Ilustración: Hugo Alejandro González

La revolución digital y el futuro del trabajo

Los cambios tecnológicos producen ansiedad: generan ganadores y perdedores. Han traído un mayor bienestar pero también obligan a compensar a los perjudicados.
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Muchos economistas, como Robert Gordon, piensan que la actual revolución digital no va a ser tan transformadora como lo fue el vapor en la primera y sobre todo la electricidad en la segunda revolución industrial a finales del siglo XIX. Gordon, un “tecnopesimista” convencido, alega que por mucho nuevo smartphone que tengamos en nuestro bolsillo su utilidad es inferior al agua corriente, la red eléctrica y el alcantarillado. Es más, sin enchufes que funcionasen en nuestras casas y oficinas, nuestros móviles se morirían al cabo de unas horas y serían artefactos inútiles.

Otros economistas, sin embargo, entre ellos Ryan Avent, autor de La riqueza de los humanos: El trabajo en el siglo XXI (Ariel, 2017), son más “tecnoptimistas”. Indican que las grandes transformaciones tecnológicas tardan su tiempo, y mientras se están gestando, sus efectos a largo plazo son difícilmente comprensibles para la mayoría de la población, pero al final del proceso cambian la sociedad de manera radical. Al igual que la luz eléctrica tardó décadas o incluso siglos hasta llegar a los hogares (en el pueblo de Galicia de donde provienen mis padres no lo hizo hasta 1953), también la revolución digital tardará bastantes décadas en enseñar su máximo potencial de transformación. Al final de la vorágine de cambios que estamos viviendo –arguyen los tecnoptimistas– nuestra sociedad será más prospera y más inteligente.

Por ahora, la tesis de Gordon está avalada por las estadísticas. Si uno mira las cifras de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) puede observar que la productividad ha venido cayendo desde 1970 hasta hoy en prácticamente todos los países desarrollados. Si esta tendencia continúa, las consecuencias serán dramáticas. La productividad es el indicador más fiable para predecir la prosperidad. Si, como sociedad, somos capaces de producir más por menos tiempo de trabajo, o bien tendremos que trabajar menos o vamos a ganar más por el mismo tiempo de trabajo, por lo tanto vamos a poder tener más tiempo de ocio y/o más dinero para gastar, y en ambos casos eso generará más consumo, y en principio más crecimiento y mejores niveles (y calidad) de vida.

Pero justamente falta eso. La productividad es baja, y en muchos países, sobre todo en el Reino Unido (origen de la primera y segunda revolución industrial) todavía ha crecido menos desde la crisis financiera global de 2008-09. Esto significa que estamos a punto de concluir una “década de crecimiento perdido”, lo que lleva a muchos analistas a pensar que estamos ante un periodo de estancamiento secular con consecuencias socioeconómicas nefastas, tanto a corto plazo, por la desigualdad y la entrada muy tardía de los jóvenes en el mundo laboral, como a largo plazo, porque puede llevar a conflictos sociales internos, auge de regímenes autoritarios, medidas proteccionistas y enfrentamientos geopolíticos. La victoria del Brexit en el Reino Unido y de partidos políticos iliberales tanto en Hungría como Polonia, la consolidación del autoritarismo en países como Turquía y China y la llegada de Trump a la Casa Blanca solo refuerzan los argumentos de los tecnopesimistas.

