Las aventuras del Ășltimo lector

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David Toscana
Evangelia

Ciudad de MĂ©xico, Alfaguara, 2016, 336 pp.

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Olegaroy
Ciudad de MĂ©xico, Alfaguara, 2017, 244 pp.

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La ciudad que el diablo se llevĂł
Barcelona, Candaya, 2020, 288 pp.

 

Creo que al propio David Toscana ya le contĂ© la anĂ©cdota. La Ășltima vez que vi a Ricardo Piglia, en el pasillo de un hotel en Xalapa, nos saludamos brevemente y vi que llevaba en la mano un ejemplar de El Ășltimo lector, de Toscana, siendo el maestro argentino autor de un libro del mismo tĂ­tulo. El de Piglia –uno de sus mejores ensayos– habĂ­a aparecido un año despuĂ©s que el del regiomontano y, adelantĂĄndose a cualquier comentario que yo pudiera hacer, me dijo: “Me avergĂŒenzo, ante esta obra genial, de tener un libro que se titula igual.”

El Ășltimo lector (2004), sin duda, dio comienzo al vertiginoso ascenso de Toscana (Monterrey, 1961) como uno de los mĂĄs originales narradores hispanoamericanos, quien, hasta el Premio Xavier Villaurrutia ganado en 2017 gracias a Olegaroy, no gozaba del crĂ©dito merecido en MĂ©xico, expatriado voluntario, en Polonia y en España, desde hace varios años. El Ășltimo lector es una de las pocas novelas actuales que he leĂ­do, en cualquier lengua, sobre el fin de la lectura, tan profetizado. Una vez realizado ese exorcismo, Toscana se sintiĂł liberado para invadir toda tierra literaria que le apeteciese. No pide permiso, imagina. Es notorio en Ă©l –especulo con lo poco que sĂ© de su itinerario– que habiendo sido un escritor tardĂ­o, proveniente de un medio no letrado, careciĂł de los escrĂșpulos de aquellos que hemos sido, antes que escritores, prospectos de hombres de letras. Algo hay en Ă©l de la barbarie del conquistador indĂłmito para quien su Monterrey natal tiene tantas virtudes como su homĂłnimo Königsberg, Cracovia o Tierra Santa para servir de salida de emergencia al pasadizo de su imaginaciĂłn.

Ello no quiere decir que Toscana sea un improvisado. Narrador profesional, cada una de sus novelas estĂĄ basada en una investigaciĂłn erudita, de aquellas que no se notan, pues Toscana sirve al lector, no a su currĂ­culum. No pone bibliografĂ­as al final de sus ficciones ni da lecciones universitarias de sociologĂ­a planetaria al pĂșblico aunque en Evangelia, su apuesta porque JesĂșs haya sido una mujer, se sustenta en un conocimiento poco usual por detallado –al menos en un novelista de nuestra lengua– del Nuevo Testamento; Olegaroy, cuyo humor negro carece tambiĂ©n de parangĂłn, es una recreaciĂłn del hombre superfluo de la literatura rusa o un homenaje a Bouvard y PĂ©cuchet o ninguna de las dos cosas y a mĂ­ me gana la antiquĂ­sima angustia de las influencias.

Finalmente, La ciudad que el diablo se llevĂł –publicada originalmente en 2012– se inspira, desde luego, en la experiencia polaca del autor. Pero el no ser polaco le permitiĂł una irreverencia, asociada a la piedad, sobre el horror de 1939-1945 que quizĂĄ nadie nacido en Varsovia o en Cracovia se hubiese atrevido a musitar. A diferencia de tantas novelas mexicanas sobre las guerras mundiales que pulularon en los primeros años del siglo, al grado de que alguien hablĂł, risueño, de nuestro “nazismo mĂĄgico”, en La ciudad que el diablo se llevĂł cada frase estĂĄ trabajada con una belleza solo hija de la precisiĂłn y de la brevedad. Prosa inolvidable por eficaz, ajena a la llamada “literatura fĂĄcil de tema culto”, la de Toscana hipnotiza al lector porque el pasado, como sostenĂ­a Proust, solo simula que se mueve.

