Los límites del pesimismo

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El “mensaje” de Malcolm Muggeridge en The thirties –porque es un mensaje, aunque negativo– no ha cambiado desde que escribió Winter in Moscow. Se resume en un simple escepticismo acerca de la capacidad de los seres humanos para construir una sociedad perfecta o incluso tolerable en la tierra. En esencia, es Eclesiastés sin los incisos devotos.

No hay duda de que todo el mundo está familiarizado con esta línea de pensamiento. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. El reino de la tierra está siempre fuera de nuestro alcance. Todo intento de establecer la libertad conduce directamente a la tiranía. Un tirano sucede a otro, el magnate industrial al barón ladrón, el caudillo nazi al magnate industrial, la espada cede paso al talonario y el talonario a la ametralladora, la Torre de Babel sube y baja eternamente. Es el pesimismo cristiano, pero con una diferencia importante: que en la visión cristiana el Reino de los Cielos está ahí para restaurar el equilibrio.

Jerusalén, mi hogar feliz,

ojalá Dios estuviera en ti.

Ojalá Dios mis penas terminasen

y tus glorias pudiera ver.

Y, después de todo, hasta tus “penas” terrenales no importan tanto, si de verdad “crees”. La vida es corta y ni siquiera el Purgatorio dura para siempre, así que estarás en Jerusalén antes de que pase mucho tiempo. Muggeridge, no hace falta decirlo, rechaza este consuelo. No da más pruebas de creer en Dios que de confiar en el Hombre. Nada está a su alcance, por tanto, salvo un indiscriminado martilleo de todas las actividades humanas. Pero como historiador social esto no lo invalida por completo, porque la época en la que vivimos invita a algo así. Es una época en la que toda actitud positiva ha resultado ser un fracaso. Credos, partidos, programas de todo tipo han fracasado uno tras otro. El único “ismo” que se justifica es el pesimismo. Por tanto en este momento pueden escribirse buenos libros desde el ángulo de Tersites, pero probablemente no muchos.

No creo que la historia de Muggeridge de los treinta sea estrictamente verdadera, pero me parece que está más cerca de la verdad esencial que cualquier perspectiva “constructiva”. Solo mira el lado oscuro, pero es dudoso que haya ningún lado brillante que mirar. ¡Vaya década! Un estallido de locura horrorosa que de pronto se convierte en una pesadilla, una espectacular vía de tren que termina en una cámara de tortura. Comienza con la resaca de la era “ilustrada” de la posguerra, con Ramsay Macdonald hablando gelatinosamente en el micrófono y la Liga de Naciones agitando unas vagas alas en segundo plano, y acaba con veinte mil bombarderos oscureciendo el cielo y el verdugo enmascarado de Himmler decapitando mujeres en un bloque prestado del museo de Núremberg. En medio están la política del paraguas y la granada de mano. El gobierno nacional que llega para “salvar la libra”, Macdonald desvaneciéndose como el Gato de Cheshire, Baldwin ganando una elección con la promesa del desarme para rearmarse (¡y luego no logrando el rearme!), la purga de junio, las purgas rusas, el pegajoso disparate de la abdicación, la confusión ideológica de la Guerra Civil española, los comunistas ondeando Union Jacks, los diputados conservadores celebrando que hubieran bombardeado barcos británicos, el papa bendiciendo a Franco, dignatarios anglicanos sonriendo ante las iglesias destruidas de Barcelona, Chamberlain bajando de su avión de Múnich con una cita equivocada de Shakespeare, lord Rothermere elogiando a Hitler como “un gran caballero”, las sirenas antieaéreas de Londres lanzando una falsa alarma cuando las bombas caen en Varsovia. Muggeridge, que no es amado en los círculos de “izquierda”, es a menudo calificado de “reaccionario” o incluso “fascista”, pero no conozco a ningún escritor de izquierda que haya atacado a Macdonald, Baldwin o Chamberlain con igual ferocidad. Mezcladas con el rumor de las conferencias y el estruendo de las balas están las imbecilidades cotidianas de la prensa sensacionalista. Astrología, crímenes de baúl, grupos de Oxford con su “compartir” y sus baterías de rezos, el párroco de Stiffkey (un gran favorito de Muggeridge: aparece varias veces) fotografiado con algunas amigas desnudas, hambriento en un tonel y finalmente devorado por leones, James Douglas y su perro Bunch, Godfrey Winn con un perro todavía más vomitivo y sus reflexiones políticas (“Dios y el señor Chamberlain: no veo blasfemia en comparar esos nombres”), espiritualismo, la Chica Moderna, nudismo, carreras de perros, Shirley Temple, olor corporal, halitosis, hambre nocturna, ¿debería contarlo un médico?

El libro termina con una nota de derrotismo extremo. La paz que no es una paz cae en una guerra que no es una guerra. Los acontecimientos épicos que todo el mundo esperaba no se producen, el letargo extendido por todas partes continúa igual que antes. “Contorno sin forma, tono sin color, fuerza paralizada, gesto sin movimiento”. Lo que Muggeridge parece querer decir es que los ingleses son impotentes frente a sus nuevos adversarios porque ya no hay nada en lo que crean con suficiente firmeza como para sacrificarse. Es la lucha de la gente que no tiene fe contra la gente que tiene fe en dioses falsos. ¿Tiene razón, me pregunto? La verdad es que es imposible descubrir lo que sienten y piensan los ingleses sobre la guerra o cualquier otra cosa. Ha sido imposible en los años críticos. Yo no creo que tenga razón. Pero uno no puede estar seguro hasta que algo de una naturaleza bastante inconfundible –algún gran desastre, probablemente– hace entender a la masa en qué tipo de mundo vive.

Los capítulos finales son, para mí, profundamente conmovedores, y aún más porque la desesperación y el derrotismo que expresan no son en general sinceros. Detrás de la aparente aceptación del desastre que se ve en Muggeridge, está el dato no confesado de que después de todo cree en algo: en Inglaterra. No quiere que Inglaterra sea conquistada por Alemania, aunque si lo juzgamos solo por los primeros capítulos podríamos preguntarnos qué importancia tendría. Me cuentan que hace unos años dejó el ministerio de información para unirse al ejército, algo que ninguno de los exbelicistas de la izquierda ha hecho, creo. Y sé muy bien lo que subyace en esos capítulos finales. Es la emoción del hombre de clase media, criado en la tradición militar, que descubre en un momento de crisis que después de todo es un patriota. Está muy bien ser “avanzado” e “ilustrado”, desdeñar al coronel Blimp y proclamar tu emancipación de todas las lealtades tradicionales, pero llega un momento en el que la arena del desierto está empapada y roja y ¿qué hecho por ti, Inglaterra, mi Inglaterra? Como yo también me crié en esta tradición la puedo reconocer bajo extraños disfraces, y también simpatizar con ella, porque incluso en su versión más estúpida y sentimental resulta más hermosa que la superficial superioridad moral de la inteligencia de izquierdas. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón.

New English Weekly, 25 de abril de 1940.

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(1903-1950) fue ensayista y novelista. Entre sus obras más conocidas están Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984.


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