La modernidad de Ramón Gaya

Pintor, exiliado, escritor y teórico, Gaya alberga un misterio que nunca se ha resuelto del todo.
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“La modernidad no puede ser más que un simple… estado por el que pasan –y pasan irremediablemente– las más o menos pobres obras de arte nuestras, pero sin formar parte –carne– de ellas. […] Claro que existe… otra cosa –una especie, diríamos, de energía soterrada– que acaso también puede (y con mayor motivo) ser considerada ‘modernidad’, pero no es, entonces, en absoluto, esa petulante modernidad exterior, vistosa, brillosa, fugacísima, que todos sabemos, sino otra más secreta, más verdadera: es una modernidad que no consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades pueriles, tontas, tontucias, sino en dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Porque si ‘clásico no es más que vivo’, moderno no puede ser más que vivo también; pero claro, vivo de… vida, de vida vívida.” Son palabras escritas por el pintor Ramón Gaya alrededor de 1978; y aún recuerdo el impacto que causaron en mí, a principios del siglo XXI… Entonces iba en busca de más cosas escritas o dichas por él, y acudía fundamentalmente a las páginas de los diarios de Andrés Trapiello, en las que el pintor aparecía frecuentemente y tomaba forma de personaje; después me iba encontrando con artículos o textos de diferentes personas que venían a corroborar lo que parecía evidente: que Ramón Gaya era una especie de secreto a voces; o, más bien, sotto voce, pero eso sí: de voces apasionadas, meridianas.

Casi todo lo que leía sobre él me resultaba extrañamente cuidado, riguroso y elegante, como si algo del espíritu del propio Gaya se hubiera contagiado a cada uno de sus exégetas. Se trataba de alguien cuya sola esencia y profundidad servirían para dignificar a una buena parte de españoles caídos en el olvido u orillados en el relato de la historia de nuestro país. Pero su peripecia vital, llena de dificultades y heridas comunes, estuvo también marcada por el disentimiento y la soledad. Nacido en Murcia en 1910, Gaya sintió clara su vocación de pintor con apenas diez años, así que convenció a sus padres para dejar los estudios y dedicarse enteramente a la pintura con una fe y una convicción que no le abandonarían hasta su muerte. Siempre autodidacta y humilde, atravesó el siglo XX sin renunciar en ningún momento a ser él mismo, bajo el sino de una personalidad difícil que pudo llegar a otorgarle una celebridad equívoca.

Aun así, no era fácil encontrar amigos de generación que supieran de él, ni en realidad a casi nadie al que le sonara apenas su nombre. En el año 2002 le concedieron el Premio Velázquez por el conjunto de toda su obra pictórica, pero cuando falleció, tres años después, su figura seguía envuelta en una especie de desconocimiento general, sin acabar de salir de su círculo reducido de adoradores. La editorial Pre-Textos había comenzado años antes la tarea de difundir la mayoría de sus escritos, empezando por un primer extracto de su ineludible Diario de un pintor, para terminar recogiendo en un único tomo la Obra completa, donde se recuperaba su texto más emblemático, El sentimiento de la pintura, publicado antes en Italia que en nuestro país, así como Velázquez, pájaro solitario, suma de toda una vida meditando sobre la pintura del maestro sevillano; pero en las casi mil páginas del volumen, que me acompañará siempre, entre otros muchos escritos gayescos, anotaciones y poemas, diría que no hay una sola línea que no alimente el espíritu creador del hombre común, como le gustaba decir al propio Gaya.

La misma editorial Pre-Textos ha publicado recientemente Así nos entendimos, la correspondencia entre la filósofa María Zambrano y el pintor murciano, que junto a las Cartas a sus amigos y Ramón Gaya de viva voz (ambos en la misma editorial) posibilita otra manera de encontrarse con Gaya, precisamente a través de su voz más coloquial, pero igualmente sugestiva. Con apenas un mes de diferencia, Otra modernidad, de Miriam Moreno Aguirre: un ensayo enteramente consagrado a la figura, la obra y el pensamiento de Ramón Gaya. En este último libro aparece también la cita que encabeza este artículo, y si he necesitado hacer un breve repaso de mi propio camino a partir de aquellas palabras suyas, es solo por tratar de compartir una emoción que siento culminar en el libro de Miriam Moreno Aguirre; como si muchas de las intuiciones que había ido acumulando a lo largo del tiempo se revelasen aquí bajo una forma rotunda, gracias a alguien que ha sabido volver sobre Gaya, poniendo en relación su vida, su pintura, sus escritos y su época, acercando hasta nosotros una manera de estar en el mundo que nunca estuvo a la moda pero que, también por eso, nunca ha dejado de ser actual. Al fin y al cabo, esa idea de “otra modernidad” sugerida por el propio Gaya y que da título a la obra de Miriam Moreno se convierte en el argumento que tensa la lectura del libro de principio a fin. El mundo de ayer, con sus batallas ideológicas y artísticas, sigue presente en nuestras conversaciones de hoy; de él también derivan muchas de las nuevas formas de comportamiento.

