Las nuevas hijas de Homero

Desde mediados del siglo XX, una corriente de nuevas helenistas ha aparecido para traducir, reinventar y cuestionar los relatos clásicos. Con autoridad y confianza admirables, han intervenido textos, puesto en entredicho interpretaciones tradicionales e imaginado episodios clave de la cultura griega.
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Los historiadores tenemos una relación incómoda con la ficción histórica. Aprendemos a valorar ante todo los datos duros que arrojan los documentos relevantes. Con ellos hacemos reconstrucciones más o menos logradas, pero a muchos nos incomodan los intentos de novelar esas historias mezclando los datos históricos con añadidos inventados por el autor. Las historias verdaderas se empobrecen, se contaminan –pensamos– cuando los datos auténticos son indistinguibles de los inventados.

Aprendemos además a respetar esos datos duros con todas sus limitaciones: quién lo dijo y para qué, lo que ahora se repite mucho: el “contexto”, qué pruebas tenemos. Hay que añadir el respeto por lo desconocido, que aumenta con la antigüedad o la alteridad de la materia: en realidad no podemos saber qué pensaban los aztecas, las fuentes son soldados españoles, o franciscanos; las crónicas de Cholula se esmeran contra los tlaxcaltecas, las de Tlatelolco contra los mexicas; los colores utilizados en el templo A no fueron necesariamente los del B, aunque sean de la misma época, cultura y región. ¿Cómo saber cuándo fue realmente apresado Moctezuma? ¿Era indeciso o en realidad seguía una estrategia? ¿Cómo adivinar una mentalidad tan ajena a la nuestra? Las fuentes son contradictorias, lo más responsable es citar y dar contexto a las principales para que el lector se haga una idea. Y si la historia tiene huecos, inconsistencias, pues así es. Todo es misterioso en realidad.

Luis González decía que hay dos tipos de historiadores: los del sustantivo y los del verbo. Los primeros estarían más inclinados a la historiografía, a ponderar esas versiones discordantes, mientras que los segundos se atreven a dar su versión, aunque señalando en los casos más importantes las discrepancias. Contar una historia es un propósito por lo general ajeno a nuestra historiografía de la conquista (una excepción es La conquista de México, de Hugh Thomas). En otro terreno, ya no académico, se encuentran las recreaciones más literarias o las que se mezclan con la ficción. Rara vez una obra aspira a suscribir ambas categorías. Y en nuestro nacionalista país, castigamos a los que se atreven a imaginar nuestro mundo prehispánico, como sucedió con la apreciable película Apocalypto de Mel Gibson.

Algo similar ocurre con las ediciones de piezas literarias clásicas. Los traductores académicos de textos canónicos suelen acercarse hasta donde les sea posible al texto original: no dejar nada fuera, no cambiar ni añadir nada; interpretar lo mejor posible el sentido pero procurar transferirlo con fidelidad, aunque sea críptico, aunque no lo entendamos de la misma forma en el presente. Dedican numerosas notas al pie a hacer las aclaraciones correspondientes.

Se ha comparado la multitud y complejidad de las fuentes de la historia antigua mesoamericana hasta la conquista con las del corpus grecolatino, una acumulación de más de veinticinco siglos de una episteme que puede considerarse de los más altos productos de la civilización occidental. Por algo un estudioso temprano de la literatura mesoamericana como Ángel María Garibay K. (1892-1967) quiso cubrir ambos, lo mexicano y lo griego. Las dos tradiciones contienen creaciones humanas tales como mitos, religiones, leyendas y una historia a la que podemos tener parcial acceso a partir de documentos (escultura, pintura, escritura) antiguos. En ambos casos la arqueología y la filología sirven un mundo en el cruce entre la invención colectiva y los datos históricos.

