Hace poco apareció Think, write, speak, un grueso y suntuoso volumen misceláneo de ensayos, artículos y entrevistas de Vladimir Nabokov, en la línea del más delgado y enjundioso Opiniones contundentes, de 1973. El título es una referencia a un célebre bon mot: “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño”, aunque el libro contiene una variación del mismo tema menos epatante y más sugestiva: “Como hombre, soy un individuo profundamente moral, exquisitamente amable, anticuado y más bien estúpido. Como escritor, soy todo lo contrario.” En la selección de textos, aparte de no pocas entrevistas que se dirían descartes de Opiniones contundentes –llenas de preguntas hechas decenas de veces antes–, hay al menos un par de ellas fascinantes (Bronowski, 1962; Ongaro, 1966) y varios ensayos encantadores y muy divertidos, pero el corazón del libro es seguramente la conferencia “El escritor creativo”, que el aficionado nabokoviano reconocerá como una versión más larga de “El arte de la literatura y el sentido común”, incluida en el Curso de literatura europea con dos páginas de menos, como indicaba una irritante notita al final de un párrafo.
En ningún otro lugar habla Nabokov con tanta claridad y de forma tan extensa sobre su poética particular, y quizá las dos páginas restituidas contienen lo más interesante. A pesar del camuflaje de humor, ironía y lenguaje centelleante, su poética proviene directamente del pensamiento romántico sobre la imaginación, de Wordsworth, Coleridge, Keats, Emerson y Blake, y la conferencia nos obliga a preguntarnos varias cosas sobre el realismo literario. En concreto: ¿qué es? y ¿es posible?
En el Curso de literatura europea, antes de hablar de La metamorfosis de Kafka, Nabokov proponía una parábola sobre la relación entre fantasía y realidad. Tres hombres pasan por el mismo paisaje: un turista ignorante, un botánico de profesión y un granjero local. Para el botánico, la realidad está compuesta por los términos exactos de la vida vegetal, por las unidades biológicas de cada hierba, árbol y helecho. Para él, el mundo del turista, que no sabe distinguir un roble de un olmo, es un mundo fantástico, vago e inimaginable. Para el granjero local, por otra parte, cada piedra y cada sombra de cada árbol es un detalle intensamente emocional de su memoria y de su experiencia diaria. Para él, el mundo del botánico es tan fantástico como para el botánico lo es el del turista o el mundo hecho de conexiones emocionales del granjero.
Según Nabokov, “cualquier gran obra de arte es una fantasía en la medida en que expresa el mundo único de un individuo único”. “Toda novela es un cuento de hadas”, decía a sus alumnos de Cornell al hablar de Madame Bovary o de En busca del tiempo perdido. La “realidad” (que debe escribirse siempre entre comillas) es una acumulación progresiva de información: “Uno puede acercarse más y más, por así decirlo, a la realidad, pero nunca podrá acercarse bastante, porque la realidad es una infinita sucesión de pasos, de niveles de percepción y de dobles fondos y, por tanto, es inagotable, inalcanzable. Podemos saber más y más sobre una cosa, pero nunca podemos saberlo todo sobre esa cosa: es imposible.” Esto significa que la realidad, como objeto de conocimiento, no puede ser nunca algo completo y absoluto; es siempre algo incompleto y relativo. De hecho, nuestra mente –equiparada a un microscopio– solo puede captar algo “con ayuda de la imaginación creativa, esa gota de agua en el cubreobjetos que da distintividad y relieve al organismo observado”, por lo que no solo seleccionamos de entre el caos de la realidad, sino que también la creamos con nuestra imaginación a cada paso.
Para Nabokov, por tanto, “no puede haber un estilo literario personal sin una visión personal del mundo”, pero ¿cómo adquiere un escritor una “visión personal del mundo”? Ahí es donde las dos páginas restituidas en “El escritor creativo” vienen a completar la imagen: “El proceso mental preliminar del desarrollo artístico requiere, en primer lugar, la completa dislocación del mundo dado y, después, una recreación del mismo mediante la conexión de partes hasta entonces inconexas.”
