La resistencia como una rendición

Revolución no solo es lo mismo que resistencia, sino que puede ser lo contrario.
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En El silencio y el mar, la película que Jean Pierre Melville hizo a partir de la novela de Jean Bruller, se pueden palpar los límites del concepto de resistencia, tan esencial a la actual izquierda mundial. En ella un hombre viejo y su sobrina ejercen quizás el más primario de los actos de resistencia: forzados a alojar a un oficial alemán, estos dos franceses deciden no dirigirle la palabra a su ocupante. Este resulta ser un amante de la música, un aficionado a la cultura francesa que se desvive en amabilidades y contemplaciones por sus anfitriones. Estos no se mueven de su silencio, aunque la sobrina empieza a desarrollar por el enemigo un creciente amor que se enardece justamente en el mutismo a los que los obliga la guerra.

Poco más ocurre en la película, cuya audacia justamente consiste en eso, en contar la distancia que separa a este grupo de seres humanos que no solo viven bajo el mismo techo, sino que comparten gustos, aficiones, visiones de mundo, miradas, y sobre todo ese silencio que el oficial alemán rellena contestando él mismo las preguntas que le hace a sus anfitriones. La película transcurre entonces más allá de las miradas o los diálogos, en la conciencia de los personajes. Los escrúpulos de los resistentes que callan y del alemán que descubre, después del único viaje que la película le permite, que el nazismo no es el movimiento de regeneración nacional que esperaba, que es solo una sucia máquina de matar contra la que tampoco se rebela, pero por la que deja de ser un voluntario feliz para ir a pelear y morir sin esperanzas en el Frente Este. Gesto que, en silencio, los resistentes aplauden dejándole por libros interpuestos un único mensaje de complicidad.

Eso y un discreto “adiós” que a la enamorada sobrina se le escapa del pecho cuando el oficial alemán le cuenta su decisión de irse porque la Francia que él ama no puede verlo más que como un enemigo.

Solo otra película, Lacombe Lucien de Louis Malle, revelará en 1974 la naturaleza más equívoca del silencio con que la sobrina y el tío resisten a la seducción del enemigo. En ella un joven campesino quiere ser parte de la resistencia, pero rechazado por esta debido a su edad e inexperiencia, empieza a colaborar con la Gestapo encontrando en ella un grupo de forajidos de todos los colores, cínicos y hedonistas, que le permiten vivir la crueldad, el sexo y el amor en brazos de una judía a la que salva tambien por impulsivo instinto, sin plan ni ideología, solo por una desenfrenada gana de vivir.

La película originalmente iba a ocurrir en Chile y ser filmada en México y quería, más allá del caso francés, hablar de la naturaleza de la colaboración, o de los mecanismos extremadamente simples que pueden convertir un potencial resistente en un delator y torturador consumado. Al situarlo en Francia, Malle y su guionista Patrick Modiano rompieron de alguna forma con la versión canónica de la historia, que no era nada menos que la del El silencio y el mar: para esta Francia se había rendido al enemigo, había seguido bajo la ocupación escribiendo, filmando, bailando, cantando, amando, pero sin entregarse al enemigo, resistiendo a entregarle a este su corazón. Aunque, como la sobrina de la película, haya amado en secreto justamente el corazón de ese enemigo: Heidegger y Nietzsche, que encontrarán en tantos pensadores que crecieron bajo la ocupación, perseguidos algunos de ellos por estos ocupantes, a sus lectores más fieles, los que perpetran mejor su legado, los que los sacaron del ostracismo con que pagaron el precio de haber sido parte del alimento ideológico del régimen.

Algunos de esos mismos teóricos fueron los que ayudaron a posicionar la idea de resistencia, resistencia al poder, resistencia a la ocupación, resistencia al fascismo y al capitalismo, como el centro del deber revolucionario. Es justamente este el término que vino a reemplazar el de revolución, que al fracasar la revolución mundial y al ser esta vencida por “el fascismo” devenía en una obligada resistencia. Algo que, en Latinoamérica, con sus dictaduras de los setenta obsesionadas por aplastar la “subversión” en todas sus versiones, se convirtió en experiencia concreta.

Revolución no solo es lo mismo que resistencia, sino que puede ser lo contrario. La revolución es una propuesta, una ofensiva, una apuesta. La resistencia, como el silencio del tío y su sobrina, es una negación radical, un rechazo desesperado. Así, la resistencia francesa unía en sus senos a comunistas, gaullistas, ocasionales monarquistas y a toda suerte de aventureros que podían estar en desacuerdo en todo menos en su odio común al ocupante. Eso, y adolescentes de todas edades, que como Lucien Lacombe solo buscaban llenar sus vidas de emoción. Resistencia somos todos los que no somos ocupación, así los actos de un grupo de islamistas fanáticos, notoriamente misóginos y homofóbicos pueden ser perdonados y alabados por movimientos feministas y de liberación homosexual, en razón a pertenecer todos ellos a la resistencia palestina. No hay contradicción en ella, o más bien se aplaza la discusión de las oposiciones, de las diferencias, mientras se resiste al ocupante.

La resistencia es un mínimo moral, un consenso silencioso, un “no más” que no tiene que esforzarse en decir “sí” a nada. La resistencia es sobre todo una estética, la de Jean Moulin y su eterno sombrero. Pero también camisas descuidadas, boinas, pantalones de campesinos, subametralladoras, el uniforme del resistente es el de los bandidos de camino en el campo, y el de los gánsteres –gabardina, sombrero borsalino, bufanda roja– en la ciudad. La estética de las novelas negras y las películas de gánsteres de los años treinta, cuarenta y cincuenta.

