El pequeño y con frecuencia mezquino mundo cultural mexicano parece haber valorado finalmente la dimensión de Alejandro Rossi, el escritor a quien este año se le otorgó, con casi treinta de retraso, el Premio Villaurrutia [por su novela Edén, publicada aquí en España por Lumen, 2007]. Por encima de los grupos y las banderías, Rossi es ya un autor consagrado. El respeto que se le profesa es fruto de una lúcida y exigente actividad intelectual que comenzó en 1951, cuando aquel joven errabundo de casi veinte años de edad, mitad italiano, mitad venezolano, llegó a México y aquí encontró sus dos vocaciones entrelazadas y sucesivas: la filosofía y la literatura.
México no fue un puerto más en una odisea que ya para entonces incluía su Italia natal, Francia, España, Venezuela, Montevideo, Buenos Aires y California. En México, Rossi quemó sus naves, y no se equivocó. La capital del país era entonces una fugaz fiesta intelectual en la que departían decenas de artistas, escritores, pensadores e investigadores de cuatro generaciones: el Ateneo (Alfonso Reyes y Vasconcelos); la generación de 1915 y “Contemporáneos” (Cosío Villegas, Novo, Pellicer), la de 1929 (Paz, Revueltas, Efraín Huerta), y un contingente nacido en los años veinte y principio de los treinta, en el que ya descollaban los filósofos del grupo Hiperión: Luis Villoro, Jorge Portilla, Fernando Salmerón, entre otros, discípulos todos de José Gaos, verdadero héroe de la filosofía, figura tutelar en la legendaria escuela de Mascarones. Quizá por su extranjería, en aquella década formativa Rossi esquivó las exploraciones ontológicas de sus compañeros (la llamada “Filosofía de lo Mexicano”) y de la mano de Gaos se inclinó un poco por la fenomenología y algo más por la metafísica, al grado de asistir a un curso con el mismísimo Heidegger, en Friburgo. Su siguiente estación fue Oxford, capital de la moderna filosofía del lenguaje, donde enseñaban luminarias como Gilbert Ryle. “La casa conceptual la encontré allí –escribe Rossi–, en los cuadrángulos oxonienses, en las lecturas sucesivas de Austin y Wittgenstein.” De vuelta a México, siempre en el marco de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Rossi contribuyó centralmente a la puesta al día del Instituto de Investigaciones Filosóficas: impartió cátedras deslumbrantes, fundó (con Villoro y Salmerón) una revista de primer nivel internacional (Crítica), emprendió investigaciones novedosas sobre problemas de lógica y semántica, y publicó un clásico sobre el tema: Lenguaje y significado (1969).
José Gaos decía que su vida había transcurrido “a caballo entre dos vocaciones, la historia y la filosofía”. Rossi ha estudiado críticamente las imbricaciones, no siempre felices, de esa condición dual en su maestro, pero lo interesante de su caso es la derivación –absolutamente lograda y originalísima– de la filosofía hacia la literatura, de la filosofía en literatura. Cronológicamente, ocurrió al cumplir los cuarenta años, cuando empezó a publicar en la revista Diálogos (dirigida por Ramón Xirau), y más tarde en Plural, una serie de relatos sorprendentes, inclasificables, bajo el título de Manual del distraído. En aquellos textos –¿cómo llamarlos?– de literatura filosofante, los lectores identificaron de inmediato la aparición de una voz única. Cada relato era una lenta, cuidadosa, irónica, inteligente decantación de experiencias, objetos, personas, lugares, atmósferas, lecturas, ideas. La urdimbre callada e invisible de la vida diaria, al fin revelada. Tras la publicación de esa obra en 1978, en los ochenta Rossi ahondó en el mismo género con los textos reunidos en Un café con Gorrondona, pero en los noventa dio un giro inesperado: publicó La fábula de las regiones (1997), seis relatos magistrales emparentados lejanamente con las historias y geografías de García Márquez, pero mucho más íntimos: no cuadros torrenciales del poder ni intrincadas alquimias de realismo mágico sino sutiles acuarelas impresionistas, perfiles de almas melancólicas, crepusculares, estoicas, espectrales. Cartas credenciales, su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, fue también el título de una colección que incluye retratos de compañeros inolvidables (Juan Nuño, Jaime García Terrés, Octavio Paz, Hugo Margáin), revaloraciones conmovedoras y profundas de José Gaos y José Ortega y Gasset, un texto maravilloso (“Agua del tiempo”) sobre “la inagotable presencia” de Borges (en su vida, en nuestras vidas), y perfiles afilados y generosos de diversos amigos. Todos estos libros integran las Obras reunidas de Rossi, publicadas en 2005, en una hospitalaria edición, por el Fondo de Cultura Económica. Quienquiera que las lea advertirá que la amistad no es sólo un tema que permea sus textos: es la atmósfera que los enmarca, está en la ética intelectual que despliegan, esa diligente atención que prestan y que exigen. Sus textos son conversaciones corteses y elegantes, pausadas y rítmicas, una marea argumental que va y viene buscando con denuedo la claridad, la precisión y, sobre todo, la distinción. Tanto o más que el objeto de una reflexión, lo que uno lee, lo que uno toca, casi, en ellos, es –como diría el propio Rossi– “la tremenda tarea de pensar”.