Se empieza, por tanto, con la dislocación del mundo dado (una generalización por definición). Idea general contra detalle: he ahí la oposición fundamental de la poética nabokoviana (“Acariciad los detalles”, decía a sus alumnos). “El mayor deleite de la mente creativa”, leemos en Think, write, speak, “es la influencia concedida a un detalle en apariencia incongruente sobre una generalización dominante”. Nabokov habla de cierta capacidad de los niños para ver las cosas fuera de su contexto habitual, del efecto de ciertos sencillos juegos como apoyar la cabeza al revés en la arena de la playa y ver por primera vez el efecto de la gravedad, y de ese breve instante antes de despertarnos del todo por la mañana, cuando cada imagen está “por completo separada de la idea de dormitorio, ventana, libros en la mesilla, y el mundo es tan extraño como si hubiéramos acampado en la ladera de un volcán lunar o bajo los nublados cielos del gris Venus”.
Ese desajuste es necesario porque vivimos inmersos en ideas generales que nos resultan tan invisibles como el agua es invisible para los peces. Todos los grandes escritores (Flaubert, Proust, Kafka, Chéjov, Gógol…) han poseído, según Nabokov, una capacidad especial para provocar ese cuidadoso desajuste que permite ver por uno mismo para después crear de nuevo el mundo: “La ornamentación del lugar común queda para los autores menores: ellos no se molestan en recrear el mundo, solo tratan de exprimir lo que puedan de un orden de cosas ya dado.”
Para Nabokov, por cierto, detalle contra idea general es también el fundamento de la ética. “El ‘bien’ es algo irracionalmente concreto”, escribe, y en “Sobre la democracia”, escrito en plena Segunda Guerra Mundial y quizá su único texto directamente político, afirma: “La espléndida paradoja de la democracia es que, aunque el énfasis se pone en el gobierno de todos y en la igualdad de derechos comunes, es el individuo el que obtiene un beneficio especial y único. Éticamente, los miembros de una democracia son iguales; espiritualmente, cada uno tiene derecho a ser tan diferente de sus vecinos como le plazca.”
Podría decirse que lo que solemos llamar realismo en la actualidad parte de una comprensión parcial o literalista del viejo realismo. A veces casi pareciera que se pensase que el realismo es la realidad. Y es cierto que tiende a haber una confusión entre realidad y representación, entre experiencia concreta e idea abstracta. El deseo, por ejemplo, de “reflejar” una “realidad” social, ¿en qué puede basarse si no en ideas generales, recibidas de nuestra afiliación política particular y de las noticias del periódico, la televisión y las redes sociales, que tendemos a tomar por realidades objetivas? Es imposible conocer de primera mano una realidad social; nosotros solo conocemos realidades personales.
Por supuesto, aunque haya que tomarlas con una sana dosis de reserva, las ideas generales son imprescindibles para la vida. Nos permiten convivir en una sociedad más amplia que nuestra experiencia y nos sirven, por ejemplo, para comprender la ciencia, para votar o para tomar decisiones éticas en contextos más amplios que nuestra realidad personal inmediata. Pero un novelista no puede valerse de ellas, pues, según Nabokov, debe salir del área común y ampliar el campo de la percepción y el pensamiento humanos. “Si no se encuentran ideas generales en cierto escritor, quizá es porque las ideas particulares de ese escritor aún no se han hecho generales”, leemos en Opiniones contundentes. Esa fue una de las mayores diferencias ideológicas que lo separaron de Edmund Wilson. Para este, las grandes obras de la literatura surgen de la mera combinación de circunstancias históricas y socioeconómicas (opinión dominante en los medios académicos desde, por lo menos, los años cuarenta del siglo pasado), es decir, de la amalgamación de ideas generales. Para Nabokov, su valor surge exclusivamente del genio individual, aunque en el proceso se cuelen generalizaciones periféricas, deleite de críticos y profesores de literatura, pues hablar de lo otro, de lo que realmente hace grande a un gran libro, no es tan fácil.
Para Nabokov, la literatura (y la ciencia) es exclusivamente una cuestión de éxtasis. En una de sus últimas entrevistas, incluida en Think, write, speak, hablaba, refiriéndose a las misiones lunares, de la “emoción indescriptible” de llegar a un cuerpo celeste y bromeaba con su deseo de que la nasa lo llevase a él, junto con otros artistas, en una futura expedición a Marte, a pesar de que en el proceso probablemente se volvería loco. Pero eso daba igual. En el fondo, decía el casi octogenario escritor, “lo que cuenta es el éxtasis”. ~
es escritor. Este año ha publicado el libro de poemas Asombrosas aventuras (Ediciones La Palma).