Malestar en el interamericanismo

Es innegable que, durante buena parte de su historia, Estados Unidos ha tenido una agenda intervencionista en América Latina. Sin embargo, la forma en que los gobiernos latinoamericanos han buscado la integración, a fin de negociar con Washington, puede ayudar a entender las actuales relaciones en el continente.
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La propuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador de extender los protocolos de la integración entre Estados Unidos, México y Canadá a toda América Latina y el Caribe causa un disimulado rechazo en amplias zonas de la izquierda latinoamericana, especialmente en las autodenominadas “bolivarianas”. Se trata de la misma izquierda que se opuso al TLCAN en los noventa, al ALCA en los 2000 y que, desde los tiempos de Fidel Castro y Hugo Chávez, ha sostenido que la OEA debe desaparecer o ser reemplazada por un organismo no interamericano como la Alba o la Celac.

Para esa izquierda, entrampada en la Guerra Fría, existe una contradicción de principios entre latinoamericanismo e interamericanismo. Su predicamento está armado sobre relatos maniqueos y simplistas de la historia de las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del sur. Una historia que se cuenta y recuenta a partir del desconocimiento de los propios antecedentes de la colaboración y el intercambio entre las Américas. De hecho, en esa historia, los términos de la relación solo estarían definidos por el despojo, la agresión y el expansionismo de Washington.

Es innegable que Estados Unidos, en tanto potencia hegemónica, impulsó una agenda intervencionista y hostil a los intereses de América Latina y el Caribe. Sin embargo, la forma en que los gobiernos latinoamericanos se relacionaron con Washington, unas veces cediendo y otras ganando soberanía, abrió flancos de colaboración desde el siglo xix, que ofrecen múltiples lecciones para los nexos interamericanos en el siglo XXI.

El historiador de El Colegio de México Carlos Marichal coordinó hace años un proyecto de investigación sobre las conferencias americanas, entre 1889 y 1938, que da cuenta de aquellos intercambios. El estudio a ras de suelo de esas negociaciones diplomáticas, y las que vendrían después, durante la Guerra Fría y en las últimas décadas, depara algunas sorpresas y no pocas pruebas de resistencia de las repúblicas latinoamericanas frente a su gran vecino del norte.

De acuerdo con aquella investigación, titulada México y las conferencias panamericanas, 1889-1938, con fuentes del Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores, en la primera Conferencia Americana, en Washington, entre 1889 y 1890, impulsada por el secretario James G. Blaine, Estados Unidos propuso cinco temas: 1) la unión aduanal panamericana; 2) el sistema uniforme de pesas y medidas y la moneda de plata común; 3) un plan general de arbitraje para las disputas interamericanas; 4) la proscripción del derecho de conquista; y 5) el fomento de la paz continental.

La idea de proscribir el “derecho de conquista”, como en la Doctrina Monroe de 1823, estaba dirigida fundamentalmente contra Europa, luego de experiencias como la guerra hispano-sudamericana del Pacífico, entre 1865 y 1866, o la intervención francesa en México. Los protocolos de arbitraje y paz, por su parte, tomaban en cuenta la necesidad de evitar conflictos entre los propios países latinoamericanos, como los de las guerras del Paraguay y el Pacífico.

Aquellos últimos puntos de la propuesta de Blaine, en temas de arbitraje, extranjería y conquista, habían tenido un desarrollo propio entre juristas latinoamericanos desde mediados del siglo xix. El uruguayo-argentino Carlos Calvo, por ejemplo, había publicado en 1863 el famoso tratado Derecho internacional teórico y práctico de Europa y América, en dos volúmenes. En este libro, el jurista planteaba las premisas de la que sería conocida como “Doctrina Calvo”, que consistió en someter las demandas de extranjeros a las leyes domésticas de las naciones latinoamericanas.

Poco antes de la publicación del libro de Calvo, el ministro del gobierno de Benito Juárez en París, Juan Antonio de la Fuente Cárdenas, se había opuesto a la Alianza Tripartita de Gran Bretaña, Francia y España, que exigió a México el pago de la deuda por reclamaciones de nacionales de esos países. La argumentación era muy similar a la de Calvo: una vez que constitucionalmente se afirma una soberanía nacional, basada en los derechos naturales del hombre, las reclamaciones de extranjeros deben regirse por el derecho doméstico y no dar pie a guerras o conquistas por parte de sus Estados de origen.

En aquella primera Conferencia Americana, los representantes de dieciocho repúblicas del sur, encabezados por el guatemalteco Fernando Cruz, el argentino Manuel Quintana, el ecuatoriano José María Plácido Caamaño, el peruano José Alonso, el boliviano Juan Francisco Velarde y el venezolano Nicanor Bolet Peraza, defendieron el marco jurídico para proscribir el ejercicio punitivo de la deuda y la guerra como “derecho internacional americano”, a lo que se opuso, por instrucciones de Blaine, el delegado estadounidense a la conferencia, William Henry Trescot.