De las tres Ășltimas novelas de Toscana aquĂ­ reseñadas, Evangelia es la menos convincente. Si, como he dicho, la parĂĄfrasis evangĂ©lica es muy convincente y la improbable Hija del Señor vuelve su camino hacia la cruz un rosario de ocurrencias que a veces nos hace pensar en Toscana como en un ilustre discĂ­pulo de los Monty Python, al final el esfuerzo resulta un tanto vano. Dado que los primeros cristianos deciden sustituir la pasiĂłn de Evangelia por la de un pariente suyo, un tal JesĂșs, deformando la historia sagrada desde el origen, la novela es la reconstrucciĂłn de un equĂ­voco sin mayores consecuencias y la TĂ©trada, en vez de la Trinidad, queda en lograda variante novelĂ­stica de exĂ©gesis bĂ­blica, entre las miles que hay, cuando las virtudes humorĂ­sticas de Toscana nos invitaban a un desenlace distinto.

TenĂ­a que ser un gentil mexicano en un paĂ­s donde el antisemitismo persiste no sin alarmante gravedad quien escribiera una novela tan judĂ­a como La ciudad que el diablo se llevĂł. Mucho encuentro en ella del hombre superfluo de los rusos, insisto, pero tambiĂ©n de los sarcasmos de Isaac Bashevis Singer, inclemente en su libertad de escritor aun con los suyos. El sufrimiento de los judĂ­os exterminados por los alemanes con el asentimiento de tantos polacos y amenazados por la no muy buena noticia de la llegada de los soviĂ©ticos recorre La ciudad que el diablo se llevĂł de principio a fin, sin que Toscana falte, ni por un momento, a la modestia. Habiendo leĂ­do todo sobre la Varsovia martirizada, no tiene grandes ideas que agregar ni historiosofĂ­a alternativa que ofrecer. Le basta con un conjunto de condenados, siniestros o cĂłmicos, compasivos o crueles, para quienes la guerra no fue un gran acontecimiento en el recurrir de los siglos sino “esa rĂĄfaga de viento que desvĂ­a una bala justo cuando se adelanta la cabeza para estornudar o la visita que se hace a un pariente cuando cae una bomba sobre el propio techo”.

Esa creencia en la guerra como una decisiĂłn que hasta a las altas potestades se les va de las manos, habiĂ©ndola declarado con los propĂłsitos mĂĄs viles, tan propia de Joseph Roth y de todos los estudiosos de la hybris, estĂĄ en Toscana, quien la traslada a una ruina donde el heroĂ­smo estĂĄ en la respiraciĂłn de los sobrevivientes. El personaje central de La ciudad que el diablo se llevĂł es el escritor cuya novela sobre aquella Varsovia o no se escribirĂĄ o es la propia novela que tenemos en las manos. Que a Toscana le haya complacido ese tĂłpico –el final de Cien años de soledad– habla de la seguridad en sĂ­ mismo que ha ganado a lo largo ya de suficientes libros y no de su ingenuidad, porque estĂĄ cerrando el cĂ­rculo abierto con El Ășltimo lector. Si dicha novela detalla el misterio de un mundo sin libros, La ciudad que el diablo se llevĂł plantea la posibilidad, siempre vigente, de un universo sin novelistas o donde al personaje que pretende escribir una, se la roba un novelista-Dios. Ello no hubiera disgustado a Bruno Schulz, una de sus lecturas –me imagino– iniciĂĄticas.

