Mapa dibujado por un lingüista

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Gaston Dorren

Lingo. Guía de Europa para el turista lingüístico

Traducción de José C. Vales

Madrid, Turner, 2017, 384 pp.

Una de las formas de viajar más placenteras que existen es organizar nuestro periplo siguiendo un hilo conductor que nos interese. La arqueología, la literatura o la gastronomía serían algunas de estas posibilidades, pero optar por la lingüística para moldear nuestro viaje es mucho menos frecuente, de ahí la originalidad de este texto del lingüista holandés Gaston Dorren, en el que nos propone recorrer Europa mirándola como lo haría un lingüista. En realidad, lo que requiere esta mirada es principalmente un oído muy fino para escuchar todos los dialectos y lenguas que tratan de sobrevivir bajo la presión de los idiomas oficiales de cada estado. Con sus peculiares herramientas de análisis, Dorren nos llega a hablar de sesenta lenguas europeas, sin olvidarse de algunas ignotas para muchos como el gagaúzo, el dálmata o el córnico.

Lingo está estructurado en nueve partes temáticas, centradas en cuestiones como el vínculo de los idiomas con la política o las lenguas en peligro de extinción. Cada una de estas partes consta de varios capítulos que dan a conocer aspectos curiosos del idioma europeo del que se ocupan (en el caso del córnico, su dificultad para unificarlo; en el del ucraniano, la precisión de sus adjetivos posesivos…). Al tratarse de un libro de divulgación, su autor no pretende hacer un estudio exhaustivo de la historia, presente y futuro de cada idioma o dialecto; más bien quiere presentar la información a sus lectores como si se tratase de los canapés de un coctel, y así lo confiesa desde la introducción: “Lo que se pretende es excitar el apetito con unas ‘tapas lingüísticas’, o, como dicen los franceses a su modo tan seductor, este libro quiere ser un amuse-bouche.”

El principal mérito de Dorren es el de organizar un material tan diverso y proporcionarle coherencia. Lo que podría haber sido un batiburrillo de curiosidades lingüísticas es, finalmente, una primera incursión por un bosque en el que siempre es posible adentrarse en mayor profundidad; Dorren es consciente de ello, de ahí que aporte al final del volumen una serie de lecturas complementarias sobre singularidades, traducción e historia de las distintas lenguas del mundo.

El tono por el que apuesta a lo largo del ensayo es de complicidad con el lector, al que se dirige en todo momento situándolo como interlocutor. Los lectores en castellano pronto perciben que Dorren conoce su lengua, pues, al ir narrando las peripecias de los distintos idiomas europeos, él se posiciona como hablante de español, lo cual facilita la tarea al lector de esta versión, que no se siente excluido de la conversación en ningún momento. Este “milagro” se debe a lo que se conoce como localización lingüística, un proceso de adaptación cultural a la lengua de destino, llevado a cabo aquí por el traductor de la versión castellana, José C. Vales, en colaboración con la editorial y el propio Dorren. De este modo, se han añadido o sustituido algunos pasajes para evitar que el texto resultase excesivamente anglocentrista. En cambio, en el capítulo dedicado al castellano –titulado “La ametralladora ibérica”–, el extrañamiento creado por Dorren al hablarnos de la impresión que produce el castellano oral en aquellos que lo desconocen es eficaz y sorprendente. “Para un extranjero, una conversación en español es como un tiroteo: cada palabra suena como una bala, cada frase como un estallido o un disparo”, declara el autor al principio, para enseguida argumentar su afirmación apoyándose en estudios lingüísticos sobre pronunciación y fonética.

El método divulgativo que el lingüista holandés emplea más a menudo es la detección de obstáculos con los que las lenguas se han visto obligadas a enfrentarse a lo largo de su desarrollo, y la posterior explicación de las soluciones que los lingüistas han encontrado para sortearlos. Como ya indiqué más arriba, Dorren se sirve eficazmente de la primera persona para conectar con un lector potencial poco conocedor del tema, si bien se presupone que quien se acerque a este ensayo ya tendrá ciertos conocimientos de otras lenguas y, ante todo, una inmensa curiosidad por lo etimológico que Lingo contribuirá a saciar.

Un ejemplo muy logrado de este uso frecuente del “yo” es el capítulo en el que cuenta sus vicisitudes como niño holandés al aprender a pronunciar palabras en inglés: “Nunca supe qué pintaban el ai y la th en Braithwaite”, confiesa, y recuerda preguntarse si “tenía que pronunciar Fforde y Lloyd como si fuera tartamudo”. También es particularmente divertida y eficaz la personificación del idioma húngaro, encarnado en la señora Szabina Magiar, que acude al médico-lingüista por sentirse terriblemente sola, al tener a sus familiares –el finés y el estonio– muy lejos y no entenderse con sus vecinos alemanes y rumanos. El ficticio doctor Haspelmath le hace ver, a través de una serie de explicaciones sintácticas y etimológicas, que su entendimiento con los vecinos de lenguas fronterizas es mayor hoy que hace cientos de años.

Otro gesto que se agradece es que, a modo de colofón de cada capítulo, figuren tanto los préstamos que ha dado la lengua en cuestión a otras mayoritarias como algunas joyas lingüísticas intraducibles entre las que se encuentra karot, palabra que en armenio condensa el fuerte sentimiento de echar de menos a alguien.

Por último, el logro más importante (quizá no intencionado) de esta guía lingüística de Europa es su contribución a aclarar aspectos de la historia cultural e identitaria europeas de forma más iluminadora e inmediata que muchas campañas de comunicación institucional. Basta mirar el cuadro sinóptico en el que el apellido Herrero aparece en sus distintas variantes europeas para recordar la importancia de los gremios profesionales de artesanos, comunes durante siglos en todo el continente. Y lo mismo sucede con la mayoría de los datos y rarezas que Dorren nos proporciona en este estudio. ~

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