Aquel marco jurídico se actualizaría durante la segunda conferencia, en la Ciudad de México, entre 1901 y 1902, que tuvo como anfitrión al canciller de Porfirio Díaz, Ignacio Mariscal. Para entonces se habían sucedido las ocupaciones militares de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y estallaba el conflicto entre Venezuela y la Triple Alianza de Gran Bretaña, Alemania e Italia, que daría lugar a un bloqueo naval de la república venezolana que se extendió hasta 1903.

Fue en aquel contexto que varias delegaciones latinoamericanas volvieron a plantear la necesidad de normas afincadas en el derecho internacional, que limitaran las intervenciones militares tanto de Europa como de otros países americanos. Toda vez que el gobierno de Theodore Roosevelt se negaba a aplicar la Doctrina Monroe frente al bloqueo contra Venezuela, el canciller argentino Luis María Drago propuso una aplicación más severa de las tesis de Calvo con el fin de prohibir cualquier incursión armada para obligar al pago de deudas internacionales.

Tanto aquella conferencia como la siguiente, en Río de Janeiro, en 1906, lograron avances importantes en la colaboración interamericana, en temas de arbitraje, política cultural, canje de publicaciones, desarrollo de la arqueología y otras ciencias sociales. Pero el punto de disputa, por diversas maneras de interpretar la Doctrina Monroe, continuó y llevó a presidentes como el venezolano Cipriano Castro, el argentino Roque Sáenz Peña y el mexicano Porfirio Díaz, a declarar, este último a propósito de la segunda ocupación estadounidense de Cuba, entre 1906 y 1909, que, en caso de no negociarse una normativa común, cada país latinoamericano debía formular su propia Doctrina Monroe.

En la cuarta Conferencia Internacional Americana de 1910, en Buenos Aires, el representante argentino Antonio Bermejo dio a conocer, una vez más, que el asunto en discordia entre las delegaciones era la aplicación discrecional de la Doctrina Monroe por parte de Washington. Brasil, Argentina y Chile extendieron sus preocupaciones al representante de Estados Unidos, Henry White, sin que llegara a alcanzarse un acuerdo.

En las dos reuniones siguientes, la de Santiago de Chile en 1923 y la de La Habana en 1928, los acuerdos regionales incorporaron nuevas temáticas en política sanitaria y normas higiénicas, códigos marítimos, protección social en zonas fronterizas, educación y enseñanza y derechos de la infancia. Sin embargo, las tensiones como consecuencia del intervencionismo de Estados Unidos, sobre todo en el Caribe –Haití estuvo ocupado entre 1915 y 1934 y República Dominicana entre 1916 y 1924–, continuaron generando divergencias que, en muchos casos, trascendieron a las prensas nacionales o continentales.

Desde entonces, el panamericanismo fue perfilándose como la práctica de la integración desde la hegemonía de Washington. La institucionalización del foro, a partir de 1889, fue muy precaria, pero las primeras instancias organizativas, desde la época de Blaine, fueron llamadas Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas y Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas. Fue en 1910, tras la conferencia de Buenos Aires, que se llamó Unión Panamericana a la secretaría ejecutiva de una eventual Unión de Repúblicas Americanas.

Algunos tratados sobre el panamericanismo, de los años veinte en adelante, como los del cubano Orestes Ferrara, el panameño Ricardo Joaquín Alfaro, los mexicanos José Vasconcelos y Carlos Pereyra o el español Germán Latorre Setién, atribuían a la potencia hegemónica el sentido de la integración, pero no desconocían los esfuerzos de la diplomacia latinoamericana por trazar límites al intervencionismo. Cuando en 1930, a las doctrinas Calvo y Drago, se sumó la propuesta por el diplomático Genaro Estrada, según la cual México eludía el mecanismo de reconocimiento o desconocimiento de regímenes políticos surgidos de revoluciones o golpes de Estado, el sistema interamericano reforzó el ángulo soberanista que identificaba a América Latina.

Los encuentros de Montevideo, en 1933, y de Lima, en 1938, mantuvieron el desdoblamiento entre una diplomacia práctica, que avanzaba en acuerdos de política laboral y cultural, en derechos de los trabajadores y las familias y en intercambio académico para los estudios indigenistas y antropológicos, y una diplomacia discursiva, llena de desencuentros sobre las revoluciones, populismos y dictaduras de mediados del siglo XX. El New Deal o la “política del buen vecino”, promovida por el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, favoreció el laboratorio institucional interamericano, pero no contuvo el intervencionismo ni las fracturas y alianzas ideológicas regionales, como las de las dictaduras o revoluciones caribeñas.