Sin tomar en cuenta la filosofía, la oratoria y la ciencia, el corpus escrito griego abarca la mitología, las leyendas y la épica (incluidas la Ilíada y la Odisea), el teatro ateniense y la historia, un universo completo, redondo y tan atractivo, que se presta a ser contado una y otra vez. Hesíodo, Heródoto (el fundador de la historia, cuya veracidad fue cuestionada en su propia época), Ovidio y Apolodoro de Atenas (150 a. C., su biblioteca, que subsiste, data de los siglos I o II d. C.), entre otros, hicieron grandes compendios; el teatro clásico ofrece muchas de las historias esenciales, y junto a ellos hay numerosas fuentes más que estudia la filología. Desde los orígenes las historias clásicas fueron transmitidas, elaboradas, discutidas y reinterpretadas. Nuevas traducciones de Homero acompañan el paso de los siglos. Y desde mediados del siglo XX podemos reconocer una corriente de recontadores de las historias clásicas.

Revisando las ediciones griegas clásicas de los tiempos recientes, me sorprende la libertad y felicidad creativa de tantas mujeres helenistas, que no solo se atreven a realizar innovadoras traducciones de los clásicos sino que hacen literatura con ellos. La canadiense Anne Carson (1950) es una gran traductora, de teatro clásico principalmente, y una poeta e intelectual poderosa; su conocimiento es tal que no duda en renovar la obra de los trágicos. La también canadiense Margaret Atwood (1939), autora de la exitosa distopía feminista El cuento de la criada, escribió una pieza teatral bellísima, The Penelopiad (2005). La británica Caroline Alexander (1956), considerada una “historiadora narrativa” por el New York Times y autora de best sellers históricos, varios de los cuales ha producido como cine documental, publicó en 2015 su traducción de la Ilíada. Otra clasicista también británica, Emily Wilson (1971), traductora de Eurípides y experta en Séneca, publicó recientemente una brillante traducción en pentámetros yámbicos (más cortos que los hexámetros del original) de la Odisea: un texto más ligero, ejemplo de lo que se ha llamado “traducción creativa”. En otra escala, la más joven Madeline Miller (1978), profesora estadounidense de griego y latín, ha publicado novelas de temas clásicos (La canción de Aquiles, de 2011, y Circe, de 2018). ¿Existen entre los mesoamericanistas de hoy autores así? Habría que entender nuestras inhibiciones.

La inclinación anglosajona contemporánea por la recreación histórica clásica debe mucho a dos pioneros de mediados del siglo XX, ambos británicos y novelistas de enorme éxito: Robert Graves (1895-1985) y Mary Renault (1905-1983). Poeta, narrador y clasicista, Graves fue parcialmente defenestrado de sus altas cumbres por la academia, que había tolerado a regañadientes su irrefrenable impulso de innovación radical en la mitología, sobre todo clásica y celta, hasta que una controvertida traducción de los Rubaiyat de Omar Khayyam lo desprestigió de manera definitiva. Acaso su obra cumbre sea La diosa blanca. Una gramática histórica del mito poético (1948). Mary Renault, que migró de Gran Bretaña a Sudáfrica, es autora de numerosas novelas históricas y cayó en desgracia en parte porque se le consideró deudora de las teorías de Graves. Pero sorprende su éxito en ese tiempo y no sorprende que ya no se le lea tanto: enamorada de una enfermera como ella, esta valiente escritora no dudó en dejar Inglaterra para siempre y pasar toda su vida al lado de su amor. Su obra recrea una y otra vez en el mundo griego clásico ese greek love que unía homosexualidad y pederastia: una sociedad en la que el amor entre hombres es completamente natural (y desde luego incluye el casamiento con mujeres), que admira ante todo la belleza masculina y en la que los hombres viven semidesnudos bajo sus amplias togas, mientras observan a niños, adolescentes y jóvenes practicar desnudos sus deportes. Quien la lea no verá otra vez una estatua griega con los mismos ojos.

Al tiempo que estos dos autores escribían sus libros, el canon de la literatura moderna de tema clásico tuvo una importante revaloración gracias a Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar. En México, Alfonso Reyes (1889-1959) recreó la tragedia griega con el poema dramático Ifigenia cruel (1923) y escribió memorables y numerosos estudios sobre el mundo helénico (su sola enunciación incompleta no da idea de su diversidad, profundidad y felicidad literaria: La crítica en la edad ateniense, Religión griega, Mitología griega, Junta de sombras, Estudios helénicos, El triángulo egeo, La jornada aquea, Los poemas homéricos, La afición de Grecia, Rescoldo de Grecia). Para nuestros fines destaca sobre todo su encomiada traducción en alejandrinos de los nueve primeros cantos de la Ilíada, Aquiles agraviado (1951). Es una lástima que la enfermedad le impidiera continuarla.

