Ilustración: Hugo Alejandro González

Los Barcos de Lenin

En los primeros años del régimen soviético, más de cincuenta personalidades de la cultura fueron obligadas a exiliarse. Los “barcos de los filósofos” formaron parte de un plan proyectado y dirigido personalmente por el líder.
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Se cuenta que un espía infiltrado en una reunión de los seguidores de Tolstói acudió a la Cheka, la organización soviética de inteligencia, con el propósito de denunciar a uno de sus miembros ausentes, pero sin duda subversivo, al que todos llamaban Sócrates. Desde aquel día, el filósofo tuvo su propio expediente en la oficina de la policía secreta. Esta anécdota, que parece salida de un cuento de Gógol, sirve como ejemplo para ilustrar el clima de tensión que se respiraba en la Rusia soviética liderada por Vladímir Ilich Lenin.

En 1921, el establecimiento de la Nueva Política Económica (NEP), que permitió cierta libertad a la economía de mercado, vino acompañado de una ofensiva contra el frente ideológico abierto por un sector de la cultura, que viendo el cariz que iba tomando la situación política comenzó a poner en duda el éxito del experimento marxista-leninista.

El artículo “Sobre el significado del materialismo militante”, firmado por Lenin y publicado en la revista marxista Pod Znamenem Marxizma, el 12 de marzo de 1922, fue su declaración de guerra a esta intelligentsia reaccionaria: “La clase obrera de Rusia ha sido capaz de conquistar el poder, pero no ha aprendido todavía a utilizarlo, ya que en caso contrario hace ya mucho tiempo que habría enviado, de la forma más correcta posible, a semejantes pedagogos y miembros de sociedades científicas a los países de la ‘democracia’ burguesa. Ese es el lugar apropiado para semejantes feudales.”

A partir de ese momento, pocos meses antes de que su salud se viera resentida, el líder de la Revolución se entregó en cuerpo y alma a urdir un plan con el que llevar a cabo las primeras deportaciones colectivas de quienes se creían cerebros de la nación y que no eran más que su “mierda”, tal y como expresó Lenin en una de las cartas que remitió a Máximo Gorki.

A mediados de mayo, el dirigente confeccionó una lista nominal de filósofos, profesores universitarios, escritores, periodistas, abogados, sociólogos, economistas, ingenieros, científicos y otros profesionales que no solo no se habían adherido a su “revolución cultural”, sino que desde distintos foros de opinión y en diferentes ciudades –Moscú, San Petersburgo y Kazán, principalmente– exigían cambios democráticos, la erradicación de la violencia por parte del Estado, la autonomía en el ejercicio de sus profesiones, la posibilidad de crear sociedades no estatales, la defensa del pensamiento individual y el derecho a la libertad de expresión.

Tempestades que colmaron el vaso

Poco antes se habían dado ciertas circunstancias que habían afectado directamente a la intelligentsia antisoviética. Una de ellas fue la muerte de Aleksandr Blok, el 7 de agosto de 1921. El poeta de la Generación de Plata fallecía después de que las autoridades no le permitieron viajar a Finlandia para recibir tratamiento médico. Otro poeta, Nikolái Gumiliov, primer marido de Anna Ajmátova, era fusilado a las afueras de San Petersburgo, junto a otros sesenta “contrarrevolucionarios” de los ámbitos académico, intelectual y artístico.

Ambos hechos conmocionaron a la comunidad literaria. “Es el final… nos quedaremos solos… estamos perdidos”, escribía Nina Berbérova en sus memorias. No le faltaba razón. Las continuas apelaciones de Máximo Gorki y de Anatoli Lunacharski, comisario de Educación, Arte y Cultura, ya no surtían efecto sobre Lenin.

Otra circunstancia que aceleró el desencuentro entre la intelectualidad y el gobierno, en aquel verano de 1921, fue la creación del Comité para la Ayuda contra el Hambre que contó con la colaboración de 73 representantes de la vida pública, entre los que figuraban la hija de Tolstói, Alexandra, el último secretario del escritor, Valentín Bulgákov, el director teatral Konstantín Stanislavski o los escritores Boris Zaitsev y Mijaíl Osorguín. La situación de hambruna que asolaba a la nación entera, especialmente en la zona del Volga, motivó que se pusiera en marcha un plan urgente de actuación con el previo consentimiento de Lenin y la supervisión de su equipo de gobierno.

