Dos jóvenes participantes del 68 caminan por la avenida Instituto Politécnico el 10 de junio de 1971. Van rumbo a la primera marcha posterior a Tlatelolco. Echeverría había amnistiado a los presos y ellos buscaban comprobar si estaba dispuesto a respetar la libertad de manifestación. Por supuesto, no lo estaba. Desde la azotea de un edificio donde se refugiaron gracias a la ayuda providencial de un maestro, aquellos dos jóvenes vieron de principio a fin la operación orquestada por el gobierno: las ráfagas, los golpes de fusiles en la cabeza, las instrucciones que transmitían los tanques antimotines y, sobre todo, la irrupción de decenas de falsos estudiantes –“los Halcones”– que gritaban consignas “de izquierda” mientras arrojaban piedras sobre los cristales de tiendas y casas. Todos blandiendo unos garrotes o varas de kendo. Días después, los jóvenes dieron cuenta precisa de la represión en una crónica que publicaron en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! La titularon “La saña y el terror”. Esos dos amigos éramos Héctor Aguilar Camín y yo.
Lo había conocido a principios de 1969, en el Salón José Gaos de El Colegio de México donde acabábamos de ingresar como alumnos del doctorado en historia. Me alegró ser su condiscípulo. Lo felicité por sus notas de crítica literaria en El Gallo Ilustrado, suplemento cultural de El Día. Eran textos breves, incisivos, que apuntaban a su vocación más profunda, la literatura. Pero algo distinto me acercó a él ese primer día: más que conocerlo sentí que lo reconocía. Y al poco tiempo entendí por qué.
Héctor vivía en una casa del lado poniente del Parque México. Junto a ella había un taller donde el dueño, don Hilario, rentaba bicicletas. Por años, cada domingo, mis primos y yo íbamos con don Hilario para escoger la nuestra y recorrer el parque. ¿Cuántas veces me habría cruzado con él? A veces pienso que, a pesar de vivir frente al Parque México, en el que se congregaban tantas familias judías, Héctor no había tratado de cerca a ningún judío. En todo caso, si algo me conmovió desde un inicio fue su respeto a esa condición esencial para mí cuya extrañeza él, generosamente, lograba paliar abriendo las puertas de su hogar y su círculo de amigos.
Un personaje extraído de García Márquez, doña Emma Camín, comandaba con firmeza matriarcal y cubana alegría aquella casa en la que vivía con sus cinco hijos: Emma, Héctor, Juan, Pilar y el pequeño Güicho. La acompañaba doña Luisa, su hermana, y ambas trabajaban afanosamente porque para sostenerse debían rentar algunas recámaras a estudiantes. Como en tantas familias mexicanas, faltaba el padre. ¿Qué había pasado? Décadas después, el hijo que llevaba su nombre narraría la historia de amor y oscuridad de aquella pareja en Adiós a los padres, un libro desgarrador y entrañable. Yo entonces solo creí entrever el hueco de la ausencia reflejado en una linda canción peruana, muy de moda a principio de los cincuenta, que si no mal recuerdo el padre, Héctor Aguilar Marrufo, cantaba a su hija Emma:
No te digo adiós,
Estrellita del Sur,
porque pronto estaré
a tu lado otra vez.
Aquella promesa quedó en vilo casi la vida entera. Héctor Aguilar Camín se volvió el hombre de la casa. Esa fue, creo, su difícil condición de origen; contra ese pasado remó incesantemente hasta construir al historiador, al escritor, al editor, al periodista, al intelectual que es.
Sobrellevaba su vida con alegría, curiosidad, camaradería y pasión. Ante todo, pasión por la novela. Recuerdo sus carcajadas al leernos (en la adusta antesala de Víctor L. Urquidi, presidente de El Colegio de México, que nos daría la bienvenida a la institución) aquel pasaje de Rayuela en el que Cortázar inventó una nueva onomatopeya erótica: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso…” O el día en que leímos en voz alta “Bienvenido, Bob”, el cuento de Juan Carlos Onetti sobre la inesperada pérdida de la juventud de un hombre de mediana edad, su vida quebrada, sus sueños malogrados, sus ilusiones perdidas. Pero Héctor no era Bob, nunca sería Bob.