Como de distinguir se trata, puedo describir con una sola palabra la reacción que han suscitado en mí, desde siempre, los textos de Rossi: asombro. Dejo a un lado los temas mismos, que nunca conciernen a los grandes y falaces esquemas explicativos que vulgarmente asociamos con la filosofía. “Me interesan –dice Rossi– más las fisuras insidiosas de la vida cotidiana, obra de roedores, no de demiurgos.” Sobre esas texturas de la realidad, Rossi hilvana, en cada página, a veces en cada párrafo, formas nuevas, en verdad primigenias, de nombrar a las cosas. Yo suelo leerlo con un lápiz para subrayar, no sin envidia, los adjetivos. Recuerdo unos cuantos, al azar: Jerusalén como “espacio teológico”, el “inabarcable” Borges, la “pedagogía amplia” de Gaos; la tinta azul, de “hipnótico Königsblau”, en la que escribe; el “innecesario” autor de algún texto. Otro genio suyo, peculiar, son las imágenes, asociaciones y metáforas: Gaos vivía “atado al potro de la traducción”, alguien trabajaba “con esmero de armero antiguo”, la “cabeza de pájaro alerta” de Russell, las librerías de viejo como “cuevas de la imaginación”, o “la mezcla prehistórica de olores” en las calles del centro. De su cuidado artesanal con el lenguaje soy testigo (o víctima): siendo secretario de redacción de Vuelta (revista de la que fue cofundador y director asociado por los primeros números) Rossi me habló para detener el envío a la imprenta porque necesitaba corregir una coma. No en balde tituló “La página perfecta” otro memorable ensayo sobre Borges. Muchas de las suyas lo son también.
Un lector ingenuo pensaría que el estilo es un ornamento en Rossi. Su estilo, en realidad, es indistinguible de su actitud ante el mundo, una disposición que cabe en una sola palabra, la misma con la que bautizó a aquella revista: Crítica. En su filosofía literaria, en su literatura filosófica, advierto un trasunto del viejo conflicto entre barbarie y civilización que desveló a tantos personajes trágicos y clarividentes de Hispanoamérica. La barbarie, en el mundo del pensamiento, es el “barullo insoportable” en el que vociferan las “razones de autoridad”, las “certezas rotundas”, los “sueños olímpicos”, las “neblinosas concepciones de mundo”, los “nacionalismos vulgarones”, de “naftalina local”, los “prestigiosos trucos ideológicos”, los razonamientos bobos, ramplones, acartonados; las “metafísicas oscuras”, las falsas revelaciones. La civilización, en filosofía, está en la crítica, esa “intensa satisfacción de desmontar una tesis, tal vez venerable, y dejarla reducida a sus huesos lógicos y lingüísticos”.
“Pertenezco a una generación –dice en alguna parte– enamorada de minucias, incapaz, me parece, de inventar un mito poderoso o un símbolo de la condición humana.” Los pensadores que en su generación sucumbieron a los mitos poderosos del siglo XX sacrificaron lo más preciado: la pasión por la verdad objetiva y con ello, en última instancia, la obra personal. Rossi, en cambio, ha conservado la mirada escéptica de quien está de vuelta de las ilusiones pero conserva “la fe del carbonero”, no tanto en la fe misma –supongo que es agnóstico– sino en la realidad del mundo y, sobre todo, en su inagotable misterio. La curiosidad lo salva. Ha construido, si no me equivoco, una verdadera preceptiva intelectual y literaria. Hay una lección moral en su crítica feroz y su melancólica ironía. ¿De dónde salió este autor? Su piedra filosofal está en los lenguajes cruzados de su vida, una condición de extranjería existencial que es la médula de su libro más reciente: Edén. Vida imaginada, mezcla de nueva cuenta inclasificable entre la ficción y la realidad. Es hora de celebrar esa vasta lección de excelencia intelectual que es la obra de Alejandro Rossi. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.