Máximo Gorki lanzó una petición de auxilio a Europa y América: era urgente que el mundo salvara a los millones de personas que vivían en la patria de Tolstói. Esa ayuda exterior fue atendida entre otras instituciones por la American Relief Administration, dirigida entonces por Herbert Hoover. El futuro presidente de Estados Unidos puso dos condiciones a las autoridades comunistas: la liberación de todos los ciudadanos estadounidenses encarcelados y completa libertad de movimiento dentro del territorio ruso para los miembros de su organización. El Kremlin aceptó, pero una vez asegurada la ayuda Lenin ordenó el arresto de todos los miembros del comité que no fueran comunistas, con el pretexto de que estos habían aprovechado la situación para promocionarse en el exterior, así como para lanzar mensajes anticomunistas en Occidente. Con el fin de no levantar polémicas internacionales, la pena de muerte a la que fueron condenados los acusados se trocó en un exilio interior que para algunos terminó con la expulsión del país. La disolución de este comité, que funcionó durante cinco meses, fue otro intento fracasado de Gorki por reconciliar a la intelligentsia con la autoridad bolchevique.

Por otro lado, en Moscú y en San Petersburgo se clausuraron revistas y editoriales. Las instituciones de escritores y artistas que habían paliado la falta de trabajo y el hambre del gremio también desaparecieron. Se creó, sin embargo, la conocida y temida Glavlit, el órgano de censura de la URSS que mantuvo aislada a la sociedad de los virus contrarios al bolchevismo.

Muchos escritores se exiliaron voluntariamente, a otros se les “invitó” a viajar por “prescripción médica”. El propio Gorki aceptó seguir la recomendación de su amigo Lenin y abandonó Rusia aquel mes de octubre. Quienes se quedaron, pero se negaron a convertirse en “compañeros de viaje” de la “revolución cultural”, fueron relegados al silencio o resultaron víctimas de los complots orquestados por la maquinaria del terror que Stalin puso a funcionar en cuanto llegó al poder.

Pero Lenin tuvo además otros escenarios en los que posar su atenta mirada. Diferentes universidades y escuelas técnicas de Moscú, San Petersburgo y Kazán se declararon en huelga pidiendo el regreso de la libertad curricular y la mejora de salarios y condiciones laborales de los profesores. También una parte del gremio de médicos denunció las importantes deficiencias que sufría el sistema sanitario y la falta de autonomía organizativa del sector. Como los facultativos resultaban imprescindibles en aquel momento de hambruna y enfermedad, se decidió enviarlos a zonas inhóspitas del Turquestán.

Lenin fue tomando nota de las voces discordantes. El 19 de mayo de 1922 envió su lista de proscritos al camarada Félix Dzerzhinski, jefe de la GPU (policía de asuntos políticos), junto con la orden de que se procediera a recopilar la información necesaria para inculpar a los implicados y se fuera organizando el transporte de estos fuera de Rusia.

La firma en abril del Tratado de Rapallo con Alemania significó un paso estratégico en el plan previsto. El acuerdo supuso el acercamiento de las dos naciones perdedoras de la Primera Guerra Mundial. Alemania reconoció de iure al Estado soviético y ambos países acordaron cancelar todas las deudas prebélicas. El gobierno de Weimar salió especialmente beneficiado con ciertos acuerdos comerciales; por esa razón, cuando el Kremlin pidió que colaborase en aquellas deportaciones colectivas, el país germano no pudo negarse. Proporcionó los únicos dos barcos para el transporte, así como la expedición de los visados de entrada al país a quienes lo pidieran. Sin embargo, dada la avalancha de solicitudes –solo en Berlín vivían alrededor de 250,000 refugiados rusos–, Alemania se vio obligada a introducir restricciones en diciembre.

Una modificación en el código penal resolvería el último escollo administrativo que quedaba pendiente. La nueva cláusula permitía la conmutación de la pena de muerte por un exilio de tres años como máximo en el extranjero, y los acusados no tenían necesidad de someterse a un juicio previo. Si el condenado regresaba sin autorización, se le fusilaría.

A partir de ese momento, todo estuvo dispuesto: “Vamos a limpiar Rusia de una vez por todas”, escribió Lenin a Stalin, recién nombrado secretario general del Comité Central del Partido Comunista.

