Cuando leí por primera vez el guion de Zama me resultó incomprensible. ¿Qué sucedía?, ¿cuáles eran las fuerzas que movían al personaje? De no haberse tratado de Lucrecia Martel, no habría aceptado el papel. Luego leí la novela de Antonio Di Benedetto y quedé maravillado. Le solicité a la producción un mes de preparación en Argentina antes de comenzar el rodaje. Primero estuve dos semanas en Buenos Aires. Lucrecia y yo tratamos los temas generales de la cinta: la identidad como una jaula, la institucionalidad que niega a la persona, el deseo oculto, etcétera. Hablábamos y hablábamos, preguntaba y preguntaba. Lucrecia se cansó y me dijo que no era posible entenderlo todo. Ahí inició otro viaje. Nos fuimos a Formosa, una pequeña ciudad en la frontera de Argentina con Paraguay. El contacto con la naturaleza me orilló a un proceso de introspección, donde combiné la convivencia con el entorno (el río imponente, las tormentas tropicales) con experimentos corporales que me permitieran recrear las experiencias del personaje y construirlas en la ficción (el hambre, la sed, las largas caminatas, el desgaste físico). Diego de Zama vive encerrado en sí mismo, por lo que crear una sensación de aislamiento era fundamental. No rompía mi concentración hasta los sábados por la noche, cuando organizábamos tremendos bailes hasta la madrugada. Tanto rigor fue nuevo para mí y constituyó un proceso que gocé muchísimo: disfruté los insectos y mi cuerpo expuesto a la tierra; disfruté mi pelo lleno de lodo seco; disfruté a los personajes que me encontraba en el set, actores y no actores (indígenas de esas regiones, así como africanos que vinieron expresamente a la filmación). Todo era extraño, nuevo y lejano. El rodaje fue un retiro espiritual: un privilegio en el que había que confiar y confluir. Lo demás llegó solo.
Mi primer acercamiento con Lucrecia fue a través de su cine; una obra personal e inquietante. En el proceso creativo me encontré con una mujer preocupada por evitar los lugares comunes que plagan el lenguaje cinematográfico contemporáneo. Su inteligencia no está relacionada con la erudición (que la tiene, pero cuida de no manifestarla en primer plano), sino con un modo de ser y estar, como una cualidad aprendida desde niña. Lucrecia es aguda y divertida: le gusta la fiesta, el baile y posee un enorme sentido del humor. Las personas que le aplauden de pie al final de sus conferencias –incluidas las charlas recientes que dio en México en el marco del FICUNAM– coincidirán en que no exagero.
Zama es una película que puede y debe verse varias veces. No es un trabajo pensado para el gran público. Estoy francamente orgulloso de haber participado en ella. No tengo duda de la influencia que ejercerá en los años por venir. ~