A veces, el cuerpo parece una de esas piezas de museo cuyo propósito no es del todo claro: un jeroglífico de huesos, cada órgano un artefacto de una civilización perdida. Una pieza más ornamental que útil, cuyas maravillas son con frecuencia inesperadas y sórdidas. Esta mirada sobre el cuerpo, anclada en la extrañeza y el asombro, es la misma que descubrimos en la prosa de Francisco González Crussí, veteada de una mayor erudición, datos duros y una formación médica.
En Más allá del cuerpo se logra un equilibrio improbable entre el conocimiento, el humor y la profundidad. Aunque González Crussí confiesa que puso a su madre a dormir explayándose en una diatriba por partes iguales religiosa y médica, lo cierto es que este libro es cualquier cosa excepto aburrido. Manipula la información con la exactitud y familiaridad de quien ha pasado toda su vida tocando con las manos el objeto de su saber. En ningún momento es pedante, sino que salpimenta sus textos con buenas dosis de ingenio y autocrítica. Se trata de un sentido del humor que no reduce la complejidad de la experiencia, volviéndola bidimensional, tediosamente plana. En Más allá del cuerpo el humor es una herramienta de pensamiento que muchas veces funciona para difractar lo extraño, lo ominoso, lo insólito, no para domesticarlo.
El libro pinta la naturaleza humana de cuerpo entero. Su anatomía consiste en cinco secciones, cinco indagaciones que recorren la disposición topográfica de nuestro organismo: “La función generativa y sus dolores”, “Nasalidad y olfato”, “La función digestiva”, “La muerte” y “Escritos varios”. Además, este retrato no es el de un ser vivo estático, como descolgado del tiempo, sino inmerso en su propia duración. Entramos al cuerpo por la puerta mínima de su nacimiento y lo abandonamos sin encontrar nunca el camino de vuelta.
A lo largo de los capítulos, el autor hace un inventario misceláneo, extravagante, pero nunca arbitrario. Nos descubre, por ejemplo, el vínculo entre la inquietante moda de utilizar peluca durante el siglo XVII y la epidemia de la sífilis, cuyas lesiones con frecuencia se manifiestan en el cuero cabelludo de quienes la padecen. Por otra parte, un capítulo entero está dedicado a escrutar el misterio de los senos paranasales, esas cavidades que existen en nuestro cráneo y cuya verdadera utilidad todavía nos elude. En manos de cualquier otro, el tema podría resultar fastidioso; en las de González Crussí, se convierte en un recorrido fascinante que devela, entre otras cosas, que la nariz tiene un tejido eréctil casi idéntico al de los órganos sexuales.
Su mirada no rehúye lo escabroso: otro texto se sitúa en la célebre Île de la Cité, aquella hermosa isla circunscrita por el Sena donde se levanta la catedral de Notre Dame, para recordarnos que en el corazón mismo de la ciudad se erigía la imponente estructura de la morgue. Ahí, durante buena parte del siglo XIX, se exhibieron cadáveres tras una vitrina, dando lugar a todo tipo de situaciones e intercambios mórbidos. González Crussí, en una reflexión aguda sobre esta práctica, sugiere una similitud entre la disposición de los cuerpos y la de las mercancías, que justo en esa época comenzaron a exponerse en escaparates.
Buena parte del oficio del ensayista consiste en encontrar el ángulo preciso para su mirada. En el caso de nuestro autor podemos decir que su ángulo es quirúrgico: su mirada altera y determina aquello que observa. Enfoca como quien blande un bisturí y con cada frase, con cada incisión, transforma el material sobre el cual reflexiona. Procediendo de este modo, reconoce lo inédito en aquello que se nos ha vuelto cotidiano, lo que hemos manoseado demasiadas veces. Como el Sagrado Corazón de Jesús, representado con tal insistencia en estampitas y demás parafernalia religiosa: González Crussí lo regresa a su origen de válvulas, ventrículos y atrios. Es decir, se pregunta por esa perturbadora exactitud anatómica que caracteriza tantas de sus imágenes. “¿Por qué motivo se pintó con tal realismo al corazón en su divina mano?”, inquiere. Sus indagaciones lo llevan a recapitular el surgimiento de esta pasmosa devoción y desembocan en los sacrificios humanos aztecas y en el vínculo entre estos y el culto al Sagrado Corazón.
El autor se aproxima a la realidad descubriéndonos que su entramado puede ser leído en una clave médica guiada por el asombro. Sin embargo, esta mirada, mediada y medida por la medicina, no está exenta de empatía, como lo está la de tantos médicos atrincherados en sus consultorios, impasibles ante el dolor ajeno. De hecho, muchos de estos ensayos tienen en su núcleo un componente biográfico que nos interpela: es usual encontrarnos, en su acervo de experiencias, con eventos conmovedores. Nada de ellos es indiferente. Esta escritura no se sitúa en el lugar de saber aséptico en el que muchos médicos, y no pocos ensayistas, se colocan.
Uno de sus textos más poderosos habla del complejo nudo de sentido que componen la figura paterna, los imperativos de la masculinidad y su relación con el llanto, a partir de una indagación sobre el uso casi ritual de la capsaicina en nuestra cultura. Otro tiene por eje un episodio en el cual el autor se encuentra, en alguna calle anónima de Estados Unidos, con un trabajador de origen latino, desplomado por un infarto. El hombre no hace otra cosa que disculparse, una y otra vez, el puño de la culpa golpeando su corazón, deteniéndolo. Azorado ante la escena, la reflexión de González Crussí está dictada por una cercanía singular: “En su día de adversidad, con la ropa raída y sucia de pintura, y su vida entera manchada de todo a todo por el sudor de su frente, en un mundo lleno de angustia, esfuerzo y desencanto, este hombre consideró una falta de delicadeza aparecer en público con su cuerpo maltratado por el trabajo, atormentado por la enfermedad y la angustia.”
Más allá del cuerpo, aunque afincado en nuestra realidad fisiológica, parte de ella para hablar de todo aquello que la rebasa. Esta perspectiva le permite, en momentos clave, reconocer los límites de su propio oficio –asunto difícil para cualquiera– y atisbar todo lo que pulula al otro lado de esa frontera. Esto implica también una reflexión sobre su propia muerte: “De nada vale recurrir a pomposas e hinchadas disquisiciones de bioquímica o termodinámica cuando para mí, como individuo, mi muerte será el fin de toda ley bioquímica y de todo teorema y de toda termodinámica.” Este libro está escrito más allá y más acá del cuerpo –y en ese lugar de asombro nos invita a permanecer. ~