Anne Carson es autora de varias obras audaces, como la breve pieza teatral que reúne a Helena de Troya con la cantante Madonna, o su hermoso estudio de las poéticas de Simónides de Ceos y Paul Celan. Reunió tres obras clásicas –Agamenón de Esquilo, Electra de Sófocles y Orestes de Eurípides– en An Oresteia (2009). Cabe destacar su aproximación de 2017 a Las bacantes de Eurípides, Bakkhai.

((Anne Carson, Bakkhai, Nueva York, New Directions, 2017, 96 pp. [Hay una traducción al español de Bernardita Bolumburu, Santiago de Chile, La Pollera Ediciones, 2020.]
))

 Esta “nueva versión” pone en primer plano las sutilezas de la obra, y le añade por su cuenta ambigüedad, ironía, sarcasmo, simple diversión, todo con la mano segura de quien conoce a fondo su materia. A cambio, sacrifica precisiones geográficas y culturales de poco interés inmediato para los no conocedores, y menos en una verdadera representación teatral. Suprime la neutralidad pesada de las traducciones convencionales e incorpora sin complejos coloquialismos del inglés actual. Esa intromisión abierta en el texto de Eurípides significa un plano de igualdad, una autoridad, que Carson se gana a pulso. En el caso de Las bacantes, dos temas concentran la agudeza de la autora: el primero es el dios Dioniso, “mitológicamente oscuro”, dios antiguo que aparece como “nuevo dios” y es negado en la propia Tebas, la ciudad de su madre Sémele. El segundo es la caracterización que se hace en la obra de Dioniso como Daimon, representación de la voluntad divina, el destino:

esto que llamamos lo daimónico,
antiguo,
elemental,
fijado en ley y costumbre,
nacido de la naturaleza misma.

(( this thing we call the daimonic, / ancient, / elemental, / fixed in law and custom, / grown out of nature itself.
))

La tragedia termina con estos versos:

Muchas son las formas de lo daimónico
y muchas las sorpresas forjadas por los dioses.
Lo que parecía probable no ocurrió.
Pero para lo inesperado un dios encontró un camino.
Así resultó esto
el día de hoy.

((Many are the forms of the daimonic / and many surprises wrought by gods. / What seemed likely did not happen. / But for the unexpected a god found a way. / That’s how this went / Today.
 
))

En la por lo demás excelente traducción española de Carlos García Gual, publicada por Gredos, por ejemplo, lo daimónico queda como lo divino, sin distinción clara. Pero parecería buena idea respetar la complejidad de una palabra que significa ante todo lo divino, lo intermediario entre los dioses y los hombres, como aquel daimon que era la voz interior de Sócrates; y en ese sentido, los espíritus, las almas de los muertos, los genios tutelares; pero también la suerte, el destino atado a cada cosa, persona o lugar; e igualmente lo extraordinario y lo extraño. La connotación negativa aparece en el griego más tardío pero también en Homero, en una forma vocativa, daimónie, como increpa Andrómaca a Héctor en la Ilíada (VI-407), en el sentido comúnmente traducido como insensato, infortunado. Alfonso Reyes lo tradujo como “ciego”,

((Luis Arturo Guichard, “Notas sobre la versión de la Ilíada de Alfonso Reyes”, Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 52, núm. 2, pp. 409-447, 2004: https://doi.org/10.24201/nrfh.v52i2.2242, consultado el 4 de enero de 2021.
))

 Alexander como inhuman one, inhumano. De ahí a la palabra demonio, facilitada por la semejanza (y existente también en el griego clásico, en formas compuestas), hay un paso. Nabokov debió pensar en todo esto cuando en su novela Ada o el ardor llama al padre Demon, y a su país Demonia.

Antes de dar a la imprenta su traducción de la Ilíada en 2015, Caroline Alexander publicó en 2009 The war that killed Achilles: The true story of Homer’s Iliad and the Trojan war.

