variedad. Sin embargo, la izquierda en Brasil fue la más institucionalizada y legalista, si exceptuamos Chile, y su derecha es justo lo contrario. Para mí, esto significa que Brasil encara un futuro especialmente violento e impredecible. ~
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.