Si Evangelia y La ciudad que el diablo se llevĂł son dos novelas histĂłricas bien heterodoxas, Olegaroy parece inclasificable. El hĂ©roe es otro simple a la rusa o un PĂ©cuchet perdido en las calles de Monterrey durante las vĂ­speras de la Guerra FrĂ­a porque la Historia en Toscana no es utilizada como gancho comercial; funciona a la manera del coro griego. Olegaroy, cuyo nombre no significa nada, padece insomnio y se le ocurre que robando para su uso el colchĂłn de una mujer apuñalada podrĂĄ dormir; ese acto solo le trae desgracias sin nĂșmero, mismas –“las de un asesino que no ha asesinado a nadie”– que aprovecha en un periplo este lector ĂĄvido y Ășnico de periĂłdicos para escribir una Enciclopedia de la desgracia humana. A partir de las visitas a los velatorios que realiza acompañado de su providente madre, Olegaroy va recopilando una filosofĂ­a de la muerte que –segĂșn el narrador– serĂĄ patrimonio universal de la humanidad y lo llevarĂĄ a ser citado por todos los cientĂ­ficos y tenido por un SĂłcrates del pasado siglo XX.

Cualquier hijo de vecino y su muerte o el avionazo que el 4 de mayo de 1949 acabĂł con los futbolistas del Torino italiano –origen argumental de Olegaroy– es materia para que el filĂłsofo de la simplicidad engañosa atraiga, con sus parĂĄbolas, a un sĂ©quito a modo: SalomĂ©, una suripanta, el profesor Mariles, poeta y matemĂĄtico, o el sacerdote conflictuado FabiĂĄn, quien lleva las ideas de su maestro, nuevo “teotanista”, hasta trastornar al Vaticano porque la premisa “Dios es verdadero” es una falsedad lĂłgica. Incluso a las pĂĄginas del muy regio El Porvenir llega una angustiada refutaciĂłn de Hans Urs von Balthasar.

En Evangelia Toscana dialoga con el Nuevo Testamento y en La ciudad que el diablo se llevĂł, con la guerra como experiencia crucial, mientras que en Olegaroy el asunto es la filosofĂ­a occidental entera tal cual puede ser volteada de cabeza por un pobre diablo necio en su genialidad, epĂ­tome del sabio de aldea al cual nada humano o divino le es ajeno. El narrador enfrenta a su hĂ©roe con Russell, convierte la cama robada en sĂ­mbolo postrero del Arte ContemporĂĄneo (“el colchĂłn es la metĂĄfora, o acaso el preludio de robarle el sueño a la humanidad”), cita a Einstein, Fermat, Cantor o Gödel, y sostiene que, para azoro de los especialistas, calculĂł mejor que Leibniz y Newton, poniendo de cabeza al Scientific American y haciendo cambiar de rumbo, tambiĂ©n, a la carrera espacial. Interesado por el futbol a raĂ­z de la tragedia del Torino, Olegaroy pretende, a su vez, modificar sus reglas en una cancha, de donde es expulsado aun cuando la posteridad imaginada por Toscana lo tenga por un Garrincha inverosĂ­mil. “Cristo habĂ­a usado parĂĄbolas, no circunloquios. Los planetas eran achatados y el propio Ăłvulo humano se aproximaba mĂĄs a ese balĂłn de futbol”, ovoide propuesto por Olegaroy en sustituciĂłn del vigente.

Predicador de la inmovilidad pues los accidentes ocurren porque se desobedece la claustrofilia de Pascal, promotor del divorcio siempre y cuando se despose una y otra vez a la misma mujer y relativista radical, Olegaroy es uno de los personajes mås fascinantes de nuestra literatura contemporånea. El libro de Toscana puede ser leído como una broma muy bien escrita o como una denuncia de la futilidad del saber humano y no deja de ser por ello una estupenda novela, divertida como pocas entre las que se escriben en español.

Al morir Olegaroy, Simone de Beauvoir ratificĂł la anĂ©cdota de la que fue testigo: Sartre, idiosincrĂĄticamente angustiado, se asoma a la ventana de su departamento en la Rue Bonaparte y dice: “Algo dejĂł de existir.”

Émulo de Flaubert, Toscana tiene su San Antonio, su EducaciĂłn sentimental y su Bouvard y PĂ©cuchet: se mueve con sagacidad entre las Sagradas Escrituras, la guerra como trasfondo de la vida o el enciclopedismo como vademĂ©cum de la imbecilidad. Si la narrativa mexicana necesitaba de un verdadero cosmopolita, ya lo tenemos. Se llama David Toscana. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicĂł sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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