((Caroline Alexander, The war that killed Achilles: The true story of Homer’s Iliad and the Trojan war, Nueva York, Viking Press, 2009, 320 pp. [Hay traducción al español de José Manuel Álvarez-Flórez, La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la “Ilíada”, Barcelona, Acantilado, 2015.]
))

 En ambas obras, la clasicista explica que las traducciones de la Ilíada en Occidente, que iniciaron en 1581 y entre las que destaca la célebre versión de George Chapman de 1598, tendieron a distorsionar la obra original para dibujar una contienda más militarista y un Aquiles más heroico. Lejos de sublimarla, la Ilíada muestra en realidad una guerra inútil y destructiva para los soldados y para quienes los esperaban, para vencedores y vencidos; y a un Aquiles que reta a su superior Agamenón y declara que no quiere pelear, que prefiere regresar a su tierra, pero que al final termina entregándose a una muerte inútil que lamentará en el propio Hades para la eternidad.

La sorprendente humanidad de la Ilíada respondería en parte a que los bardos que la reproducían migraron de Grecia a la propia Tróade, la región de Anatolia donde se encontraba Troya, de modo que incorporaron en su evocación el dolor de aquella ciudad destruida.

Alexander subraya la extrañeza y la maravilla de la obra homérica: describe una guerra acaecida en el siglo XIII a. C., en la Edad de Bronce, cuando existía la escritura silábico-ideográfica llamada lineal B, guerra que enfrentó a reyes micénicos o aqueos y de Beocia (Grecia central y Tesalia, como el propio Aquiles) con probables hititas de la Tróade. Apenas décadas después, esa civilización fue destruida para dar lugar a una edad oscura que duró unos cuatro siglos, donde no hubo ni escritura ni comercio ni grandes ciudades y palacios. En ese largo lapso, la historia de Ilión fue contada o cantada una y otra vez, recogiendo leyendas y fragmentos de lenguas en su rastro. Del siglo VIII al VII a. C., con el renacimiento de la civilización griega apareció su escritura alfabética y fonética, hecha para copiar los sonidos y que cualquiera pudiera leer. Y en ese mundo y ese momento, se le da forma final al poema y se puede poner por escrito. Se podría decir que la escritura fue redescubierta para conservar y fijar para siempre aquel larguísimo poema oral, y que la lengua griega clásica nació gracias a los 15,693 hexámetros de la Ilíada.

La rebeldía individualista de Aquiles en una guerra arcaica, poblada de reyes y guerreros legendarios, se explicaría como la confluencia de dos tradiciones espaciadas en el tiempo: el antiguo mundo micénico y el naciente mundo moderno de las ciudades Estado griegas y su descubrimiento del ciudadano pensante y autónomo.

La discusión sobre la historicidad de la Ilíada y la Odisea y de su autor, Homero, tiene unos veintiséis siglos: el péndulo oscila entre tomar estos grandes poemas épicos como literatura sin más, o casi como historia. En la introducción de su Odisea,

((Homer, The Odyssey, traducción de Emily Wilson, Nueva York, W. W. Norton & Company, 2018, 592 pp.
))

 Emily Wilson describe la parte histórica revelada por la obra, que muestra tanto la vida de las casas reales micénicas como el mundo griego hacia los siglos VIII-VII a. C., en el que la expansión poblacional de los griegos y de su lengua (comercio de mercancías y de esclavos, guerras, piratería y saqueos, colonizaciones, migraciones) creó un amplio territorio helenizado en torno al Mediterráneo. De ahí que un tema central de la Odisea sea el trato ritualizado entre “amigos extranjeros” (xenia), cuya práctica permite los intercambios pacíficos no solo entre desconocidos, sino incluso con gente de otras naciones, costumbres y lenguas, en adelante anfitriones y huéspedes, en esa geografía ampliada.

