A de ambivalencia. La palabra es horrible, pero certera. No hay otra mejor para explicar las sensaciones contradictorias que últimamente se relacionan con la maternidad. Es un poco como pasarse el día esperando que los críos se duerman para poder tener unos instantes para ti y cuando por fin han caído rendidos quedarte embobada mirándolos. La A es también de Adlon, Pamela, creadora de la serie Better things (hbo, 2016-2022), donde interpreta a una especie de alter ego, Sam Fox, separada, tres hijas, su madre –británica– es su vecina. La serie no tiene más argumento que seguir a los personajes tan entrañables como insoportables. Hay un momento en que una señora mayor quiere compartir con Sam Fox un instante de complicidad y reconocimiento, le dice: “qué rápido pasa”, refiriéndose a los hijos, claro. Sam responde: “No, pasa muy despacio y además no se acaba nunca.”
B de Berlin, Lucia. Lucia Berlin tuvo cuatro hijos. Durante una época de su vida fue alcohólica y muchos de sus cuentos hablan de la vida familiar o sentimental o laboral de una mujer alcohólica. Uno de los relatos de Manual para mujeres de la limpieza, “Dentelladas de tigre”, más o menos autobiográfico, va sobre un aborto que finalmente no tiene lugar. La chica, a la que su prima aconseja: “La cosa es que tienes diecinueve años y eres bonita. Has de buscarte a un hombre bueno, fuerte y decente, dispuesto a querer al pequeño Ben como si fuera su propio hijo. Ahora bien, encontrar a alguien que cargue con dos críos ya es otra historia. Solo podría ser una especie de buen samaritano dispuesto a rescatarte, un santo y te casarías con él por gratitud y luego te sentirías culpable y lo detestarías, así que acabarías locamente enamorada de un saxofonista bohemio… Sería una tragedia, Lou, una tragedia.” En el segundo volumen de cuentos que se tradujo de ella, hay un prólogo de Mark Berlin, su segundo hijo: “Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta”. B también de Busquets, Milena, porque en Ensayo general (Anagrama, 2024) dice que la experiencia de la maternidad se conoce primero en tanto que hija y eso explica por qué me agotan las escritoras que parecen descubrir que hay madres solo cuando ellas se convierten en una, con su conversión, que suele llevar la furia del converso con ella, llega el descubrimiento de la maternidad como tema literario, ¡la pólvora! En ese libro, el fantasma de la madre de Milena Busquets, Esther Tusquets, aparece por las esquinas hasta llenarlo todo en el mejor texto del libro, “Diez años menos tres días”.
C de cartas. Cuando la cineasta belga Chantal Akerman se fue a Nueva York su madre le mandaba cartas, dinero y ropa. Akerman filmó la ciudad y añadió su propia voz leyendo las cartas de su madre. La película, News from home, es hipnótica y bonita y triste, y no sé si lo pretendía pero es una muestra clarísima de la incomunicación madre-hija: no hay ninguna de las respuestas de Akerman, y en las cartas, la madre le reclama que escriba más. Hay otra película-carta más reciente: Jane par Charlotte, de Charlotte Gainsbourg. Es un retrato de su madre y a la vez una declaración de amor. Es emocionante pensar que necesitó hacer una película para decirle a su madre que la quiere, necesitar la cámara de aliada. La madre de una amiga le regaló a su hija Cartas a la hija, de Madame de Sévigné, cuando esta se fue a estudiar fuera: “no te voy a escribir cartas, pero te regalo esto”, me imagino que le dijo.
D de duelos por la madre muerta. La muerte de la madre es la condición para que dé comienzo la historia en muchos cuentos: Cenicienta, Blancanieves… Christopher Hitchens, Albert Cohen, Roland Barthes, Georges Perec (ver P), Milena Busquets escribieron sobre el duelo por la muerte de la madre. También personajes de ficción como Meursault en El extranjero, al que le comunican la muerte de su madre al comienzo del libro. “Ningún hijo sabe de verdad que su madre ha de morir”, escribe Cohen.