Esa realidad está ahí y sale en los telediarios. Es muy visible. Pero son los efectos puntuales de una transformación estructural subyacente. Trump no es la causa de la inestabilidad mundial. Es simplemente una consecuencia más del shock tecnológico que estamos viviendo y que se puede condensar semánticamente en un concepto: la globalización. Es decir, la compresión de espacio y tiempo que hace que el mundo sea más pequeño y más rápido gracias a la tercera revolución industrial, esa que surge en los años 1960 y 1970 de la mano de la electrónica, los ordenadores y la liberalización comercial. Sus efectos ya son dramáticos. Hoy el mundo es mucho más pequeño de lo que lo era el Reino Unido para los ingleses en el siglo XVII. En 1673 una familia adinerada tardaba ocho días en recorrer en una carroza tirada por cuatro caballos los 320 kilómetros que separan Londres de Exeter. Hoy por mil euros se puede llegar de Madrid a Sidney en tan solo 28 horas. Esa compresión de espacio y tiempo es todavía más visible en el mundo de las finanzas. Hoy hay operadores robotizados de alta frecuencia que mandan miles de órdenes de compra y venta alrededor del planeta cada segundo. No es de extrañar que la crisis de 2008 viniese por las finanzas. Los cambios son tan radicales, y poco comprendidos, como la titulización de productos financieros altamente complejos, que sobrepasan los límites del sistema.

Sobre esa tercera revolución industrial se está ahora produciendo la cuarta revolución. La de la mayor automatización, la digitalización, el internet de las cosas, el big data, la robotización, y la inteligencia artificial. Una revolución descrita por Andrés Ortega en su también reciente libro La imparable marcha de los robots (Alianza, 2016). Pese a lo que digan Robert Gordon y sus seguidores, hoy el ciudadano medio está envuelto en una sensación de vértigo que lleva a la angustia. Los que no se preguntan sobre los efectos a largo plazo para la sociedad sí que se dan cuenta que se están produciendo cambios radicales: los niños ya pasan más tiempo delante de las pantallas del móvil o la tableta que con la pelota o los muñecos; los mayores encuentran parejas por internet; y los ancianos son capaces de quedarse unos días en un piso gestionado por Airbnb, una empresa global que ofrece hospedaje barato y cómodo en el mundo entero. Mientras, aquellos que sí se preguntan sobre los efectos o los han experimentado negativamente están muy preocupados. En muchos casos han perdido o piensan que van a perder su trabajo por las máquinas.

También aquí se acumulan las noticias pesimistas. Se llega a decir que el 50% de los empleos están amenazados por la robotización y la inteligencia artificial. Y de nuevo aquí ya hay evidencia sustancial para avalar estos temores. Como destaca Ortega, “en 1990 las tres principales empresas de la ciudad de Detroit, en Estados Unidos, la cuna de la industria automovilística, tenían un valor de mercado de 36.000 millones de dólares, ingresos de 250.000 millones y daban empleo a 1,2 millones de personas. En 2014, las tres mayores de Silicon Valley, la cuna de la nueva economía, valían 1,09 billones de dólares, generaban un ingreso parecido (247.000 millones), pero solo empleaban a 137.000 personas”. Está claro que la digitalización está revolucionando el mundo. A peor, porque muchos han perdido sus puestos de trabajo y eso ha aumentado la desigualdad, pero también a mejor, porque por menos esfuerzo podemos hacer mucho más. Solo hay que pensar en cómo Google nos facilita la vida.

Como explica Avent, cuando se intenta catalogar una era como revolucionaria “los historiadores económicos etiquetan cosas como la máquina de vapor como ‘tecnología de uso general’: un avance que puede emplearse para aumentar la eficacia en distintas facetas de la vida”. Aunque Gordon no esté convencido, la realidad es que la digitalización, sobre todo (pero no solo) a través del móvil, ya ha superado ese umbral, aunque las estadísticas de productividad no lo reflejen. En cierto sentido, esto puede ser porque hoy en día estamos midiendo mal tanto el Producto Interior Bruto (pib) como la productividad. Esa es la tesis por ejemplo de Diane Coyle, que sigue la línea que apuntaba ya Robert Solow en 1987 cuando decía: “La era informática se ve en todas partes, salvo en las estadísticas de productividad.” Lo mismo vale para la digitalización. El abaratamiento de los costes de la tecnología podría ser una de las causas de la posible distorsión entre la realidad y las estadísticas. Silicon Valley produce hoy muchos más productos y de mejor calidad en una hora que hace cinco o diez años, pero si lo que produce es mucho más barato ese aumento en la productividad es difícil de capturar. Un Samsung Galaxy S6 tiene la misma capacidad de procesamiento que cinco PlayStation 2, además de tener una cámara fotográfica de calidad.

