La política de la destrucción y la destrucción de la política

Perú fue hasta hace poco un país exitoso. Hoy es una caricatura de los defectos políticos de la América Latina contemporánea. Sus conflictos y malestares ofrecen lecciones sombrías para la región.
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El centro histórico de Lima, el llamado damero de Pizarro, es un lugar de iglesias y conventos, de balcones de madera, de una decadencia sigilosa interrumpida por intentos esporádicos de renovación, de gallinazos dando vueltas oportunistas por un cielo calinoso. En estos días del verano limeño se ha convertido en un lugar fantasmal, de calles desiertas detrás de barreras policiales, de tiendas de artesanía vacías de los turistas ahuyentados. Cada tarde la batalla empieza, entre centenares de jóvenes enmascarados, armados con palos afilados, piedras grandes, cocteles molotov y otros aparatos pirotécnicos, y la policía, con escudos endebles, cantidades de gas lacrimógeno y órdenes de no disparar bala.

El aspecto ritual de este conflicto es engañoso. Representa la vanguardia de una protesta organizada cuyo fin es derrocar al gobierno interino de la presidenta Dina Boluarte, cerrar el Congreso y forzar una elección general con convocatoria de una asamblea constituyente, la estratagema acuñada por Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador para lograr el poder absoluto sobre las instituciones de la democracia. En clave menor los manifestantes quieren revindicar a Pedro Castillo, el presidente de izquierda radical elegido por escaso margen en 2021, quien malgobernó en forma inepta y corrupta hasta el 7 de diciembre de 2022 cuando anunció que cerraría el Congreso e intervendría el poder judicial, en un eco del autogolpe de Alberto Fujimori en 1992. Esto provocó su inmediata vacancia del cargo por 101 votos a seis, y con diez abstenciones, por parte del Congreso, que rápidamente nombró como sucesora a Boluarte, la vicepresidenta.

La protesta que está desgarrando el Perú se presta a múltiples lecturas. Expresa una rabia popular ampliamente sentida contra la clase política vista, no sin razón, como interesada solo en su propio enriquecimiento. En ese sentido es comparable con los estallidos sociales de los últimos años en países como Chile, Colombia, Ecuador y Panamá. Expresa, además, un resentimiento de carácter étnico en un país donde la mayoría recién toma conciencia de que hay un problema de racismo y todavía no lo enfrenta del todo. Castillo, un maestro y sindicalista rural de ascendencia indígena, logró forjar un vínculo identitario con un segmento de la población, sobre todo en los Andes. Es en el sur andino, una zona geográficamente desafiante e históricamente postergada, donde las movilizaciones han sido más fuertes. Los errores y excesos de las fuerzas de seguridad, que han matado a 47 civiles en confrontaciones desde diciembre, han suscitado un rechazo amplio e inflamado en un gran sector de la población.

Pero también hay otra cara, más escondida, en la cobertura que ha hecho la prensa extranjera de las protestas. Estas se han caracterizado por violencia e intimidación. Hacia finales de enero, hubo por lo menos diez muertos civiles como consecuencia de los bloqueos de carreteras, un policía muerto y más de 580 heridos, algunos graves, las tomas de aeropuertos y la destrucción de quince edificios del poder judicial, veintiséis de la fiscalía y decenas de comisarías. Este asalto contra el Estado democrático está siendo organizado y azuzado por media docena de fuerzas autoritarias, entre las que se incluyen los partidos de la izquierda dura que apoyaron a Castillo y que tienen nexos con Cuba y Venezuela. Los remanentes de Sendero Luminoso, el movimiento maoísta fundamentalista cuya insurgencia terrorista hundió al Perú en un baño de sangre en los años ochenta y comienzos de los noventa del siglo pasado, se han reorganizado en una plataforma política que, a través de un sindicato de maestros, tiene influencia en lugares como Ayacucho, Andahuaylas y Puno en la sierra sur. También están los mineros ilegales de oro y cobre –cuyo número se estima en 200 mil personas que mueven entre 2 mil y 4 mil millones de dólares al año– que florecieron con Castillo y han sido prominentes en las protestas en algunas zonas. Y en la región aimara de Puno, Evo Morales y sus operadores políticos han pasado meses agitando en favor de una asamblea constituyente.

Así las cosas, una interpretación es que el autogolpe lanzado por Castillo sigue su curso en la calle. En ese sentido, se podría afirmar que enero de 2023 vio dos intentos de secuestrar la democracia en América Latina: uno desde la extrema izquierda en el Perú y otro, más descarado, desde la extrema derecha en Brasil, con la toma por miles de fieles de Jair Bolsonaro de los edificios emblemáticos de los tres poderes del Estado en Brasilia, en un calco energuménico del 6 de enero washingtoniano con el fin de derrocar el flamante gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.

