La garra y el ángel

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Rasca, araña, zarandea… de un zarpazo me deshace el arnés y caigo al escenario tronchando a Hamley (una especie de Hamlet o Hamleta, figurante sin frase: la obra es una incógnita ya que evoluciona según las emisiones emocionales y el resquemor del público). También yo he sufrido un buen golpe y quizá he muerto [a partir de ahora, me informan por canal privado, no podré hablar].

La garra se retira caminando sobre sus dedos como en las películas y guiones de Buñuel y se escabulle bajo el decorado; el apuntador, quizá asustado, pues en su recorrido la garra asesina ha pasado rozando el foso, exclama:

–¡La mano de Irulegui!

El público no ha visto nada. Bueno, ha visto algo inesperado: caer desde lo más alto a la actrizactor que hacía de ángel sobre el Hamlet o Hamleta que en medio de esta frase exhala su último suspiro:

–¡Ay!

La inercia del espectáculo emite una voz:

–Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.

E irrumpe el coro:

–¡Vamos al lío… comienza… el desafío!

La escena es metaversial pero el actor tronzado –reza la voz– ha muerto también de verdad, en su vida real, tal como le obliga su contrato, que pueden leer en la pantalla del escenario. El derecho virtual, aún incipiente, abunda en plagios, ripios y anacronías. Al parecer, prosigue la voz con rutinario espanto, la actrizactor que hacía de Hamlet/Hamleta sin frase había firmado, como es habitual en esa subcontrata, que en su vida real, habitual o carnal ocurrirá lo mismo que le suceda en el escenario y aledaños, y viceversa. Por consiguiente, el actoractriz sin frase ha muerto en las dos vidas ya que el vínculo contractual actúa de forma automática e inmediata en doble sentido ontológico. De hecho, el suspiro final podría suponerle una sanción póstuma.

Incluso –añade la voz, ya más sosegada–, ha habido casos en los que el óbito de la vida natural ha precedido al del metaverso y, por eso mismo, no son raros los litigios y los pleitos. De hecho, puntualiza, ya pasó en el proceso contra Kafka Soul Market (o Banda Trapera del Río bis), que se considera un precedente, aunque dada la premura todo es provisional.

La Oficina de Aplicación de la Ley Mordaza Mordor (es una app semibot judicial) está repasando la grabación, aunque insisten en que el trámite todavía no significa nada. También hay un subcomité científico secreto que emitirá un memo cuando retiren el o los fiambres. El que hacía de ángel se mueve pero ha perdido la facultad de emitir. [Texto automático.]

La obra se ha suspendido pero solo en vida; las versiones imaginarias en las que interviene el público, allá cada cual. En todo caso jamás se devuelve el importe de la entrada a no ser que perezca un mínimo del 20% del público en sala (no rige el doble sentido).

La breve investigación está aplazando de momento sine die el recurso a estudiar las grabaciones de las cámaras de seguridad (lo que obligaría a avisar a la Seguridad propiamente dicha, con el consiguiente gasto de tiempo, dinero, burocracia, sanciones, exilios rápidos, presidio…).

El actoractriz que hacía el papel de ángel se repone de la caída –quizá no es consciente de que podría ser acusada/o de homicidio– y prosigue con su monólogo arcangelical, pero el público, que lo ha visto caer (y matar a Hamley, cuyo cadáver sigue ahí), no le cree y comienza a abuchearle y a arrojarle toda clase de objetos: bolígrafos, puñales, fruta, teléfonos. Acribillado, trata de refugiarse bajo la concha del apuntador, que defiende su posición a puñetazos. Entonces el actoractriz se levanta, dolorida, y grita, levantando sus desplumadas alas:

–¡Soy el ángel caído!

La frase retumba en el patio de butacas como un cañonazo a media siesta.

El público se desintegra en moléculas: la realidad que pueden captar los sentidos de un ser humano sin implantes se ve vacía, aunque aquí y allá fluctúan grumos de sentido. Un sigiloso crepitar de sierpes de adn suelto llega a oídos del ángel caído, que, ajeno a estos efluvios, se pavonea y disfruta de la mejor improvisación de su carrera y quizá de la temporada… Es posible, se dice, que en las versiones virtuales y mixtas se haya podido apreciar en toda su grandeza la vibración de mi espléndida morcilla, y aun repite con su voz del averno:

–¡Soy el ángel caído!

Finalmente carraspea y se calla. Entonces las moléculas, tras agitarse como una gaseosa, se agrupan y el público reaparece en su ser… pero los individuos son diferentes ya que el segundo principio de la termodinámica no rebla. Cada persona parece asumir su nueva identidad y su formato sin rechistar, incluso con cierto jovial alborozo (es sabido que la recomposición de la materia propicia una efímera lozanía). En cuanto aceptan su ser, sus manos rompen a aplaudir en plena euforia, más a sí mismas, respectiva y mutuamente, que al ángel caído, que de todas formas acoge y atesora en su pecho la estruendosa ovación.

Pero… ante el redoble de palmas sale de su escondrijo la mano de chapa y enfila al ángel caído, quien por haber sufrido ya sus temibles ganchadas metálicas sale corriendo a tal velocidad que, en la débil física escénica, le sobra para despegar. Sus endebles alas se enderezan y vigorizan, las plumas tensan sus cañones y el fervor de la muchedumbre sostiene al nínfeo efebo, que recupera su condición celeste sin tramoya ni arnés y revolotea alegremente hasta que la garra, que trepa veloz por los tapices de Goya que forran las paredes, da violento brinco y justo cuando va a hacer presa, cae el telón. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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