Las anomalías generosas

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Llevaba diez días en Shanghái. Una mañana fui a la computadora para dar las buenas noches (acá era de mañana, allá de noche) a mi hijo, que vive en Tepoztlán. Así me enteré de que había temblado en México. Un espejo mental se me estrelló en la cara: el del terremoto del 19 de septiembre de 1985, que viví en Acapulco y me obligó a cruzar la Ciudad de México dos días más tarde para reunirme con mi mamá.

Lo primero fue la angustia egoísta: ¿qué pasó en Tepoztlán? ¿Dónde están mi exesposa y mi hijo? En Tepoz se habían caído dos iglesias, no había luz, la escuela de mi Leonardo tenía daños estructurales –me dijeron–. Tardé dos horas en encontrar a mi familia: resulta que el día previo Mónica tuvo que asistir a una reunión de trabajo en Monterrey, y se llevó a Leo consigo. Se enteraron del terremoto de la misma manera que yo: por las noticias.

Lo segundo fue una angustia atemperada: buscar uno a uno a los amigos, seguir relatos particulares en Twitter. La mayoría de mis amigos estaban asustados y muchos tuvieron que dejar sus casas, pero todos estaban vivos y sin un rasguño. Algunos formaban brigadas, entregaban despensas, organizaban y/o certificaban información digital con la intención de dar forma a la –no inesperada pero si avasalladora– respuesta ciudadana. Muy pronto fluyeron las historias de solidaridad, de compromiso humano y chilango. Me dio una envidia rara: habría querido estar ahí, llevando mantas o removiendo escombro. No enfatizaré de nuevo la trascendencia que tiene la compasión frente al horror: todos sabemos que esto es lo más importante que sucedió en la Ciudad de México los días 19 y 20 de septiembre, y es algo que sigue sucediendo hasta hoy.

Decidí dar un paso atrás: ver por sobre los hombros de los testigos para construir una (entre muchas) versión crítica del relato. Ese era mi lugar y mi única opción: ya dije que estaba en Shanghái y habría sido ridículo buscar un casco y una pala y salir a la calle.

La primera división –leve– que noté entre las huestes solidarias fue su actitud ante la reacción gubernamental: mientras alguien describía con rabia la escena de un camión lleno de soldados comiendo tacos cuando a su alrededor la gente removía escombro en las calles, alguien más escribió: “Es la primera vez que me emociono al escuchar el verso del Himno que dice: ‘Un soldado en cada hijo te dio’.” Había una tenue preideologización ante la naturaleza: muchos de quienes estamos hartos de los fallos y abusos del actual gobierno habían decidido de antemano que el Estado fracasaría en su reacción. Otras personas, por el contrario, vieron el hiato del desastre como una prueba de las virtudes del régimen; y otras más, incluso, de las virtudes de un sector particular del régimen: las fuerzas armadas. Pero lo que prevalecía era la solidaridad. Una solidaridad, tengo que decirlo, vagamente histérica en algunos casos. Hubo un momento en que mi timeline (TL) informó que no había nada para socorrer a la gente de Xochimilco: ni brigadistas ni refugios ni alimentos. A las pocas horas, la misma cuenta de Twitter pidió que por favor ya no se enviaran personas ni servicios a Xochimilco: la oferta había desbordado la demanda. Si se compara con el 85, el rescate de sobrevivientes rompió récords: a las pocas horas ya casi todos los heridos estaban recibiendo atención médica. Junto a la tecnología de punta empleada por el ejército, creo que brillaron más los grupos de voluntarios, algunos nuevos y otros de tradición, como los Topos; también las redes sociales, cuya eficacia superó cualquier otro momento de organización ciudadana que yo recuerde en México. Tampoco faltó lugar para las acusaciones de corrupción: muy pronto se cuestionó al gobernador de Morelos por un faltante en las despensas destinadas a los damnificados.

La culminación de este periodo excepcional y virtuoso de unidad nacional fue –y la metáfora es compleja, pero se explica sola– el pretendido rescate de la niña Frida Sofía entre los restos de la escuela Rébsamen. Nos enteramos al final de que todo era una comedia de errores (si no es que un tongo) construida a partes iguales por la Marina, Televisa y los espectadores. Pero, además, el caso puso en evidencia la falta de coordinación entre grupos de rescatistas federales y distintos niveles de gobierno. En este punto, me animé a hacer vía Twitter una primera crítica de la forma en que se manejó tanto la organización de grupos de rescate como el uso de la información. La reacción en mi tl fue más iracunda de lo que esperaba, prevaleciendo en ella dos descalificaciones que resumo así: “eres un chairo” y “si no ayudas, no estorbes”. Entendí que era demasiado temprano y me guardé mis opiniones.

Sigo en Shanghái. Para cuando escribo estas líneas, pronto se cumplirá un mes del terremoto. El lenguaje de lo excepcional ha fluido desde entonces, devolviéndonos a una supuesta normalidad –digo supuesta porque en México no existe tal cosa, y así lo esbozaron en su momento sendos artículos de Guillermo Sheridan y Jesús Silva-Herzog Márquez.

Pergeño un par de ideas finales.

Contra lo que algunos esperábamos, el gobierno de Peña Nieto logró casi neutralizar el descontento en su contra acerca de este evento particular. Una de las razones es que su capacidad de reacción superó a la del régimen de Miguel de la Madrid. Pero otra es que ejerció desde el principio un férreo control de daños –sobre todo por televisión–; sin embargo, su postura ante los restos del desastre sigue siendo irresponsablemente tibia. Y hay una tercera cuestión, de índole ideológica: la crítica a la corrupción de este gobierno es unánime desde la oposición, pero la crítica a las instituciones es un producto privilegiado de la izquierda. Las diferencias ideológicas, me temo, pesan en México mucho más de lo que merecen. La solidaridad mostrada es una prueba de los muchos valores y necesidades que nos unen, pero la clase política y nuestra idiosincrasia han logrado colocar los fantasmas del lenguaje tecnocrático, la consigna revolucionaria y el puritanismo liberal por encima de la tragedia. En este momento, Tamaulipas y Guerrero –por poner dos ejemplos– viven una emergencia y un desastre de iguales alcances a los de un terremoto. Solo que su índole no es natural sino social.

Pocos días después del 19 de septiembre, volvió a sonar la alerta sísmica. Era de mañana. Mucha gente salió de su casa en piyama, poniéndose las sandalias o cargando el plato de chilaquiles. Alguien describió a un hombre parado en una esquina, envuelto en una toalla, enjabonado y hablando por celular. Muchas de estas escenas fueron descritas con risa y ternura por muchos chilangos. Ese día volvió al ruedo uno de los recursos políticos y solidarios que más amo de mi país: el humor. ~

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(Acapulco, 1971) es poeta y narrador, autor de libros como Canción de tumba (2011), Las azules baladas (vienen del sueño) (2014) y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017). En 2022 ganó el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde.


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