En la pintura, la música, la literatura, el cine o la moda, ser moderno, o pretender serlo, sigue siendo casi un imperativo hormonal. Una especie de adanismo se apodera de la mayoría de creadores que realizan sus obras desde la obsesión rompedora con el pasado. En cambio, la modernidad que encarna Ramón Gaya, esa otra modernidad posible que retoma Miriam Moreno, consiste más bien en “un giro inesperadamente transgresor o, mejor: transvalorador”. Buceando en las tesis de Henri Bergson, la autora encuentra en la idea de “sucesión” –que el filósofo francés resumía en “la conservación del pasado en el presente”– un hilo de transmisión que Gaya parece asumir radicalmente, con toda humildad: “Solo es posible refrescarse en el principio, en lo primero, y por lo tanto se necesita, no propiamente volver a lo antiguo, sino acordarse, o sea, acordar la antigua juventud del hombre con su actual vejez. Porque el más terrible destino de lo moderno aparente, vigente, no es solo envejecer a toda prisa, sino nacer ya in partenza más viejo que lo anterior.” Miriam Moreno recoge estas palabras de Gaya y otras muchas aproximaciones y conjeturas del pintor al respecto.

No es fácil apresar algo que se parece más a un sentimiento que a una idea fija. El propio Gaya había coqueteado con las vanguardias en su primera juventud. Cuando viaja a París con apenas dieciocho años, expone sus pinturas, que, como él mismo diría años después, tenían algo de “poscubismo”, sin duda influido por las vanguardias de finales de los años veinte. Pero es precisamente en ese viaje cuando Gaya decide bajarse del tren del “arte moderno” al que su tiempo parecía haberle destinado. Las obras de los artistas de moda en aquel entonces, en sus diferentes ismos, le parecen más inventos y juegos de artificio que pintura propiamente, le resultan vacías y poco sustanciosas –“como de papel”, dirá por ejemplo de la pintura de Braque–. La revelación de la pintura verdadera había tenido lugar mucho más cerca de casa, antes y después del viaje a París, en sus primeras visitas al Museo del Prado, frente la pintura de Tiziano, Velázquez, Rembrandt, Murillo y otros muchos maestros del pasado, a sus ojos más presentes, más modernos a fuerza de seguir vivos. Gaya se sentirá llamado a conversar con ellos, iniciando un camino aún más difícil, siempre a contracorriente y lleno de inevitables malentendidos. “Su concepción de otra modernidad no pretende ignorar la irreversibilidad del tiempo, ni ansía la vuelta a tiempos pasados, sencillamente asume que lo perdurable también es devenir”, matiza la autora en otro momento.

Bajo esta nueva luz, Gaya se habría convertido en “un pintor proustiano, bergsoniano”; contra el relato oficial de los críticos e historiadores del arte, que van encajonando a los creadores en diferentes periodos y compartimentos estancos, la poética de Gaya se mide a partir de una temporalidad mucho más difusa, ajena al curso de la Historia, y responde más bien a una red o corriente de afinidades electivas, de transmisión directa e intuitiva, inmanentista. Las páginas más apasionantes y reveladoras del libro de Miriam Moreno son precisamente las que atañen a la dimensión metafísica de la obra y el pensamiento de Ramón Gaya, muy ligada a ciertas corrientes de su tiempo como pudo ser el krausismo, que caló fuertemente en diferentes intelectuales y pedagogos ligados a la Institución Libre de Enseñanza, y que traía de raíz el vitalismo de Spinoza, sin olvidar el fuerte influjo de Nietzsche en los círculos artísticos españoles de principios del siglo XX, así como “el sentimiento trágico” de Unamuno y la ya citada filosofía inmanentista de Bergson.