Otros analistas como Andy Haldane, economista jefe en el Banco de Inglaterra, no creen que tengamos un problema estadístico. Es más bien un problema de concentración de innovación y falta de difusión. Hay muchos sectores que están generando tecnología punta transformadora que está aumentado los niveles de productividad. Pero la mayoría de esos avances se quedan en la frontera de la innovación, es decir, en la punta de la pirámide del tejido empresarial, y no caen a las capas inferiores. Las razones son múltiples pero tienen que ver con que muchos de los nuevos inventos no se han comercializado todavía (pensemos en el coche sin conductor). Otro obstáculo es la polarización de la sociedad. Hay grupos altamente digitalizados pero otros no. Los especialistas viven en silos. Ya rara vez entablan conversación en el bar o el gimnasio con personas de un entorno económico más humilde, y mucho menos se casan con ellos. La brecha es muy marcada entre el medio urbano y el rural. Hay una diferencia importante en la educación y formación que reciben las personas, y quizás más importante, la que tienen los altos cargos de las empresas. Hay mucha empresa pequeña y familiar donde el dueño, el gerente y el encargado tienen muy poca o nula alfabetización digital. Eso repercute en la productividad.

El mundo está cada vez más robotizado. Eso va a aumentar la brecha entre las personas con y sin formación especializada. ¿Quiere decir eso que las máquinas van a eliminar el 50% de los puestos de trabajo? No necesariamente. Las máquinas van a desarrollar ciertas tareas que sean demasiado repetitivas o complejas para nosotros (hace tiempo que usamos la calculadora), pero eso no quiere decir que puedan realizar nuestro trabajo en su conjunto, sobre todo si es un trabajo intelectual, que implique analizar la realidad y hacer juicios de valor o desenvolver tareas múltiples, delicadas y muy diversas, físicas como emocionales. Eso sí, tanto los jueces como los cuidadores de ancianos usarán mucho más las máquinas e incluso los robots para su trabajo. El robot será una extensión de nuestro cuerpo y nos volveremos todos algo cíborgs, según explica Ortega. Esta idea suena excitante para algunos pero crea pánico en otros.

La historia nos dice que las máquinas eliminan muchos puestos de trabajo en el corto plazo, pero a la larga crean más. Siempre ha sido así. Falta saber si eso se va a repetir. Lo que está claro es que el proceso de transición va a ser disruptivo sobre todo para el trabajador poco formado porque recibe dos palos a la vez. Por un lado las máquinas eliminan su puesto de trabajo, y por otro, los nuevos puestos de trabajo que se crean requieren habilidades que él o ella no tienen. Amazon y Uber son dos buenos ejemplos de lo que está pasando. Amazon es una amenaza para el pequeño comerciante. Sin embargo, hay estudios que demuestran que ha generado más puestos de trabajo de los que ha destruido. Su ejército de empaquetadores y distribuidores es enorme y aumenta todos los días. Pero justamente eso hace que Amazon esté invirtiendo en drones para abaratar esos costes. Lo mismo sucede con Uber. Ahora mismo hay mucho desempleado o subempleado en Estados Unidos que gracias a Uber tiene un nuevo trabajo, pero a la vez Uber está invirtiendo en coches sin conductor para abaratar los costes de su servicio. Esto nos lleva al problema tripartido que describe Avent. Para abaratar costes y aumentar la demanda, las empresas punteras aplican nueva tecnología y mantienen los salarios bajos para ofrecer precios competitivos. En cuanto esos salarios y precios aumentan y se reduce la demanda, la empresa intentará introducir más tecnología para reducir los costes de la mano de obra.

