La libertad después del liberalismo

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Patrick J. Deneen

Why liberalism failed

New Haven, Yale University Press, 2018, 248 pp.

 

La primera reacción ante el título del más reciente libro del teórico político Patrick Deneen, profesor de la Universidad de Notre Dame, es el asentimiento. Es cierto que el liberalismo ha fracasado y no una sino varias veces a lo largo de la historia. En el primer cuarto del siglo XX pensadores tan diversos como José Ortega y Gasset, Harold Laski o Vladímir I. Lenin pensaban que el liberalismo vivía sus últimos días. En los años sesenta y setenta, luego del breve triunfalismo que siguió a la derrota del fascismo, las democracias liberales se enfrentaron al gran reto de las revueltas juveniles, las revoluciones descolonizadoras del Tercer Mundo y el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos. También entonces, pensadores como Hannah Arendt, Herbert Marcuse o Cornelius Castoriadis pensaron que el liberalismo había fracasado.

Como sugiere Deneen en la primera página de su libro, tal vez se trate más de una crisis que de un fracaso. Una crisis que, como las del capitalismo, estaría marcada por la propia dinámica liberal. De tal forma que el liberalismo puede “fracasar” y a la vez “prevalecer”, aunque la forma en que se produciría esa permanencia podría ser aún más peligrosa, si las democracias liberales degeneran en “autoritarismos iliberales”, destino que Deneen no descarta para los Estados Unidos, tras una o dos administraciones de Donald Trump. En todo caso, esta vez la crisis es más aguda que en cualquier otro momento de la historia porque la gran amenaza al orden liberal proviene de sí mismo, dada la difusión universal de la democracia tras el colapso del socialismo real en 1989.

Deneen no es especialmente cuidadoso en la reconstrucción de la tradición filosófica del liberalismo. No le da demasiada importancia a Montesquieu y a John Stuart Mill, a quienes cita poco, o a Benjamin Constant y a Isaiah Berlin, a quienes no cita. El núcleo del liberalismo, a su juicio, está en Thomas Hobbes y John Locke, y puede definirse, desde un punto de vista político, a partir de dos premisas: la de los derechos naturales del hombre y la del gobierno limitado. Dos premisas que desde una perspectiva más filosófica se sustentarían en dos principios: el del “individualismo antropológico y la concepción voluntarista de la elección” y el de la “separación y oposición del hombre y la naturaleza”. Una vez establecida esa conceptualización, debatible en más de un aspecto, Deneen pasa a exponer cómo en el siglo XXI el liberalismo se vuelve insostenible desde diversos campos: la política, la economía, la educación, la ciencia y la tecnología.

Deneen distingue entre un “liberalismo clásico”, que apostaba por la libertad del individuo frente al Estado, y otro “progresista”, que reconoce el rol del Estado en la satisfacción de derechos sociales. Ambos liberalismos, a su juicio, están siendo amenazados por un tipo de capitalismo corporativo, en el que el individuo o la sociedad cuentan cada vez menos como sujetos de derecho. La economía posindustrial está incubando el colapso tanto de la lógica desreguladora del mercado como de la distributiva del Estado de bienestar. Es decir: del individualismo como del estatismo.

El orden liberal está produciendo, a su vez, una “anticultura” de masas, ligada a la banalidad del espectáculo. Deneen suscribe la tesis de Mario Vargas Llosa –expuesta en La civilización del espectáculo (2012), variación del viejo tema situacionista de Guy Debord en La sociedad del espectáculo (1967)– sobre el ascenso de un populismo mediático que reduce aún más el espacio de la alta cultura. Con la explosión mediática del siglo XXI asciende una frivolidad, prevista por Daniel Bell en sus escritos sobre las contradicciones culturales del capitalismo, que desdibuja la propia tradición intelectual del liberalismo y el diálogo permanente entre filosofía y literatura, historia y política, artes y ciencias sociales.

Las nuevas tecnologías, junto a esa glorificación narcisista de lo inmediato y lo afectivo, traen consigo menos libertad individual. Uno de los fundamentos del liberalismo era que el conocimiento científico de la naturaleza haría más libre al hombre. Deneen sostiene que la revolución tecnológica ha propiciado lo contrario: una reducción de la autonomía del individuo y un incremento de los poderes de monitoreo y vigilancia del Estado. Internet y la nueva cultura mediática de masas están construyendo un tipo de totalitarismo inédito, que no parte de las alternativas ideológicas al orden liberal, de la izquierda socialista o la derecha conservadora, sino de las propias dinámicas de la informatización de la sociedad moderna.

La educación, que debería ser el mecanismo ideal para compensar esas derivas autoritarias, en vez de defender la noble tradición de las “artes liberales” y el humanismo moderno, está siendo colonizada por la tecnocracia y el corporativismo. Deneen impugna con elocuencia el colapso de las humanidades en el sistema universitario de Estados Unidos, en la línea del clásico de Allan Bloom, El cierre de la mente moderna (1987). Los departamentos de historia, filosofía y letras de las grandes universidades enfrentan la ingente reducción del mercado de trabajo para los egresados de la educación superior, con paliativos tecnocráticos, como los programas emergentes y aplicados o la búsqueda frenética de fondos privados.

El orden liberal se vuelve contra la democracia y restringe libertades, pero también propicia mayor desigualdad y mayor pobreza. En Estados Unidos, dice Deneen, ha surgido una “nueva aristocracia”, que Tocqueville jamás habría imaginado. El liberalismo no solo se está volviendo antidemocrático por las nuevas lógicas de control de la sociedad informatizada o por la limitación de los derechos civiles ante las amenazas a la seguridad nacional, sino por la vertebración de oligarquías que controlan, cada vez más, el sistema político y la esfera pública. Todos estos síntomas desembocan en lo que Deneen llama una “degradación de la ciudadanía”, que obliga a replantear la pregunta por el destino de la libertad después del liberalismo.

El de Deneen es un diagnóstico sin profilaxis ni terapia. O habría, sutilmente, una terapia con resonancias del comunitarismo cristiano, que suena inquietante en más de un pasaje. Siempre que contrasta la libertad del cristianismo con la del liberalismo, la primera sale mejor parada, aunque el profesor de Notre Dame toma distancias claras del conservadurismo republicano. En su libro, la historia del pensamiento político aparece como territorio exclusivo del liberalismo. Deneen menciona de pasada a Burke y a Marx, y lee a Tocqueville como cronista de Estados Unidos en el siglo xix, pero ni el conservadurismo ni el socialismo son para él tradiciones teóricas que también han dejado su huella constitucional en los regímenes políticos contemporáneos.

La crisis que describe Deneen es más que evidente, si bien la plataforma conceptual de su análisis resulta problemática. Lo que fracasa ¿es, realmente, el liberalismo o es el nuevo tipo de capitalismo tecnológico, o la democracia o, más específicamente, el sistema social de Estados Unidos? Como muchos teóricos de la política norteamericana, Deneen narra situaciones propias de Estados Unidos y las atribuye al resto del mundo, como si Estados Unidos fuera una suerte de microcosmos de la globalización. En buena parte del mundo el orden hegemónico no es propiamente liberal, ni en el sentido clásico ni en el progresista. De ahí que los problemas de la libertad después del liberalismo se vean, desde otros contextos como el latinoamericano, como males ajenos a los autoritarismos iliberales que arrastramos en esta región desde el siglo xix. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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