E de embarazada. El dúo Garfunkel & Oates (el Flight of the Conchords femenino) tiene una canción cuyo estribillo dice: “Pregnant women are smug” [las embarazadas son petulantes]. Son impertinentes, quejicas, creen que el mundo ha de rendirse ante ellas, se les han hinchado las articulaciones, tienen el pelo increíble y los labios más gordos, pasan calor pero todo el mundo les cede el asiento en el transporte público, miran las etiquetas de los quesos para evitar la leche cruda y, debido al sistema reticular neuronal, al poco de conocer su embarazo descubren los carritos de bebé, no dejan de cruzarse con ellos por la calle, hay más embarazadas que nunca, etc. Ahora que tener hijos es una especie de decisión ontológica que implica ser madre (y cumplir un deseo, o peor: una realización), un cambio de categoría del ser, podríamos hablar de maternidad consciente –seguro que este sintagma se usa sin ironía en grupos de crianza–, excusa para madres helicóptero y fábrica de hijos como proyecto vital. Los hijos necesitan que los dejen un poco en paz, a veces se olvida que los niños son individuos a los que se cuida pero que han de tomar sus propias decisiones y que nuestra labor –hablo de los adultos a su cargo, no solo de los progenitores– es procurar que se laven los dientes, se duchen con cierta regularidad y no digan muchas palabrotas. El embarazo te hace sentir que tienes superpoderes, es verdad, pero a la vez te encuentras mal a ratos y no te cabe tu ropa. Es una cosa y la contraria a la vez, como suele suceder. Es también un momento de vulnerabilidad máxima en el que el narcisismo disfrazado de protección es el peor de los consejeros. Sobre esto hay un chiste médico: si tu hijo es listo pero torpe, que se haga internista; si hábil pero no muy listo, cirujano; si es torpe y tonto, ginecólogo. Lo que quiero decir es que cuando escucho a Garfunkel & Oates cantar “te crees tan profunda ahora que estás embarazada” pienso que la canción es un retrato de la maternidad consciente, adanismo, ¿evismo?
F de Freud, Sigmund. Mi madre odia a Freud, dice que inventó una pseudociencia en la que le echa la culpa de todo a las madres. No creo que mi madre haya leído a Freud, pero sí muchos derivados de las teorías freudianas sobre la relación madre-hijo. Mi madre dice que odia a Freud, pero creo que a veces le gustaría que tuviera razón (o que tuviera razón en esa teoría simplificada y de oídas en que ella resume su trabajo) y que todo lo que nos pasa fuera responsabilidad de las madres o explicable por la relación con nuestras madres. Amalia, la madre de Freud, tuvo nueve hijos –Sigmund era el mayor– y murió de tuberculosis en Viena a los 95 años. Según Freud, la relación madre-hijo es “la más perfecta, la más libre de ambivalencias de todas las relaciones humanas” (ver H). Freud alumbró el complejo de Edipo; en Regreso al futuro, la película de Robert Zemeckis, le dan la vuelta: el hijo (Michael J. Fox) viaja a un pasado en que sus padres son aún adolescentes y está a punto de enredarlo todo porque la madre lo encuentra muy atractivo, tan distinto, tan exótico, ¡y en realidad es su hijo! Intenta besarlo y él se zafa de milagro (¿qué diría Freud de esa cobra filial?). Es muy divertido ver esa película con niños: a todos les da mucho asco y risa el momento del beso. El soplo al corazón, de Louis Malle, materializa el incesto tras una noche de medio borrachera. En Kung-Fu master!, de Agnès Varda, Jane Birkin hace de madre que se enamora y enrolla con el amigo (Mathieu Demy) de su hija (Charlotte Gainsbourg) mientras cuida de la otra (Lou Doillon).
G de género. Los libros sobre la madre son un género, también los libros de la maternidad. De entre todos los subgéneros del género “libros de madre”, hay uno que no me cansa: los libros en los que la madre es algo así como un personaje en fuga. En Joyita Patrick Modiano se adentra, como siempre brumosamente, en el tema de la búsqueda de la madre. Lo afronta de manera directa en Un pedigrí, diría que es su mejor libro, pero quizá porque es el más diferente a todos en estilo y porque sirve también como guía de su ficción: sus espacios, sus preocupaciones. John Lanchester escribe en Novela familiar sobre el descubrimiento de la verdadera identidad de su madre, que solo conoce una vez que ella ha muerto. En Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan indaga en la personalidad de su madre, tan en fuga que se suicidó, como la de Hitchens, y descubre secretos familiares. En Stories we tell, la cineasta Sarah Polley trata de contar a su madre (y a su familia). Podríamos seguir añadiendo nombres de autores y obras sobre la madre.