Compartimos la vida –ahora lo veo claro– por un sexenio. Una vez al mes, Isabel Turrent y yo cenábamos con él en el restaurante Cardini de Insurgentes. Una noche nos llevó a casa de su gran amigo José María Pérez Gay, que acababa de llegar de Berlín. Era un modesto apartamento de planta baja en la calle de Cadereyta. De pronto, Chema comenzó a hablar y quedamos hechizados. Tenía ya entonces su melena casi plateada, una sonrisa ancha y perfecta, hablaba con voz grave y pausada, intercalando términos en alemán. Era un gurú de la filosofía. Aquella noche y las veladas que siguieron nos habló de su maestro Theodor Adorno y la Escuela de Frankfurt. A Chema y Héctor los unía la literatura –en particular, la alemana–, pero sobre todo las ideas o, más bien, las ideologías políticas y sociales. En sus conversaciones y lecturas, velaban, cada uno a su manera, la llama de la revolución.
Vocación literaria y pasión política se conjuntaron creativamente en su tesis de doctor en historia: La frontera nómada. Don Daniel Cosío Villegas, presidente del jurado, tenía particular aprecio por aquel discípulo de inteligencia vivaz, asertivo, argumentativo, y en aquella ceremonia no podía ocultar su satisfacción al ver concluida esa historia de los jefes sonorenses. Era una contribución sustancial al conocimiento de la Revolución mexicana en la que él mismo, de joven, había sido un testigo intelectual y cuyo sentido no se cansaba de interrogar. “Es usted buen cuentista y mal novelista”, le dijo un poco de broma don Daniel, resaltando los perfiles humanos que dibuja ese libro en detrimento, pensaba el maestro, de la estructura general. Pero se equivocaba. El libro ha perdurado y el historiador resultó un buen novelista no solo por su prosa sino por conjugar imaginativamente –en la tradición de Martín Luis Guzmán– la historia, la crónica y el reportaje de ese universo inmenso, oscuro, fascinante, repugnante y opresivo que es el poder en México.
En 1976 tomamos caminos distintos. Sin ser en forma alguna ortodoxo, Héctor creía en la revolución marxista, en la guerrilla latinoamericana y en el imperio del Estado nacido, mal que bien, de la Revolución mexicana. Yo, sin desconocer la justificación social y el ímpetu institucional de la Revolución mexicana, y sin descreer por entero en la posibilidad de un socialismo democrático, desconfiaba instintivamente del poder (sobre todo del poder presidencial), creía en la empresa cultural y me inclinaba al liberalismo. Con esas diferencias ejercimos la vocación de editores y escritores políticos: yo desde 1977 en la revista Vuelta, él en Nexos (que fundó al año siguiente), en Unomásuno y después en La Jornada. Siempre fue un periodista combativo y tuvo su etapa de intelectual doctrinario. Acaso su mérito mayor como editor fue honrar el nombre de su publicación principal: en efecto, Nexos ha tendido nexos fructíferos entre la academia y la plaza pública.
No puedo negar que en varios momentos los ataques de Nexos a Vuelta, a Octavio Paz y sobre todo a Gabriel Zaid fueron no solo infundados e injustos, fueron inadmisibles, sobre todo porque nunca medió una disculpa. Pero el tiempo, por muchas vías, ha dado una significación distinta a esas querellas que en su momento parecieron sangrientas. Por un lado, las posiciones de aquel grupo se acercaron a las nuestras. Por otro, las polémicas representaron, a pesar de su acritud, un servicio a la democracia mexicana porque inauguraron una tradición de debate que era ajena a aquel ambiente de modorra, uniformidad, doblez y aquiescencia.
El 9 julio de 2016, cuando Héctor cumplió setenta años, le devolví empastado un viejo libro suyo que tenía olvidado en mi biblioteca. Era La bruja, de Jules Michelet. Tenía los subrayados en plumón negro y notas al margen, con esa letra pequeña, ladeada, casi sin intersticios, tan “específica suya” (frase de Onetti que le gustaba a Héctor). Junto a esas apostillas se leían las mías, menos enjundiosas y a lápiz. Ahí estábamos él y yo, dialogando en esas páginas.
Hoy volvemos a estar juntos, no en las páginas de los libros que intercambiamos sino en la mira del poder presidencial. Se siente bien marchar rumbo a la nueva manifestación que protesta día con día contra un gobierno destructor cuyo verdadero origen no está en el movimiento del 68 sino en el régimen que lo reprimió. Se siente bien saber que detrás de nosotros hay una obra y delante un país que volverá a respirar, tarde o temprano, un aire de concordia y libertad. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.