Los “barcos de los filósofos”

Los arrestos e interrogatorios de más de un centenar de intelectuales se efectuaron la noche del 16 al 17 de agosto en Moscú y San Petersburgo, y un día más tarde en otras ciudades de Ucrania. La tergiversación de las pruebas, la manipulación de los sospechosos y, sobre todo, las amenazas de muerte resultaron efectivas. Tras el informe correspondiente, la GPU tenía potestad para informar a los inculpados de la expulsión definitiva como consecuencia de su participación en actividades antisoviéticas. “Los escritores gustamos tanto que nos exportan”, llegó a comentar con ironía Yevgueni Zamiatin. El autor de Nosotros –la novela que serviría de inspiración a Orwell cuando escribía 1984– fue uno de los pocos de la lista que no recibió la orden de salida.

La prensa oficial orquestó una campaña de desprestigio. A finales de agosto, León Trotski comunicaba a Occidente el gesto de humanidad que encerraba la decisión de su gobierno. En una entrevista publicada en Pravda, concedida a una periodista norteamericana simpatizante, el comisario de Asuntos Exteriores declaraba: “Esos elementos que se enviarán al extranjero son desde el punto de vista político intrascendentes en sí mismos […] Espero no se niegue a reconocer nuestra prudente humanidad.”

Al día siguiente, el mismo diario ampliaba la noticia, y aunque no mencionaba los nombres de las personas afectadas sí explicaba que dicha expulsión constituía el “primer aviso” a la intelligentsia antisoviética.

El 29 de septiembre de 1922, el barco alemán Oberbürgermeister Haken partía del muelle de Kronstadt de San Petersburgo rumbo a la ciudad de Stettin. El Preussen, el segundo vapor, hacía el mismo trayecto el 16 de noviembre. A bordo, una importante representación de la cultura abandonaba Rusia, la mayoría para siempre.

El trabajo de los investigadores en los archivos de la antigua Unión Soviética ha revelado la identidad de algunos pasajeros. Entre las personalidades más destacadas se encontraban los filósofos Nikolái Berdiáyev, Semión Frank, Nikolái Loski, Iván Ilyin; el escritor Mijaíl Osorguín; uno de los fundadores del Partido Democrático Constitucional, Aleksandr Kizevetter; el crítico literario Yuli Aijenvald; el rector de la Universidad de Moscú, Mijaíl Nóvikov; el rector de la Universidad de Petrogrado, Lev Platonóvich Karsavin y su vicerrector Boris Odintsov, y el exdirector de Asuntos Exteriores, Alekséi Arbuzov.

Durante el embarque, la policía se aseguró de que los viajeros no llevaran consigo ni joyas ni oro ni iconos religiosos. Según el testimonio de Osorguín, cada uno tenía limitado el número de objetos personales: un abrigo de invierno y otro de verano, un máximo de dos camisas, cuatro pantalones, dos pares de calcetines y una cantidad de dinero equivalente a veinte euros actuales.

Los protagonistas vivieron aquel exilio involuntario entre el alivio y el resentimiento, pero sobre todo dentro de una gran confusión. El periodista Boris Khariton expresó aquel sentimiento general: “Considero nuestra deportación como uno de los últimos excesos revolucionarios y en los excesos no hay nunca ningún tipo de lógica o sentido.” No todos los integrantes de la famosa lista de Lenin partieron en aquellos dos cruceros alemanes, la expulsión fue un proceso escalonado. Entre las cuestiones todavía por esclarecer está el número de personas que integraron la lista definitiva de la GPU. La cifra más realista apunta que entre ciento sesenta y trescientas personas abandonaron Rusia desde el otoño de 1922 hasta el invierno de 1923, rumbo a Berlín, Praga, París y Estados Unidos. A pesar de las dificultades, los intelectuales continuaron sus carreras profesionales albergando la esperanza de que pronto retornarían a su patria. Con el paso de los años, muchos pensaron que aquella humillante operación al final les había salvado la vida.

No cabe duda de que aquella amputación quirúrgica fue otro capítulo trágico en la historia de la nación. Pero sobre todo se produjo en el seno de la cultura rusa una ruptura irreconciliable entre los intelectuales que permanecieron y quienes emigraron. ~

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Es escritora, editora y periodista cultural. Su libro más reciente es Puro cuento (Baile del Sol, 2016)


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