Alrededor de todos estos personajes y corrientes intelectuales, sobresale la figura de Juan Ramón Jiménez, quizá el mayor referente estético y moral para Gaya a lo largo de su vida. Los escritos de Krause, así como la transmisión de estos por parte de los institucionistas de entonces, terminaron de conformar el sustrato ideológico y ético de JRJ. Gaya recibe todo ese influjo de su maestro y además tendrá la oportunidad de aplicar las ideas del krausoinstitucionismo durante su participación en la creación y difusión del Museo del Pueblo, quizá la experiencia más revolucionaria de todo el proyecto de las Misiones Pedagógicas de la Segunda República española; también la menos recordada. “Se trataba de un conjunto circulante de copias de cuadros del Museo del Prado realizadas por tres jóvenes pintores”, explica Moreno Aguirre. Uno de ellos era el joven Gaya, que además se encargó de acompañar las pinturas en sus diferentes expediciones por los pueblos rurales de España, y cuyo valor pictórico y emocional transmitía de viva voz a los niños, mujeres, campesinos y aldeanos en general, sin olvidar la aplicación práctica propugnada por Manuel Bartolomé Cossío, discípulo de Giner y autor intelectual de aquel Museo del Pueblo, que inculcó en Gaya y en otros misioneros la actitud nada paternalista con la que debían presentarse ante las gentes. “Yo quisiera que ustedes no tuvieran nada de misión, y tampoco que lo que digan a esas gentes tenga nada de escolar o de blando […]. Procuren ustedes no ofender a la gente. Les van a enseñar ustedes cosas, pero no vayan en plan de presumir de ellas”, les decía. Esta lección nunca abandonó a Gaya, y aunque era un fiel lector de Ortega, le reprochaba cierto elitismo cuando preconizaba la “deshumanización del arte” y creaba una separación entre aquellos que “entendían” y los que no. Para Gaya el arte estaba necesariamente ligado al hombre común.

Y de esa fe rehumanizadora del arte surgiría también Hora de España, revista que nace poco después de dar comienzo la Guerra Civil española, consagrada a la literatura, la poesía y el pensamiento político, y que aglutinaba en su consejo de redacción a una buena parte del grupo de las Misiones Pedagógicas, “en un arco ideológico amplio que podía abarcar tanto a católicos como a agnósticos o ateos con tendencias políticas diversas, ya fueran anarquistas, socialistas, comunistas o republicanos sin afiliación política concreta, como era el caso de Ramón Gaya”, sostiene Moreno Aguirre en otro momento. Desde su compromiso acérrimo con el Gobierno legítimo de la república, los integrantes de Hora de España estaban de acuerdo en que “el gesto de la creación no debía ser interrumpido con la guerra” y también declaraban “creer menos en el arte social que en el valor social del arte”. Bucear hoy en los números de aquella revista sigue siendo un ejercicio emocionante, pues su dignidad política y su rigor intelectual pasan con creces la prueba del tiempo y ayudan a comprender incluso su herencia en una revista como la que ahora da lugar a este artículo.

La derrota moral, artística y personal que trajo consigo la Guerra Civil, en la que Gaya perdió a su mujer –una maestra también ligada a la Institución Libre de Enseñanza, fallecida en el bombardeo de Figueres–, así como la gran mayoría de su obra pictórica, y que acabó imponiéndole un largo exilio en México, podrían inducir a pensar su figura desde el punto de vista más trágico y emocional, pero lo cierto es que nuestro pintor nunca quiso mirarse a sí mismo bajo ese prisma, ni sacar rédito alguno, ni buscar legitimación profesional a partir de la experiencia personal. Como ha dicho Juan Manuel Bonet en más de una ocasión, será en sus años de exilio mexicano donde su pintura termina de cuajar. En soledad, ajeno al ruido y los focos que pudieran reclamar otros compañeros de exilio, desde la humildad de una pensión, reuniendo postales de los grandes pintores de los que seguía acordándose, Gaya empieza a pintar una serie de cuadros-homenajes que alumbran su particular metafísica de la pintura.

“Ramón Gaya, en estos cuadros, no crea otra vida, sino que salva unos pocos minutos de esta vida nuestra y los hechiza y detiene, sin que pierdan su influencia. Y al salvar de sí mismo a una porción del tiempo, ¿quién duda que salvará de la muerte a un poco de nosotros mismos?”, escribirá Octavio Paz para apoyar a Gaya en su primera exposición en México. Esa idea de “salvación” referida a la pintura y a la obra de creación en general era muy propia de Gaya, y también a ella da vueltas Moreno Aguirre: “nuestro autor considera que la misión del arte no es mejorar ni moralizar, sino más bien realizar la realidad, o lo que es parecido: llevarla a su plenitud, porque entiende que el arte es lo que brota de la vida para salvarla, en el sentido de hacer visible algo misterioso, como un resto que se resiste a hacerse explícito porque no es familiar ni está dominado”. Otra modernidad es también un intento por desentrañar la madeja expresiva de Ramón Gaya. Cualquiera que esté familiarizado con su voz, especialmente a través de sus textos, sabe que siempre hay en él una suerte de misterio nunca resuelto del todo. Así, el libro funciona también como diccionario gayesco, profundiza en el léxico poético del pintor e ilumina algunos de sus hallazgos más personales. Es un libro admirable en el que su autora no parece haber escamoteado energías, como si se hubiera sentido llamada a completar su propia misión. Es el compendio de las enseñanzas de Ramón Gaya, pero también de la sabiduría adquirida por Miriam Moreno Aguirre, fiel a la memoria de un creador único, y de un ser humano excepcional. ~

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