Esto produce enormes tensiones sociales. La revolución digital hace que muchas empresas no puedan encontrar personal cualificado. En Estados Unidos y Alemania, países punteros, cuatro de cada diez empresarios están en esta situación. Eso hace que los profesionales altamente cualificados reciban salarios muy elevados. En cambio, hay demasiados trabajadores para los puestos que requieren poca formación y eso hace que los salarios no aumenten. Eso a su vez lleva a muchos a pensar que reduciendo la cantidad de mano de obra habrá más empleo y será mejor pagado, convirtiéndose así en caldo de cultivo de los movimientos antiinmigración. La lógica, sin embargo, es errónea. Como señala Branko Milanovic, nada ha hecho más para reducir las desigualdades entre los países que la migración, el hecho de que los más aventureros y necesitados de ciertas sociedades vayan a trabajar a los países más ricos, manden remesas o vuelvan a casa años más tarde con sus ahorros y las habilidades adquiridas en el país de acogida. Si no tuviesen esa oportunidad, la diferencia en el nivel de renta entre los países ricos y pobres sería mayor y la presión por escapar la miseria y llegar a Europa y Estados Unidos sería todavía más grande que ahora.

Por otro lado, como ha demostrado Ricardo Hausmann, la entrada de inmigrantes es también beneficiosa para el país que los acoge. Muchos de ellos son personal altamente cualificado, y los que no lo son vienen con la ambición de mejorar el nivel de vida de ellos y sus hijos. A lo largo de la historia, las sociedades abiertas, que han sabido absorber inmigrantes, han sido las más avanzadas. Eso fue así en el imperio romano y se ha repetido en la era moderna en Inglaterra y Estados Unidos, orígenes de las últimas cuatro revoluciones industriales. Muchos de los dueños y altos ejecutivos de las empresas digitales más exitosas de Silicon Valley son inmigrantes. El intercambio cultural, la interacción de mentes provenientes de contextos y experiencias diferentes es imprescindible para romper las fronteras de la innovación. Eso sí, todo esto hace que el mundo sea más pequeño y la competencia global en casi todos los puestos de trabajo. El trabajador que monta vehículos para Mercedes en Alemania no solo compite con otros montadores alemanes e inmigrantes que viven en Alemania. También lo hace con los montadores de toda Europa, los montadores de los mercados emergentes, y las máquinas.

¿Qué hacer frente a esta vorágine de cambios? Unos pueden pensar: parar esta locura. Levantar barreras. Protegerse. En cierto sentido, es importante cuestionar el progreso. Intentar encauzarlo. Pero pararlo suele llevar a un enorme sufrimiento. A nivel individual lo importante es formarse bien, y no solo en la escuela sino a lo largo de toda la vida laboral. Las revoluciones industriales son tiempos propicios para los emprendedores más que los trabajadores. Y lo bueno es que la revolución digital puede hacer que muchos trabajadores se hagan emprendedores. Muchos piensan que trabajar unas cuentas horas a la semana para Cabify, Uber o Deliveroo es trabajo precario, otros lo ven como un trabajo flexible que se ajusta mejor a su forma de vida. Gracias a la plataforma Etsy, todo artesano creativo puede ahora vender sus productos a las cuatro esquinas del mundo, y en muchos casos a muy buen precio. Antes solo tenía la posibilidad de venderlos en la plaza del pueblo o ir de pueblo en pueblo para vender su arte. Hay gente creativa, mucha con poca formación, que gracias a sus vídeos en YouTube se ha hecho rica. En inglés, esto se conoce como gig economy. La economía de la actuación o trabajo puntual. Es una referencia a los músicos de antaño (y de ahora) que actuaban aquí y allí y se ganaban así la vida. Para algunos es una vida muy dura, desestructurada. Para otros envidiable, porque trabajan pocas horas y hacen lo que les gusta.