H de hijos vs. hijas. Se suele decir que los hijos son de las madres y las hijas de los padres –Freud en la sabiduría popular–. El sketch de Muchachada nui: “My mother con las rodillas in the guanter because your brother is detrás? Jamás”, síntesis perfecta de las tensiones suegra-nuera, o del complejo triángulo madre-hijo-pareja. Las madres hacen muchos sacrificios –“la que me dio la vida, la que me limpiaba el ojaier”–. Richard Ford escribe de su madre y de su padre y lo publica en un díptico hermoso, Entre ellos. Los libros de Nathalie Léger que he leído son excusas para hablar de su madre, aunque parezca que está hablando de Barbara Loden o de Pippa Bacca. En busca del cielo comienza siendo un libro de duelo por el marido y mientras lo escribía murió la madre de Léger. Muriel Spark tuvo un hijo a los veinte años en Rodesia; ella volvió a Inglaterra, el padre tenía la custodia del hijo. La historia de Doris Lessing es similar: dejó dos hijos en Sudáfrica. Mercè Rodoreda dejó a su hijo en Barcelona y se fue al exilio: París, Burdeos, Ginebra; nunca más tuvo un hogar. La periodista Begoña Gómez Urzáiz las llama Las abandonadoras, yo prefiero “abandónicas”. Mariana Enriquez inventa una hija que se resiste a abandonar el barrio, pese a que cada vez hay más violencia, etc., porque se le aparece el fantasma de la madre muerta y le da pena dejarla sola, sin nadie con quien hablar.
I de infiel. La madre de Antoine Doinel (Los 400 golpes, François Truffaut) tiene un amante. Lo descubre Doinel el día que hace pirola con su amigo y ve a su madre besando a otro en la calle. La madre lo ve. Luego en la escuela dice que no ha ido a clase porque se ha muerto su madre y acaba llevándose una bofetada.
J de judía, madre. Es una tipología propia. Viene a la cabeza cualquier madre de las películas de Woody Allen, pienso en la abochornada de Toma el dinero y corre o en las madres de Desmontando a Harry, que suele ser mi película favorita de Allen. La madre de Portnoy quizá sea el prototipo de la madre judía, con permiso de la Virgen María y la madre de Brian. El lamento de Portnoy es un libro sobre la madre judía (y las pajas). “¿Qué quiero ser cuando sea mayor, débil o fuerte, un éxito o un fracaso, un hombre o un ratón? Simplemente es que no quiero comer, respondo. Y entonces, mi madre se sienta a mi lado en una silla, con un largo cuchillo en la mano. Su hoja es de acero inoxidable y tiene pequeños dientes, como los de una sierra. ¿Qué quiero ser, débil o fuerte, un hombre o un ratón?” También la madre de Sheila Levine, la de Sheila Levine está muerta y vive en Nueva York, participa de esta noble y placentera actividad de ahondar en los comportamientos de las madres judías. De entre las madres judías reales, pienso ahora en la madre de Nora Ephron, Phoebe Ephron, también escritora, casada con otro escritor y madre de cuatro escritoras, Nora entre ellas. A Phoebe, que era alcohólica, le dedica la pieza “La leyenda”, y ahí habla de su alcoholismo: “Mi madre era una diosa. Pero mi madre era alcohólica. Los padres alcohólicos son muy desconcertantes. Son tus padres y por eso los quieres; pero son unos borrachos y por eso los odias. Pero los quieres. Pero los odias.” Phoebe le dio una especie de mantra para la vida: “Everything is copy”, en el sentido, diría, de que todo es un texto. La madre lo aplicaba porque entre las cosas que cuenta Nora Ephron de ella está que copiaba fragmentos de las cartas que les mandaba a sus padres para las obras de teatro que escribían. Pensaba si el reverso de una madre judía podría ser Bernarda Alba.
K de Kafka, July, de soltera Löwry. “Es cierto que mi madre era infinitamente bondadosa conmigo, pero para mí todo aquello estaba en relación contigo, o sea, en una relación mala. La madre tenía, inconscientemente, el papel que tiene el montero en la caza. Si, en un caso improbable, tu educación, al generar oposición, aversión o hasta odio, hubiese podido emanciparme de ti, la madre restablecía el equilibrio con su bondad, con sus palabras sensatas (en el caos de la infancia ella fue el arquetipo de la sensatez), con su mediación, y yo estaba otra vez reintegrado en ese círculo tuyo del que si no, para tu provecho y el mío, quizás habría podido evadirme. O también sucedía que no había una reconciliación propiamente dicha, que la madre solo me protegía de ti a escondidas, me daba, me permitía algo a escondidas, y entonces yo era otra vez para ti ese ser retorcido y falso, que se sabe culpable, y que, por ser tan nulo, hasta aquello a lo que creía tener derecho no lo conseguía sino por caminos sinuosos”, escribe Kafka en Carta al padre.