Desde los años veinte también se hizo evidente el ascenso de un latinoamericanismo intelectual, contrapuesto a las variantes más injerencistas del panamericanismo. En otro libro, coordinado por Carlos Marichal y Alexandra Pita, Pensar el antimperialismo, se repasan algunos de esos proyectos como el de los argentinos José Ingenieros y Alfredo Palacios en la Unión Latino Americana de Buenos Aires, el del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y el apra en Perú o la Liga Antimperialista de las Américas, estudiada por Daniel Kersffeld. Sin embargo, para mediados del siglo XX, algunos de los mayores referentes intelectuales del latinoamericanismo (Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Daniel Cosío Villegas, Gabriela Mistral, Germán Arciniegas, Fernando Ortiz, Gilberto Freyre…) también eran partidarios de las relaciones interamericanas.

La Guerra Fría y, específicamente, la gran disputa en torno a la Revolución cubana y su orientación marxista-leninista, produjo una vuelta de tuerca discursiva que encauzó el discurso de la identidad latinoamericana por la vía del antimperialismo extremo. De acuerdo con la izquierda más ideologizada de la Guerra Fría, Estados Unidos no podía ser un socio comercial o un agente de la colaboración regional. Washington era el imperio que saqueaba los recursos de América Latina y el Caribe y se aliaba a las derechas autoritarias para hostilizar las revoluciones, los populismos y las guerrillas. Este sería uno de los mensajes centrales de ensayos como Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar y Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, de amplísima difusión en las bases de la izquierda regional en las últimas décadas del siglo XX.

Aún así, durante la Guerra Fría, instituciones y acuerdos hemisféricos del New Deal, como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, el Banco Interamericano de Desarrollo, o la Cepal, a pesar de su radio de acción más latinoamericano, lograron sobrevivir. Fue justo en el arranque de la Guerra Fría, a fines de los años cuarenta, que el panamericanismo fue desplazado plenamente por el interamericanismo en las conferencias de Chapultepec, Río de Janeiro y Bogotá. Ese desplazamiento está ligado al surgimiento de la OEA, una institución cuya historia carece de buenas intervenciones académicas y que, más allá de la mala prensa que la acompaña, sigue reuniendo a la gran mayoría de los gobiernos del hemisferio.

Tras la caída del Muro de Berlín y las transiciones a la democracia en América Latina, el interamericanismo recobró fuerza con los tratados de libre comercio y las cumbres de las Américas. Durante los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, México formó parte protagónica de ese proceso, que el actual gobierno de López Obrador no solo continúa sino profundiza con el T-MEC y los acuerdos de las recientes cumbres de Los Ángeles y de América del Norte, celebrada en Palacio Nacional. En la “Declaración de América del Norte” del pasado 10 de enero de 2023, firmada por los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y México, se llega al extremo retórico, inimaginable en los gobiernos anteriores a la 4t, que apostaban a la diversidad internacional, de suscribir un “ADN norteamericano”, supuestamente basado en la competitividad y la democracia.

La paradoja es que esa continuidad y profundización del interamericanismo, en el gobierno de López Obrador y Morena, aparecen envueltas en un discurso presidencial que recae en el viejo latinoamericanismo ideológico por medio de activismos casuísticos en conflictos internos de la región, como los de Bolivia y Perú, mientras se despliega condescendencia y protección de otros autoritarismos más próximos en Centroamérica y el Caribe. Esa partidización de la diplomacia responde a un esquema de proselitismo dirigido a las bases electorales del gobierno.

La prioridad en política exterior es la integración de México a América del Norte, pero su empaque discursivo recurre al contrapeso de un latinoamericanismo rehén de las herencias ideológicas de la Guerra Fría. Doble efecto de esa extraña mezcla es la renegación de los antecedentes del interamericanismo y el desentendimiento de las nuevas prácticas del regionalismo en América Latina y el Caribe, que no abandonan la diversificación de los nexos internacionales y los consensos normativos en materia de derechos humanos, medio ambiente, feminismo, pueblos originarios y afrodescendientes.

En sus primeras declaraciones sobre política exterior, siendo presidente, López Obrador insistió en que, para México, el dilema de integrarse, a la vez, a Estados Unidos y a América Latina y el Caribe, era falso. Sin embargo, en la conducción diplomática de esa premisa, el presidente demuestra que permanece preso del dilema. El lenguaje presidencial parece entrampado en una oscilación entre el viejo panamericanismo y el viejo antimperialismo, que desmerece la tradición diplomática mexicana.

Esa oscilación explica que, en el habla presidencial, los referentes de la integración a Estados Unidos remitan a experiencias históricas ligadas al panamericanismo como la política del “buen vecino” de Roosevelt y la Alianza para el Progreso de Kennedy, y que, a la vez, en la práctica de la política exterior hacia América Latina, se apele constantemente a eventos de la Guerra Fría como la expulsión de Cuba de la OEA y el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile. Dicha oscilación refleja un malestar en el interamericanismo, que México ha suscrito como política de Estado. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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