En su novela La hija de Homero (1955), Robert Graves sostiene o inventa que Nausícaa, una princesa de un asentamiento griego en la costa siciliana, es la autora auténtica de la Odisea. Su libro, de hecho, busca exponer la supuesta historia original del poema épico. Esa doble teoría –la de la autoría femenina de la Odisea y la de que la trama acontecía al oeste de Sicilia– fue en un principio propuesta por Samuel Butler en su Erewhon, de 1872. En la nota histórica inicial de la novela, Graves escribe que, tras analizar todos los datos disponibles, considera “irrefutables” los argumentos de Butler. ¿Pero esta nota histórica no es parte ya de la ficción literaria? Construida al modo de una revisión historiográfica, como era inevitable tratándose de Graves, a lo largo del libro Nausícaa corrige las historias detrás de su obra: se basa en una “versión original” suya (“El regreso de Odiseo”), en un relato (“Ulises”) escrito por su tío Mentor y en discusiones con otros conocedores en su entorno familiar. La historia del largo regreso de Odiseo a su isla aparece básicamente como una reformulación de una serie de acontecimientos locales, incluida la masacre de los pretendientes y de sus amantes, en este caso pretendientes de la propia Nausícaa, en su palacio siciliano. La protagonista se critica a sí misma por pasajes pueriles o ilógicos de la Odisea, y los corrige desde su experiencia personal (“el palacio de Circe era el nuestro, pero de alguna manera puesto en medio de la granja de cerdos de Eumeo”).

((Eumeo era el porquero de Ítaca, fiel a Odiseo.
 
))

 La hija de Homero representa así la génesis de la Odisea como una construcción poética y lógica basada en multitud de datos históricos. Nausícaa es Graves tejiendo sus idiosincráticas, elaboradísimas teorías mitológico-fácticas ancladas en teorías geográficas e históricas.

Al igual que Samuel Butler –acaso el primero en señalarlo–, Graves subraya la crueldad de la matanza de las servidoras del palacio de Odiseo y la horrible decisión de ahorcarlas, un tema que recogerían algunas de las escritoras mencionadas (Emily Wilson coloca el episodio en un panorama mucho más amplio, mientras que Butler atribuye aquella saña al espíritu moralizante y vengativo de la supuesta autora del gran poema épico). En ningún momento la novela de Graves peca de corrección política. Sobran en ella los detalles de mal gusto: los cincuenta pretendientes eran en realidad amantes de Penélope, quien tras el regreso de Ulises es devuelta a su familia. Nausícaa la convierte en un modelo de fidelidad por una prudencia política propia de su condición de princesa y autora conocida. De Circe dice que es “tan poco agraciada como insaciable” (both ill favoured and insatiate).

Esta hechicera de la isla de Eea ha despertado también la imaginación literaria del siglo XXI. Madeline Miller –una joven novelista estadounidense, profesora de latín y griego para nivel secundaria, cuya primera novela La canción de Aquiles fue muy bien recibida por el público– la convirtió en protagonista de su segundo libro de ficción. En Circe,

(( Madeline Miller, Circe, Nueva York, Little, Brown and Company, 2018, 400 pp. [Hay traducción al español de Celia Recarey Rendo y Jorge Cano Cuenca, Madrid, Alianza de Novelas, 2019.]
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 que el servicio de streaming hbo está adaptando como miniserie, la autora combina la Odisea con el canon clásico: Hesíodo, Heródoto, Ovidio y una sorprendente continuación de la historia de la familia real de Ítaca (la llamada Telegonía, poema épico perdido), así como otras fuentes poshoméricas. En la novela figuran la bruja Circe, Odiseo, Penélope y Telémaco, Prometeo, Helios, Hermes, Atenea, Apolo, Océano y las ninfas, Pasífae, Medea y el humano Dédalo. Todo ello enmarcado por la rivalidad entre dioses antiguos y nuevos, Cronos y los titanes vencidos por Zeus y los dioses del Olimpo, en una guerra cósmica, la Titanomaquia, tras la cual el titán Prometeo reta y desobedece al ahora todopoderoso Zeus otorgando a la especie humana el don del fuego, principio de la civilización y del humanismo, si se quiere ver así.