El círculo vicioso que atrapa a América Latina

Los dos episodios son sintomáticos de los tiempos recios que vive América Latina (para tomar prestada una expresión de Mario Vargas Llosa). Desde hace varios años la región está atrapada en un círculo vicioso de estancamiento económico, frustración social y descomposición política. Económicamente, la década de los 2010 fue otra “década perdida”, con un crecimiento promedio anual de solo 2.2%, menos que el promedio mundial (de 3.1%) y apenas mayor que el incremento de la población en América Latina. Incluso en los países latinoamericanos que han crecido más rápidamente en este siglo, como Perú, Chile y Colombia, la velocidad se ralentizó. Esto creó un problema de expectativas, de frustración frente al estrechamiento de oportunidades, especialmente para las generaciones más jóvenes quienes tienen más educación que sus padres pero que muchas veces no encuentran los trabajos de clase media profesional que esperaban. La pandemia lo intensificó todo. Las clases medias bajas, expandidas en el boom de materias primas de la primera década del siglo, enfrentan la precarización. Sienten vértigo, el miedo de caer otra vez en la pobreza.

No hay que perder de vista tampoco la descomposición política. La política democrática está sufriendo de descrédito por la percepción, a veces exagerada, de corrupción generalizada y la fragmentación y debilitamiento de los partidos políticos, todo magnificado por el lenguaje simplista y tribal de las redes sociales. El drama de América Latina es que calmar la frustración social exige volver a crecer más rápidamente. Para hacer esto en forma sostenible la región no puede confiar solo en la exportación de materias primas, sino que necesita reformas que incrementen la productividad, aspecto en que Latinoamérica ha estado atrasada por décadas. Sin embargo, llevar a cabo estas reformas exige gobiernos fuertes y visionarios, o la forja de consensos muy amplios, ambos espejismos inalcanzables.

El resultado es un enorme descontento que se ha manifestado en distintas formas. Una han sido los estallidos sociales antes mencionados, con la calle desafiando a las instituciones. Otra es una tendencia clara a votar por la oposición, del color político que sea, como ha acontecido en las últimas dieciséis elecciones presidenciales libres en la región. Esto pone en perspectiva la supuesta nueva ola hacia la izquierda. No solo sus triunfos han sido muy ajustados, como las victorias de Lula en Brasil y Gustavo Petro en Colombia, sino también carecen de mayorías legislativas propias y espacio económico para comprar la popularidad. La tercera tendencia han sido las victorias populistas, de distintos signos, de los años recientes: de Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador en 2018 o la elección en Colombia donde Petro, de la izquierda populista, se enfrentó a Rodolfo Hernández, un destemplado alcalde de Bucaramanga y emprendedor político. En vez de reformas difíciles, los populistas ofrecen un mensaje de política identitaria o la salvación o “refundación” de la patria. El corolario ha sido el debilitamiento –hasta la extinción en algunos países– del centro político reformista y moderado.

Claro, muchas de estas tendencias son mundiales, sufridas por democracias en Europa y Estados Unidos. Lo que preocupa especialmente en el caso de América Latina es que, en muchos casos, sus democracias ya de por sí sufrían de instituciones y partidos políticos débiles, Estados de capacidades limitadas y un rule of law (imperio de la ley) cada vez más endeble. Un incidente hacia finales de enero en el Perú mostró cuán cerca está el país de un mundo hobbesiano donde impera la ley del más fuerte: unos jóvenes manifestantes en Puerto Maldonado, una ciudad de la Amazonía, atacaron la casa del gobernador regional, que respondió disparando un arma. Los manifestantes eran afines a los mineros ilegales de oro, quienes son responsables por daños ambientales colosales. El gobernador fue electo en octubre pasado con el apoyo de los mineros ilegales, pero para ellos cometió el pecado de reunirse con el gobierno en su propósito de aliviar el agudo desabastecimiento creado por los bloqueos de los manifestantes. El Estado y las fuerzas del orden estuvieron totalmente ausentes. Llama la atención que, mientras en la Amazonía peruana los mineros ilegales apoyan a Castillo, sus pares brasileños respaldan a Bolsonaro.

¿Cuándo se jodió el Perú… otra vez?

El Perú ofrece desde hace algún tiempo una paradoja (que tal vez no lo es tanto). Por un lado, por tres décadas ha gozado de tasas de crecimiento económico entre las más altas en América Latina. Fueron producto de las privatizaciones y reformas promercado llevadas a cabo por Alberto Fujimori, el autócrata que gobernó el país entre 1990 y 2000, y que quedaron plasmadas en la Constitución de 1993. Vinieron después de veinte años de un estatismo económico asfixiante, hiperinflación y depresión: en 1992 el ingreso por persona en el Perú fue 30% menor que en 1981. Pero la situación se revirtió: el ingreso per cápita creció a una tasa anual de 3% entre 1990 y 2013 (comparado con una tasa promedio de 1.7% para América Latina como un todo). Ese crecimiento produjo la reducción más rápida en la pobreza monetaria de cualquier país latinoamericano en ese periodo, cayendo de 55% al final de los años noventa a 17% en 2016 según las estadísticas oficiales.

Sin embargo, el avance económico no estuvo acompañado de desarrollo institucional. Perú sobresale en América Latina por el inmenso peso de su economía informal. Alrededor del 70% de la población económicamente activa trabaja en los sectores informales (porcentaje que con la pandemia subió a 75%). Una cohorte reducida de grandes empresas formales provee divisas y pagan impuestos. Están rodeadas por un mar de informalidad de la cual algunas se aprovechan.

