El arte de Gabriel Figueroa

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Un buen día Gabriel Figueroa Flores se puso a trabajar con el contenido de uno de los mayores fondos en el acervo de su padre: los rizos de celuloide con las pruebas de cámara del propio Gabriel Figueroa, nada más por destacar la densidad estética en lo más acabado de su cinematografía. Eligió los mejores fotogramas en esas tomas y los trasladó al papel tras restaurarlos y estabilizarlos. Esto explica que en los últimos años la obra de Figueroa empezara a suceder también fuera de la superficie de la pantalla y al margen del movimiento del cine, es decir: en el instante único de la imagen fija.

A contrapelo del nada discreto encanto de este último Figueroa, aunque aprovechando lo que se ha visto al mostrar sus imágenes fuera de la escala y textura de la pantalla, se mueve la exposición del Palacio de Bellas Artes “Gabriel Figueroa, cinefotógrafo”. En ella hay algo de este inesperado Figueroa, novísimo y hasta raro sobre papel, pero la exposición ensaya sobre todo una brillante y lúdica recuperación del único Figueroa que realmente existió: el artífice de la prédica estética en un gran número (y variedad) de películas mexicanas del siglo pasado; y para tal efecto en la exposición se creó una imposible sala de cine en cuyo interior se ven los documentos, las fotos, los carteles y las proyecciones videográficas que respaldan el discurso.

La estructura de la exposición obedece a poco más de una docena de secuencias, las primeras de las cuales señalan las raíces estéticas en la obra de Figueroa: “La patria ilustrada”, “¡Que viva México!”, “Candilejas”, “La bola” y “El indio”. Las dos primeras van de los horizontes fotográficos de Hugo Brehme al paisaje vanguardista que Anita Brenner le dio a las páginas de Ídolos detrás de los altares con las imágenes de Weston & Modotti, y concluyen en la mirada de Eduard Tisse, el cinefotógrafo de S.M. Eisenstein. Las otras tres secuencias trazan el recorrido inicial de Figueroa detrás de una lente, casi en paralelo al proyecto de Eisenstein ¡Que viva México!: como retratista de estudio, como anónimo fotógrafo de fijas en muy diversas filmaciones nacionales antes de operar una cámara de cine, y por último como espectador de una película central en la formación de Figueroa, Janitzio, gloria y sima de Luis Márquez Romay.

Figueroa nunca ocultó su admiración por este trabajo pionero de Márquez Romay, quien en adelante formó un corpus particular con rostros e indumentarias del mundo indígena. De hecho, Figueroa volvió más de una vez sobre algunos de los hallazgos de este pionero, como cuando un artista se aventura por determinadas obras de sus más queridos maestros, con ánimo de apropiación y enmienda.

Gabriel Figueroa se empeñó en entender la manera en que las películas funcionan en la cabeza del espectador, casi en los márgenes de la edición y a un lado incluso de la propia foto. Las conclusiones a las que llegó hay que buscarlas en la pantalla y su eje es la materialidad del relato. En la exposición lo confirman momentos paradigmáticos de la cinematografía de Figueroa en cintas de Fernando de Fuentes, Chano Urueta, Alejandro Galindo, Emilio Fernández, Julio Bracho, Roberto Gavaldón, Luis Buñuel y John Huston, entre otros.

Las preguntas y dudas sobre el funcionamiento del ilu-sionismo cinematográfico debieron aparecer en la imaginación narrativa de Figueroa al comienzo de los novecientos treinta, cuando se incorporó a la naciente industria como discreto fotógrafo de fijas en el rodaje de la tercera cinta sonora de Miguel Contreras Torres, Revolución. En adelante fue testigo y parte de la puesta en escena de películas tan diversas como El tigre de Yautepec, Profanación, Enemigos, Tribu, La noche del pecado, El primo Basilio, Juárez y Maximiliano y Suprema ley, además de otras ya citadas. Su trabajo como stillman consistía en robar a la fotografía de la misma película los momentos más aptos para el uso propagandístico o comercial de algunas escenas, como la exposición bien ilustra los casos de Tribu y La mujer del puerto. Sólo que Figueroa no se contentó con eso y en breve se incorporó al trabajo de iluminación, en donde al agudizarse las mismas preguntas y dudas sobre la magia de la pantalla formó una idea más precisa del relato.