L de lengua materna. En Querida amiga, desde mi vida te escribo a tu vida, la escritora china de nacimiento y estadounidense de residencia Yiyun Li escribe: “¿Considerarás alguna vez escribir en chino?, me preguntó un editor en China, como muchos habían hecho antes que él. Yo dije que lo dudaba. ¿Pero no quieres formar parte de la literatura china contemporánea?, me preguntó. He rechazado que mis libros se tradujeran al chino, cosa que algunos consideran odiosamente pretenciosa. De vez en cuando mi madre comenta, señalando mi egoísmo, que le he negado el placer de leer mis libros. Pero el chino nunca fue mi lengua privada. Y nunca lo será.” También: “Escribir es la única parte de mi vida que he llevado más allá de la narrativa de mi madre.” Hay una especie de tradición entre escritores, un desvío del retrato de la madre, que consiste en documentar el léxico familiar –la expresión con que titula Natalia Ginzburg su novela autobiográfica–, es más que una lengua materna, es el uso íntimo y lleno de expresiones propias compartidas en una casa. El lenguaje es carácter.
M de madrastra. La de Blancanieves y la de Cenicienta son algunas de las más célebres y las responsables de la mala prensa de quienes cuidan al hijo engendrado por otras. Pura literatura. La escritora Elizabeth Jane Howard fue madrastra de Martin Amis: el escritor siempre le agradeció que convirtiera la casa en un hogar, que le aconsejara estudiar literatura y que le recomendara leer a Jane Austen.
N de numerosa, familia. La escritora Shirley Jackson es conocida sobre todo por sus novelas y cuentos en los que coquetea con el género gótico y el terror mientras explora las relaciones familiares y otros asuntos domésticos como lo que pueden ser: historias de terror. En las ficciones de Jackson el terror viene por la opresión que ejercen los demás (el pueblo, la familia) sobre las decisiones propias. A veces hay un desajuste que provoca risa y susto al mismo tiempo, como el tren de la bruja. A mí me gusta mucho la parte autobiográfica, artículos y columnas que escribía para revistas femeninas en las que convertía en aventurillas graciosas la agotadora vida doméstica. Entre mis favoritos está el fragmento en el que acude al hospital del pueblo donde se ha mudado con su marido (también escritor) y sus hijos. Creo que es el cuarto hijo el que está a punto de nacer. En recepción le preguntan su profesión y ella responde: escritora. “Pongo ama de casa”, le responden. “Escritora”, insiste ella.
Contiene la Ñ, de niños. Aunque los hijos son para toda la vida, a una madre se la distingue porque suelen estar rodeada de niños, propios o ajenos y de tamaño cambiante; a veces no están los niños, pero quedan sus huellas: gomas, pinturas, pegatinas, un pañuelo con mocos, ojeras, sueño, etc. Y sin embargo, son una mina: no hay nada mejor que la mirada de los niños para descubrir nuestro alrededor como si fuera nuevo. Eso lo sabe Carmen Martín Gaite y lo explica en El cuento de nunca acabar, y lo sabe por escritora y observadora más que por madre.
O de ombligo. El ombligo es el recuerdo de que un día tu cuerpecito era pequeño y estaba dentro del de tu madre, tú flotando en la bolsa de líquido, siendo seguramente feliz como una cuchareta, a lo mejor te llegaban sonidos del exterior amortiguados, quizá había un sobresalto de vez en cuando. Por el cordón que te unía a tu madre pasaban los nutrientes, el oxígeno y también información genética.