A la vez, y no casualmente, Perú se ha convertido en una caricatura de los males políticos de América Latina. Los orígenes de esos males se remontan al régimen de Fujimori, si es que no son anteriores. Fujimori fue popular (hasta que dejó de serlo). Es fácil olvidar ahora que muchos peruanos lo vieron como un salvador, que había vencido al terrorismo de Sendero Luminoso además de la inflación. Viajó incansablemente por el interior del país, abriendo postas de salud y escuelas, aunque no siempre fueron dotadas de médicos o maestros bien capacitados.

Pero con Vladimiro Montesinos, su siniestro jefe de inteligencia, Fujimori sistematizó la coima y la corrupción como instrumentos de poder y gobierno. Intervino al poder judicial. No le interesaron los partidos políticos, ni las instituciones. Lo entrevisté en 1995, en la cima de su popularidad y con su reelección por un segundo periodo ya ganada. La entrevista se llevó a cabo en una instalación militar en Lima. Tres veces le pregunté si la mejor forma de consolidar la transformación del país no era devolver el poder a las instituciones democráticas. Tres veces esquivó la pregunta. Afirmó que gobernaba según criterios “técnicos” y no “políticos” –una respuesta que me recordó el lema de Porfirio Díaz de “poca política, mucha administración”.

En este siglo en el Perú los vicios políticos han vencido a las virtudes técnicas. Seis de los nueve presidentes desde 2001 han sido acusados de corrupción. Se ha intensificado la inestabilidad política. Boluarte es la sexta persona en ocupar la presidencia desde 2016. Ninguno de estos presidentes ha gozado de una mayoría legislativa, y el enfrentamiento entre el ejecutivo y la legislatura se ha hecho crónico, con dos mandatarios (Castillo y Martín Vizcarra) vacados por “incapacidad moral permanente” (una versión criolla del impeachment) y otro (Pedro Pablo Kuczynski) renunció para evitar su destitución. El sistema partidario se encuentra fracturado: los 130 miembros actuales del Congreso se dividen entre una docena de partidos, sin contar con los “no agrupados”, que cambian de bando de manera vertiginosa. Muchos de estos partidos son negocios, “vientres de alquiler” al mejor postor.

Hay varias causas para este colapso político. No solo Fujimori dañó el sistema partidario sino también lo hizo el antifujimorismo, la corriente política dominante en los últimos quince años, que ha sido puramente negativa. Irónicamente Fuerza Popular, el vehículo político fujimorista, es el único partido razonablemente sólido y disciplinado hoy día en el Perú. La oposición exagerada que enfrenta lo ha llevado a convertirse por momentos en una fuerza obstruccionista. Otro factor es el activismo judicial. El Perú ha tenido presidentes corruptos, sin duda, pero los cuestionamientos y las investigaciones sin fin y sin final de los fiscales han servido para descalificar a toda la clase política. Persecuciones legales desincentivan a la gente honesta a entrar en la política. Cambios constitucionales mal concebidos –como la iniciativa de Vizcarra de prohibir la reelección de congresistas, gobernadores regionales y alcaldes– impiden la rendición de cuentas e imposibilitan una carrera política normal. Con todo, el principal factor detrás de la descomposición política es la informalidad y la debilidad del Estado que conlleva. Hay una desconexión casi absoluta entre el mundo de la política formal, de los congresistas con sus salarios altos y sus beneficios, y las vidas cotidianas de la inmensa mayoría de los peruanos.

Los conflictos de diciembre y enero han añadido un problema nuevo para el Perú: una polarización no solo política sino también de la sociedad. Ya no hay puentes de diálogo. Reconstruirlos no será sencillo. La única salida visible al conflicto es una elección general adelantada, pero no hay garantía de que traerá tranquilidad y progreso.

Perú ofrece una advertencia, tanto para la izquierda como para la derecha. La izquierda debe reconocer que no se puede tener derechos humanos y democracia sin orden público, y que no se puede reducir la pobreza y ofrecer igualdad de oportunidades sin una vigorosa economía capitalista. Para la derecha, la lección es que no se puede tener una vigorosa economía capitalista sin generar instituciones políticas robustas y sin un Estado capaz de garantizar el imperio de la ley.

En circunstancias como las que tiene actualmente el Perú, hace unas décadas no habría duda de que la salida hubiera sido un golpe militar. Felizmente esos tiempos parecen haberse quedado en el pasado (por más que los simpatizantes de Bolsonaro se resistan a darse cuenta). El peligro hoy en día es el de un autócrata civil. El modelo es Nayib Bukele en El Salvador, quien gobierna con mano dura: ha encarcelado a más de 50 mil presuntos miembros de las maras, hostigado a la prensa independiente y perdido 65 millones de dólares de las reservas nacionales especulando con las Bitcoin sin rendir cuentas. Goza de una tasa de aprobación de 85%, la más alta en todo el continente americano. El Perú ya es terreno fértil para un autócrata civil, un hombre fuerte (probablemente un hombre y no una mujer), sea de izquierda o de derecha. ~

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Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.


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