Siendo niña, la Circe de Miller desobedece en secreto a la corte de su padre, Helios, el sol, y ayuda a Prometeo al comienzo de su castigo. Cumple una función política y humanitaria en ese mundo de dioses vanidosos e inclementes que la descuidan por fea: es hija del sol pero no es dorada, su pelo es inusual y su voz, espantosa para los dioses porque parece humana. Su atracción por Prometeo nace también de su despecho de niña no querida, y el descubrimiento de su propia magia ocurrirá igualmente por un amor juvenil contrariado. En adelante el exilio dictado por Helios y Zeus define su vida, en su isla de Eea.

Irracionales en su exceso, las pasiones personales de Aquiles dominan la Ilíada. A su vez, Odiseo es definido desde la primera línea de la Odisea por su ingenio, sus muchas tretas y sus muchas vueltas (polytropos), una caracterización que está lejos de ser elogiosa. Nada de eso ha impedido que ciertas voces del canon clásico muestren admiración por ambos. ¿Por qué Circe no podría tener también su propia vida defectuosa? Acorde a las preocupaciones del siglo XXI, la Circe de Miller sublima sus penosas confrontaciones padre-hija cuando su maternidad saca de ella un temperamento de pura valentía, capacidad de sacrificio (acepta sufrir por toda la eternidad, a cambio de salvar a su hijo) y una autoridad al fin conquistada. Un blockbuster de verano de coming-of-age feminista.

Margaret Atwood logra en The Penelopiad

((Margaret Atwood, The Penelopiad, Edimburgo, Canongate, 2005, 200 pp. [Hay traducción al español de Gemma Rovira Ortega, Penélope y las doce criadas, Barcelona, Salamandra, 2005.]
 
))

 algo diferente: una pieza teatral de ligeros versos rimados que es un ejercicio de clasicismo feminista, breve, agudo, atemporal y contemporáneo al mismo tiempo. Contiene una canción-poema perfecta, la de las servidoras colgadas en el Hades: ligera como estas infelices que “bailan en el aire”, su canción consta casi toda ella de monosílabos, un efecto imposible de recrear en español:

Somos las doncellas,
las que mataste,
las que traicionaste.

Bailamos en aire,
nuestros pies descalzos se torcían.
No era justo

(( We are the maids / The ones you killed / The ones you failed / We danced in air / Our bare feet twitched / It was not fair
 
))

Sin embargo, la historia que Atwood cuenta podría considerarse una tergiversación: Penélope no quería casarse y menos con Odiseo, reyezuelo rupestre de una pequeña isla rocosa. Su suegra la desprecia; Euriclea, la nodriza tanto de Odiseo como de Telémaco, la ningunea; Odiseo, al igual que todos los hombres, hubiera preferido a su prima Helena, pero al menos es simpático y logra gustarle. Helena es siempre odiosa con ella; Euriclea ha hecho del joven Telémaco un príncipe mimado que desprecia a su propia madre. Pero además, Penélope es por supuesto privilegiada, una reina, y por tanto la otra voz que le sirve de contraste y la resitúa pertenece a las doncellas servidoras, en realidad esclavas: vendidas, robadas o nacidas en cautiverio. Ellas sufren todos los maltratos sin ningún límite o derecho propio, y son por lo común invisibles, cuando no representadas como graciosamente sumisas.

En la discusión de los últimos setenta años respecto al machismo –o su equivalente– de personajes legendarios, aparece de manera inevitable el episodio en el que Odiseo vuelve a Ítaca. En cierto momento, el rey le pide a su hijo recién reencontrado que mate a las servidoras que han sido amantes de algunos de los pretendientes de Penélope (antes las había obligado a recoger los cuerpos y limpiar la sangre de esos mismos pretendientes, masacrados en el sala de recepción del palacio). Telémaco termina ahorcándolas. La Odisea menciona el leve pataleo de las doncellas mientras son colgadas.