Esta es quizás una de las razones esenciales del atractivo que los conceptos de resistencia y resistente ejercen sobre la izquierda desde hace más de medio siglo. Mezclados con el mundo de la gente normal, viviendo la vida que los ocupantes han decidido que vivas, el resistente ejerce su resistencia a través del sabotaje, es decir, la subversión de alguna que otra regla de funcionamiento social. Destruye retretes, quema semáforos, mata algún esbirro, sin que ninguno de estos actos de delincuencia más o menos comunes se le puedan reprochar moralmente. Sin que estos actos puedan tampoco reprochársele desde el punto vista de su efectividad revolucionaria, de su planificación política y estratégica. Como el silencio del tío y la sobrina, sus actos solo se pueden medir por su dignidad intrínseca, por el efecto purificador que ejerce sobre el que comete esos actos.

Así, lo que El silencio y el mar cuenta mejor que cualquier otra película de resistencia es la profunda impotencia de esta. Ni el tío ni la sobrina combaten físicamente al enemigo. Ni mueren ni matan, solo callan. Su actitud se explica porque la acción tiene lugar en 1941 antes de la batalla de Stalingrado y mucho antes de los desembarcos aliados. Lacombe Lucien transcurre cuando estos son inminentes, lo que convierte la decisión del joven campesino de trabajar para la policía alemana en una decisión trágica. En cualquiera de las dos películas la victoria o la derrota no es fruto de la resistencia o la colaboración, sino de la unión de fuerzas extranjeras, imperios capitalistas e imperios comunistas unidos, que expulsarán al ocupante ocupando ellos su lugar. Ocupación momentánea en el caso de Francia que se perpetuará por décadas en el Este.

El concepto de resistencia apenas puede cubrir esa evidencia, que por bello que sea su combate, y valiente que sea su acción, no es casi nunca ella la que gana al ocupante. Todo el esfuerzo de De Gaulle de contar y contarse otra historia choca con la realidad de que Francia no se liberó a sí misma, como tampoco lo hicieron Italia o Alemania, o como tampoco consiguió la resistencia a Pinochet acabar con este antes que Estados Unidos decidiera dejar de apoyarlo. Solo la actuación de algún poder hegemónico, o de varios en el caso de los aliados, puede convertir sus esfuerzos heroicos en fructíferos. Fructíferos porque en casi todas las resistencias justamente los revolucionarios renunciaron a la revolución, dejando que fuese la derecha moderada, la republicana, la que asumiera el mando de ella.

El partisano, como el resistente, sabe que tiene todas las de perder. El Vietcong ganó la guerra que técnicamente había perdido porque se negó a rendirse, aunque sus bajas civiles y militares eran abismantes. La fuerza moral de la resistencia está en sus mártires, que multiplican la impresión de que son muchos más de los que realmente son. El terrorista suicida, que es la forma radical del resistente, no muere para ganar una batalla que va a perder, sino para llamar la atención tanto de sus conciudadanos como de los aliados, los futuros invasores, sobre el estado de situación de la ocupación. Al resistente entonces no le interesa ganar y hasta puede preferir perder. El silencio del tío y la sobrina tiene como objeto limpiar su conciencia del hecho de que se han rendido al enemigo al punto de alojarlo en su casa. Pero también tiene como objeto actuar sobre la conciencia del oficial alemán que descubre que los ideales con que justifica su acción no existen. Para que la película sea posible debe inventarse un alemán que no solo es nazi porque es soldado, como miles, sino uno que cree que el nazismo es otra cosa que el nazismo. Un nazi que, como el oficial de la película, nunca habla de los judíos. O un colaborador, como Lucien Lacombe, que puede amar a una judía pero que ocupa todo su poder de intimidación para poseerla todas las veces que quiera.

El tío y la sobrina son ante todo una posición moral, que es lo que la resistencia quiere ser. Pero son también, como lo entiende mejor Lacombe Lucien, una estética, una variante de izquierda de esa necesidad de heroísmo personal, de esa estetización de la política que es la marca de fábrica del fascismo. Por eso es secretamente natural el viaje entre la resistencia y la colaboración, como cuenta Lacombe Lucien o de manera aún más enrevesada y astuta La estrategia de la araña de Bertolucci. La resistencia es así ante todo una posición simbólica, un planteamiento, una performatividad, diría la academia de los posmodernos. La efectividad de sus logros, la victoria o la derrota, está lejos de sus objetivos, que no son otro que otorgarle a quienes la ejercen algún tipo de superioridad moral, que como dijo Fidel Castro, quizás el que llevó más lejos la estética de la resistencia, “la historia juzgará”.

Pero como muestra justamente la película de Bertolucci, basada en el cuento de Borges “El tema del traidor y del héroe”, el juicio de la historia se construye sobre algunos equívocos esenciales en que justamente el héroe puede ser un traidor y un traidor, un héroe. La frontera entre esas dos posibilidades, el heroísmo y la traición, pero también la resistencia y la colaboración, depende en definitiva de quien a la postre escribe la historia. Esa historia que no escriben nunca del todos los vencedores ni del todo los vencidos, sino los que, como Flavio Josefo, o el Inca Garcilaso, pasan de un campo a otro de esa discontinuidad finalmente continua. Esos traidores, que traicionan para sobrevivir y escribir la historia de los vencidos, son después de todo, quizás, los únicos auténticos resistentes. ~

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(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.


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