P de Perec, Georges. La madre de Georges Perec, Cyrla Szulewicz Peretz, fue deportada a Auschwitz en 1943, probablemente murió en la cámara de gas. Había llegado a Francia con su marido, los dos judíos polacos. La orfandad –el padre murió en combate– marcó a Perec profundamente. En Por qué Perec, Kim Nguyen Baraldi da 236 razones para leer/querer/adorar a Perec. En el corazón del libro se agrupan las que tienen que ver con su madre. Copio algunos: “Porque en el Pequeño ciclomotor escribió que la felicidad solo se encuentra en las estaciones de tren. Un lugar común hasta el día en que uno se entera de que el pequeño Jojo se despidió para siempre de su madre en la Gare de Lyon. Era primavera de 1942”; “Porque su obsesión por lo exhaustivo, por enumerar todo, por saturar el espacio, es la imagen invertida de lo que más le atormenta: la falta, la ausencia, la orfandad”; “Porque W o el recuerdo de la infancia está fracturado en la mitad por una página en blanco donde unos solitarios puntos suspensivos gritan en silencio”; “Porque fue privado de lo más importante: la ternura de una madre, la ternura de un padre”; “Porque un profesor llamado Bernard Magné descubrió un día que los libros de Perec están salpicados de oraciones de once y cuarenta y tres letras: un código secreto que rememoraba la fecha de deportación de su madre hacia Auschwitz, el 11 de febrero de 1943”.
Q de queso, que no podría hacerse sin las madres vacas, ovejas o cabras.
R de recados. La madre de Caperucita Roja le encarga el recado de llevarle la merienda a su abuelita, su propia madre, se entiende, y ahí comienza la aventura. Siempre me llamó la atención que Los tres cerditos empezara con la madre despachando a los hijos de casa: hala, daos vida, salid al mundo, sobrevivid, mi trabajo ha concluido. Luego la cosa acaba bien, aunque no sin sobresaltos. En Los siete cabritillos mamá cabra sale a hacer recados y deja solos a sus hijos. La madre de la escritora Erica von Horn le encarga a su hija la tarea de ayudarla a escribir su propia necrológica. Hereda esa tarea cuando muere su hermana mayor. Erica y su madre trabajan en esa pieza con intensidad cuando se ven: “Cuando voy a verla, mi madre insiste en que dediquemos una mañana a escribir el obituario. Y así lo hacemos. Después, vamos a comer fuera y comentamos todo lo que hemos estado haciendo, entonces ya sin bolígrafos ni papel. La conversación que tenemos mientras comemos es distinta. Durante los últimos días, antes de que tome el vuelo de vuelta a casa, paso a limpio el borrador más reciente y lo imprimo para que ella lo revise con atención. Se sienta a la mesa y enseguida empieza a cambiar cosas. Cuando por fin me marcho, ya ha hecho un montón de cambios. Al llegar a casa, lo reescribo todo en el ordenador, lo imprimo de nuevo y le envío a mi madre la última versión por carta. Esa es la versión que modificará con un lápiz y cambios pequeños y cautos hasta mi próxima visita. Me pregunto si volveré a ver a mi madre.” Lo cuenta en Aún nos queda el teléfono. La madre de Van Horn no responde al estereotipo de la madre que domina las tareas del hogar: no es buena cocinera, tampoco es ese pozo de sabiduría sobre asuntos domésticos y ropa. Por ejemplo, cuando se le hace un agujero en un jersey, le sugiere que se ponga una prenda del mismo color debajo. Me cae bien por eso y porque pone iniciales a los huevos duros, cuando los cuece de dos en dos, busca dúos, a veces son tres y la cosa se complica, ¿Atos, Portos, Aramis?
S de siesta. No sé cuánto de mito hay en lo que cuenta Alice Munro. Dice que se hizo escritora de cuentos porque era lo que podía acometer en las siestas de sus hijos. Gracias por esas siestas, hijos de Alice Munro.
T de tupper, tiranía del. Está la idea de que las cocinas de las madres son algo así como la despensa del mundo. Cuando se puso de moda una canción que identificaba a la madre con tener caldo en la nevera, asistí a una conversación entre dos amigos. “Mi madre ni siquiera sabía freír un huevo”, dijo uno. “La mía ni siquiera sabía dónde estaba la cocina”, respondió. En cuestión de tipologías de madre, la escritora chino-estadounidense Yiyun Li adscribe a la suya, también a la de Turguénev y a la de Marianne Moore, en la de madres tiránicas. Le sorprende cuando descubre que no todas las madres son como la suya. Pero hay otra tiranía: la de la buena madre. Élisabeth Badinter escribió un ensayo sobre la historia del amor maternal donde cuestiona la idea de instinto maternal: “Una buena madre es una realidad entre otras”; “la mujer será o no será una buena madre en función de lo que la sociedad desprecie o valorice a la maternidad”.
