De la Mora, la restitución del asombro

La exposición “Gabriel de la Mora: La petite mort” recorre la obra del artista mexicano en torno a seis ejes que conforman una reflexión sobre la transformación de la materia, las huellas del tiempo y de las presencias y el gesto artístico como proeza técnica.
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Curada por Tobias Ostrander, la exposición Gabriel de la Mora: La petite mort en el Museo Jumex –que después viajará al museo Marco en Monterrey– recorre casi dos décadas de la producción del artista mexicano: desde sus primeras obras en 2007 hasta piezas recientes de 2024. El título de la exposición, que se traduce como “La muerte pequeña”, hace referencia al eufemismo francés para el orgasmo, que Roland Barthes utilizó para describir la sensación de abandono o pérdida que puede acompañar al clímax. Más que articularse alrededor de un tema único, la exposición es una invitación al espectador a perderse, dejarse abandonar a los sentidos, sorprenderse. Ostrander organiza La petite mort en seis ejes temáticos –“Cuerpos”, “Borradura”, “Calor”, “El filo del deseo”, “Tacto” y “El placer del espectador”– en donde cada uno conforma una reflexión sobre la transformación de la materia, las huellas del tiempo y de las presencias, así como el gesto artístico como proeza técnica.

La obra G.M.C.-23.sept.07, que recibe al espectador, tal vez la más impactante de la exposición, abre la puerta al universo conceptual y estético de Gabriel de la Mora. Se trata de un video digital de dos canales de veinte minutos y doce segundos en el que, en su cumpleaños número 39, De la Mora golpea 36 veces una piñata idéntica a sí mismo, camisa blanca y lentes incluidos. Con cada golpe, la piñata libera los contenidos de su cuerpo: una lluvia de confeti y tiras rojas. Esos materiales inocentes, regados en el piso de un escenario prístinamente blanco, parecen sangre. Luego, en 42 movimientos, el artista guarda sus entrañas dentro de una caja. Sin duda la autodestrucción es un momento de pérdida, pero también de placer y de renacimiento. En este sentido, puede representar un tipo de “muerte pequeña”. La elección de estos números no es casualidad: su suma (36 más 42) multiplica 2 por 39, combinando así su edad con la de su doble, que podría representar tanto a sí mismo como a su padre, con quien comparte nombre y apellido, según informa la cédula correspondiente. ¿Se trata de una reflexión sobre la capacidad de transformación y continuidad, más allá de la muerte de los que nos dieron vida?

Este primer acto anticipa la sección “Cuerpos”. De la Mora los captura por medio de huellas o restos de su existencia: pelo, sangre, textos, líneas genéticas, las fisuras en una plancha de azulejos donde antes se había parado el artista, formas de la pervivencia en el tiempo. En un íntimo retrato de familia, el artista reúne réplicas de cráneos de vivos y muertos. En otro retrato, su padre se dibuja con cabellos propios y de sus familiares.

Las dos secciones que siguen, “Borradura” y “Calor”, vuelven a insistir en el desgaste y la transformación de la materia, sea por el paso del tiempo, sea por reacciones provocadas por el propio artista, que juega con nociones como las de originalidad, autenticidad y permanencia: las capas de pintura desprendidas de un plafón de una casa en la colonia San Rafael; un cuadro hecho de mil 152 suelas de cuero desgastadas de zapatos; obras falsificadas de Mario Carreño y de Arnold Böcklin, que De la Mora a su vez interviene para convertirlas en obra propia; siete mil 160 raspadores usados de tres mil 580 cajas de 179 mil cerillos; seis páginas incineradas de la tesis de maestría del artista, que queda reducida a cenizas y memoria. El fuego, como gesto artístico, evocador de la pequeña muerte, borra, opaca y destruye para crear nuevas formas e interpretaciones.

Si el tiempo y los elementos destruyen, ¿qué es lo que contiene y preserva la obra de arte? Esta es la temática de la siguiente sección, “El filo del deseo”, que pone de manifiesto la fascinación de De la Mora con los bordes, los cortes, las fronteras, las incisiones, las heridas. Aquí las obras se construyen con papel, vidrio y materia lítica, que interpelan, pero también repelen físicamente. La sección “Tacto”, por otro lado, invita a reflexionar sobre el contacto, concreto o, paradójicamente, intangible: De la Mora ha llenado una pared entera con la tela removida de cincuenta y cinco bocinas izquierdas y cincuenta y cinco bocinas derechas, donde la vibración del sonido creó marcas al desplazarse por su superficie. El tacto genera, dibuja, evoca, incluso cuando el contacto directo no es posible.

La última sección, “El placer del espectador”, sitúa al visitante en el centro de la experiencia, invitándolo a interactuar con las piezas y a observar de cerca su proceso de creación. De la Mora ha preparado una especie de Wunderkammer –gabinete de maravillas y curiosidades–, donde colecciona materiales, colores y patrones con el objetivo de crear sorpresa, desorientación, gozo. No busca simplemente un recorrido pasivo, sino crear una experiencia en la que el espectador, con su anhelo de saber, complete las piezas que añoran ser descifradas.

Sus monocromos de gran formato resultan particularmente reveladores: lo que a la distancia parece un simple lienzo blanco –aparentemente la superficie más fácil de crear– adquiere profundidad al descubrirse que está compuesto por 467 mil 685 fragmentos de cáscaras de huevo. Una composición similar, hecha con alas de mariposa, devuelve la mirada del espectador a través de sus cincuenta ocelos, que forman pares de “ojos” que observan desde distintos puntos de vista, como si la obra misma tuviera conciencia. En contraste, otro monocromo –compuesto por 86 mil 54 pedazos de obsidiana negra– no refleja la mirada múltiple, sino que la invierte. Al contemplarlo, el espectador se oscurece y la obsidiana se convierte, paradójicamente, en una superficie clara. Esta inversión evoca la presencia de Tezcatlipoca de la mitología mexica, deidad del reflejo, la oscuridad y la visión oculta. Su espejo de obsidiana no era un simple instrumento de vanidad, sino un medio que le permitía descifrar el destino o enfrentarse a la propia imagen interior. Nótese la frecuencia con la cual el artista elige materiales del pasado prehispánico: obsidiana, andesita, plumas, cochinilla. ¿Será para él otra forma de traer la muerte a la vida, el pasado al presente o integrar el paso del tiempo? En este sentido, la pequeña muerte, que es el título de esta notable exposición, podría también referirse a que la muerte, integrada a la vida, nos da menos miedo, nos provoca menos dolor, se vuelve una muerte pequeña.

En tiempos en que el arte puede ser excesivamente conceptual, La petite mort reivindica la sorpresa. Las piezas de De la Mora, confeccionadas con desechos, fragmentos, falsificaciones, transforman lo cotidiano en algo extraordinario. Sus obras, casi siempre con títulos numéricos, insisten en contabilizar su proceso de creación –cuántos pedazos de materiales, cuántas horas invertidas– para producir asombro y extrañeza.

Como decía Georges Bataille en su noción de gasto: no se trata de producir algo útil o valioso en términos económicos, sino de generar intensidad, maravilla y una forma distinta de comprender el mundo. De la Mora logra justo esto. ~


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