Para la sociedad en su conjunto también llegarán muchos cambios. Primeramente a nivel ideológico. Todavía seguimos analizando e intentando cambiar el mundo con instrumentos ideológicos de los siglos pasados. El conservadurismo, el liberalismo, el nacionalismo, el socialismo. Cada revolución industrial trae su propia ideología y en este caso no será distinto. Puede que el movimiento verde (contra el cambio climático) se haga cada vez más fuerte. Pero también puede ser que surja algo nuevo. Las grandes revoluciones suelen atraer a mentes de izquierdas y de derechas, tanto por el lado de los ganadores del progreso como de los perdedores. Como señala Avent, las sociedades que tengan capital humano, pero también capital social, serán las que mejor se adapten al nuevo mundo. El capital social es ese intangible que es difícil de ver y explicar pero es el que hace que una sociedad sea próspera. Es el entramado de instituciones y comportamientos individuales que hacen que Dinamarca sea Dinamarca y Venezuela, Venezuela. Es justamente eso que muchos países emergentes no tienen, ni siquiera China. La receta es compleja. Combina altos niveles de productividad y riqueza material, pero también instituciones sólidas basadas sobre valores inquebrantables que propicien el desarrollo individual y comunitario. No es una sorpresa que Finlandia y los Países Bajos hayan empezado a experimentar con la renta básica universal.

¿Es ese el camino a seguir? ¿Que los ganadores de la globalización reciban suficiente dinero para vivir bien ellos y también dar el mínimo necesario para que los perdedores puedan tener una vida digna? La propuesta tiene su lógica y ética, pero también sus inconvenientes materiales, y éticos. ¿Pueden todas las sociedades permitirse ese lujo? En países pequeños con Estados de bienestar desarrollados quizás sea más fácil, pero para países grandes como Estados Unidos o China puede resultar utópico. Después está la cuestión moral. El trabajo estructura en muchos casos nuestras vidas. Normalmente la gente que está en el paro tiene baja autoestima. Suiza, proclive a los referendos y también con mucho capital social, ya ha votado sobre este asunto y ha dicho que no a la renta básica universal sobre todo teniendo en cuenta estos elementos. También hay que decir que no todo el mundo que recibiese la renta universal se quedaría en casa viendo la televisión. Muchos desarrollarían su espíritu creativo y harían por fin lo que realmente les gusta hacer. ¿Cuánta gente hay que no puede desarrollar su pasión porque si deja su puesto de trabajo, en muchos casos repetitivo y aburrido, tiene miedo de no poder mantener a la familia?

La renta básica universal puede ser una solución, pero lo ideal sería repartir más el trabajo. De nuevo aquí hay países, con mucho capital social, que están a la vanguardia. Aunque estén criticando siempre a los franceses por su semana laboral de las 35 horas, los holandeses y los alemanes son los que menos horas trabajan en Europa. 30 los primeros y 35 los segundos. Los franceses trabajan 37,5 horas de media. En cambio, países con menos capital social como Grecia, Portugal y España están por encima de la media europea. Para poder repartir más el trabajo en la era digital, sin embargo, hay que tener mano de obra muy cualificada y eso no es fácil. Al igual que en la renta básica universal, se necesitan muchos recursos para formar bien a la población. Es por eso que algunos proponen una solución intermedia: el complemento salarial. Una ayuda básica del Estado para todo aquel que no gane lo mínimo. La idea aquí también es buena, pero esta opción requiere muchas inspecciones para evitar el fraude. Volvemos de nuevo al concepto base: frente a la revolución digital, el capital humano es imprescindible, pero también lo es el capital social. Sin él, la disrupción de la revolución digital va a ser mayor. La historia nos enseña que si los ganadores no compensan a los perdedores de una manera más o menos voluntaria, o bajo un contrato social, el conflicto social está asegurado. ~

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Es investigador principal para la economía europea del Real Instituto Elcano y autor de The Euro, the Dollar and the Global Financial Crisis (Routledge, 2014)


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