U de Ugrešić, Dubravka. La madre de Dubravka Ugrešić era búlgara. Ugrešić vivía en Zagreb y detestaba el nacionalismo, se exilió, primero en Berlín y luego en Ámsterdam, donde fijó su residencia hasta que murió en marzo de 2023. Escribía en croata y diría que en las dos novelas suyas que he leído, Baba Yaga puso un huevo y El Ministerio del Dolor, hay un personaje-trasunto de su propia madre. Me gusta la aproximación de Ugrešić a la relación madre-hija, que muchas veces es de incomunicación o incomprensión: es tan difícil hablar de tú a tú en la familia. Es tan difícil liberarse del pasado común, ay, y hablar como si nada. “Se tiró a abrazarme como un niño (‘¡Dios mío, cuánto has adelgazado! Como si vinieras de Bangladesh y no de un país que alimenta al mundo entero con sus tomates, que, dicho sea de paso, son inmundos’). Enseguida me llevó a sentarme a la mesa de la cocina. Primero hablaba de la comida, si quería esto o aquello (‘No, yo te lo pongo en el plato, ¡tú come!’), si quería sal, si quería más de eso o de lo otro”, escribe en El Ministerio del Dolor.
V de Valérie Mréjen. La escritora francesa ha escrito de su madre en Selva negra (también en Mi abuelo) y ha escrito de ser madre en Tercera persona, mi libro favorito sobre el tema –lo siento, Rachel Cusk. Y ahora que no me lees, creo que escribes mejor de la maternidad en Despojos que en Un trabajo para toda la vida–. Hace una cosa muy difícil Mréjen: escribe desde el extrañamiento y la fascinación por el descubrimiento, y a la vez sabiendo que eso que para ella es tan alucinante y novedoso lleva sucediendo desde que el mundo es mundo. Evita el adanismo con una graciosa pirueta.
W de Wisława Szymborska, premio Nobel de Literatura, escritora sin hijos, autora de un poema que le reintegra la identidad individual a la mujer de Lot en el que especula sobre las razones por las que pudo mirar atrás: “Nuestras dos hijas ya desaparecían detrás de la cima de la colina. / Sentí la vejez en mí. La lejanía. / La vanidad de la andadura. El sueño. / Miré atrás al poner el hatillo sobre el suelo. / Miré atrás por temor a dónde dar el paso. / En mi sendero aparecieron serpientes, / arañas, ratones, polluelos de buitres. / Ya ni lo bueno ni lo malo –simplemente, todo lo vivo, / reptaba y saltaba en pánico colectivo. / Miré atrás por mi soledad. / Por vergüenza de estar huyendo a hurtadillas. / Por ganas de gritar, de volver. / O quizá solo cuando arreció el viento / soltó mi cabello y me levantó el vestido. / […] Por falta de aliento giré repetidas veces. / Quien lo viese habría pensado que bailaba. / No descarto que tuviera los ojos abiertos. / Es posible que me desplomara con el rostro vuelto hacia la ciudad.”
X. La X marca el tesoro, la incógnita y el comodín. La uso para copiar el final de un cuento de Irene Pujadas –de Los desperfectos, un libro divertido y audaz–. El primer cuento da título al libro y cuenta dos historias de bebés “que terminan como pasados por la picadora”. “Esas historias –escribe la narradora– me las contaron un par de meses después de que a mí también se me cayese un bebé, con el consiguiente desparrame de brazos, orejitas y piernas. Y las que te podría contar, me dijeron. Todos sabemos del poder curativo de una buena historia de fracasos. A fin de cuentas, no era la primera vez que pasaba, y le volvería a pasar a alguien. Yo no había querido nunca hijos precisamente por eso. Sabía que les hacías un abollón en la cabeza y se les quedaba abollada para siempre.”
Y de Yvetot, en Normandía, allí estaba el bar-tienda de los Duchesne, apellido de soltera de la Nobel Annie Ernaux. Su madre es uno de los personajes centrales de su literatura. Su retrato está en Una mujer, habla de su enfermedad en No he salido de mi noche, aparece en todos sus libros: es a la vez el origen y algo de lo que huir. Una de las sorpresas de Los años de Super 8, la película que firma su hijo David Ernaux-Briot hecha con filmaciones domésticas a las que Ernaux les puso años después texto y voz, es ver a la madre. Pelo blanco y corto, más recia de lo que había imaginado, también más sonriente.
Z de Zaragoza, la ciudad de mi madre. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).