Así que el interés por conocer los métodos y técnicas de la cámara de cine fue en él desde el principio más bien efectista y práctico que un gesto de mero preciosismo. Un interés que tiene que ver con la disputa por el espacio que siempre caracterizó el ejercicio profesional de Figueroa, tanto en términos profesionales como estéticos, pero que obedece asimismo a su innato deseo por contar la fugacidad de un episodio en imágenes permanentes.

Luis Buñuel es una secuencia de “Gabriel Figueroa, cinefotógrafo”. En ella hay atisbos de lo suyo entre 1952 y 1964: Él, Nazarín, El ángel exterminador, Simón del desierto.

Los olvidados, en cambio, aparece entre metrópoli y barrio bajo, lo que va muy bien desde la primera vista de Julio Cortázar. “He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad”, escribió Cortázar en 1952, “es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas –esas garantías oficiales no escritas de la sociedad, ese who’s who bien delimitado– se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de ficción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.”

En la exposición este arrabal de las formas lo documentan fotos de Héctor García, Nacho López, Juan Guzmán y Rodrigo Moya. Y el arrabal de Los olvidados en su día no tuvo mejor testigo que Cortázar, quien vio el antipatetismo de la mirada del Jaibo-Buñuel:

Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro […] Buñuel no nos da tiempo de pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos, la cosa sigue. “Demasiado tarde”, ríe el ángel feroz. “Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras.” Y nos lleva delicadamente sobre la pesadilla […] Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulaban. Gentes a las que teníamos un algo de confianza, se envilecen a última hora… Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.

Si Figueroa rara vez discutía una puesta en escena, no tenía por qué comportarse de otra manera con Buñuel. Tal vez por esto en 1974 lo llamó “mi fotógrafo predilecto”, casi un cuarto de siglo después de Los olvidados.

Qué romance había entre el cine y las locomotoras, escribió hace años John Berger. Y, en efecto, Gabriel Figueroa dejó miles de pies de película que dan fe de la fascinación de la cámara por las máquinas en movimiento, o bien en reposo en los patios de hollín y acero, o al momento de alejarse de la escena y de la historia.

Hay locomotoras e hilos de vagones desde Vámonos con Pancho Villa, en la que Figueroa trabajó como operador del camarógrafo Jack Draper, hasta la escena que en una ocasión, en plena madurez profesional, soñó filmar: el convoy del presidente Venustiano Carranza en la estación antes de salir rumbo a la muerte, tal y como la imaginó a la hora de leer El rey viejo. En los fotogramas recuperados de Figueroa saltó a la vista la locomotora en una composición muy a la manera de otra que captó Alfred Stieglitz al comienzo del siglo XX. Pero no sólo eso. Esta misma locomotora, vista en el interior de su plano secuencia original en Víctimas del pecado, es la esencia del relato, la pieza indispensable para redondear el comentario de la historia. La portentosa imagen de la máquina lo es precisamente por la densidad con la que sus diferentes planos llenan la pantalla y por la densidad que desde luego añade al relato.

Por años Figueroa fue leyenda, menos por su manera de retratar el paisaje que por la tapicería de sus cielos, el último plano en el cuadro de la imagen. De cara a la diversidad de niveles en la fotografía de Figueroa, al recordar el centenario de su nacimiento salta a la vista su enorme vocación narrativa. Y entender así su trabajo invita a leer de nueva cuenta la tensión en el orden de sus imágenes. ~

– Antonio Saborit

“Gabriel Figueroa, cinefotógrafo” se expone en el Palacio de Bellas Artes del 29 de enero al 27 de abril de 2008.

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(Torreón, 1957) es historiador, ensayista, editor y traductor. Es autor, entre otros títulos, de 'Una visita a Marius de Zayas' (Instituto Veracruzano de Cultura, 2009).


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