Atwood aprieta la tuerca narrativa añadiendo que las criadas habían aceptado ser amantes de los pretendientes por orden expresa de su ama, para proteger su secreto: eran ellas las garantes de la famosa argucia de Penélope para ganar tiempo frente a aquellos hombres (destejer de noche la mortaja que tejía de día para su suegro Laertes, labor que le “impedía” preparar sus nuevas nupcias). Una interpretación convencional diría que, dentro de la propia casa del rey, sitiada y cada vez más debilitada por su prolongada ausencia, las doncellas eran culpables de traición, de minar por dentro el poco poder que le quedaba a la familia real. Atwood muestra a Odiseo, Penélope y las servidoras, todos en el Hades. Ellas cantan su eterna, tristísima canción y Penélope comenta por lo bajo, con el sarcasmo propio de su condición encumbrada, que los pies de las chicas seguirán pateando, que ellas continuarán muriendo eternamente en sus cuerdas, por lo que “no llegarán muy lejos a pie”. De Graves a Atwood a Miller, todos recuerdan esas breves patadas en el aire. En Circe, Telémaco declara que nunca podrá olvidarlas, y esa culpa dirige el camino de su redención.

A propósito de crueldades, habría que decir que tampoco fue tan grande la afrenta de Melantio, el cabrero insolente de Ítaca, que tomó partido por los pretendientes (y asistimos sin rechistar a su suplicio). Y de seguro no todos los pretendientes eran tan malos, eran muy jóvenes y finalmente seguían la norma social de buscar sustituir a un marido rico (y rey) desaparecido por veinte años. Y el Cíclope vivía de modo apacible haciendo quesos con sus amadas ovejas, por tanto tenía derecho a defender su casa y a seguir su naturaleza (que incluyó comerse vivos a varios de los compañeros de Odiseo). Todo lo cual pondera Emily Wilson en la introducción a su Odisea.

Podemos añadir que la condición de las sirvientas-esclavas es asimismo más compleja. El cautiverio y la esclavitud derivaban de la guerra y la piratería. Las familias reales derrotadas, como la de Troya, eran esclavizadas. Fruto de la expansión y la dominación griega sobre otros pueblos del mundo mediterráneo, la esclavitud era, junto a los “metecos” o extranjeros libres, el modo de incorporar a una vasta población extranjera, subalterna en tanto “bárbara”, dentro de la sociedad y la economía. La ley de Pericles de 451 a. C., que daba la ciudadanía solamente a los hijos de padre y madre ciudadanos, demuestra que la unión de ciudadanos y esclavos era una práctica común. Fue el caso de Teucro, el hermano de Áyax, en versión de Sófocles: no tenía derecho a hablar en público, aunque su padre fuese un ciudadano respetado, porque su madre, una princesa frigia, fue cautiva y era esclava. Mientras que Tecmesa, la cautiva de Áyax, tiene en aquella pieza teatral un estatus cercano al de esposa. Un coro de marineros la llama “hija del frigio Teleutante, cautiva de Áyax, a quien ama y honra como una esposa”. Hay dos o tres siglos entre Sófocles y Homero, pero ambos representan a Odiseo, Áyax y sus compañeros, y comparten y labran la información acerca de sus personajes. Las familias de etnias mixtas y que incluían esclavas muestran al menos que la esclavitud podía tener más matices que los de un sometimiento absoluto de gente desprovista de todo.

(( Para estudiar la lengua y la literatura griegas los hablantes de francés tenemos como mejor opción el legendario diccionario Le Grand Bailly, de Anatole Bailly, originalmente de 1894. Conocido sobre todo por su edición de 1935, en la de 2020 cuenta con 2,581 páginas y más de 300,000 referencias literarias. Era carísimo y difícil de conseguir desde México, por lo que fue una alegre noticia descubrir que los editores actuales de esta obra en constante revisión y mejoramiento tuvieron la generosidad de ponerlo en línea, gratuito, abierto, descargable. Nada como los estudios remotos para salir del presente. Pero no es tan fácil: esta admirable edición se llama “Bailly 2020-Hugo Chávez”, y está en efecto dedicada a “quien notablemente obró mucho para la Educación en Venezuela, y que decía: ‘El primer poder que debe tener el pueblo, es el conocimiento’”.
))

Nuestro presente y nuestro futuro de lectores o estudiosos de los clásicos están insertos en el río de esa tradición, de corriente profunda y de torbellinos plateados como describe la Ilíada. Veintisiete siglos contemplan nuestros hallazgos, sorpresas, innovaciones, cuestionamientos e interrogaciones, generosamente dispuestos a incorporarlos en su canon. ~

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(ciudad de México, 1956) es historiadora.


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