Alejandra Costamagna (Santiago, 1970) se ha consolidado como una de las voces más interesantes de la narrativa latinoamericana. Ha publicado cuatro novelas e igual número de colecciones de relatos, además del imprescindible Cruce de peatones, que reúne crónicas y ensayos. Imposible salir de la Tierra (Almadía, 2016), su libro más reciente, reúne cuentos que fueron escritos a lo largo de un periodo de cerca de diez años y da cuenta de un estilo que narra con maestría las pequeñas violencias cotidianas y busca desordenar –en voz baja, intercalando silencios– el acomodo natural de las cosas.
En Chile ha aparecido, en los últimos años, una serie de libros que han hecho a la crítica hablar de una “literatura de los hijos”, con la que tu obra entronca en algunos puntos: personajes secundarios, hijos sin hijos, gente que se queda sola, lo político tratado sutilmente y desde la intimidad.
En la narrativa chilena ocurrió algo en los años setenta, después del golpe. Estaba muy fuerte la narrativa de aquellos que habían sido protagonistas –porque les tocó el momento histórico, no necesariamente porque tuvieran participación– y experimentaban esta fractura social desde un duelo que los implicaba mucho en sus vidas activas. Y esa es la generación que hoy hemos denominado la generación de los padres. Luego, cuando vino la recuperación de la democracia apareció el fenómeno de lo que se llamó la nueva narrativa: Fuguet, Jaime Collyer, Carlos Franz, en fin, que eran quienes habían sido adolescentes; es decir, no eran los padres sino quizá los hijos mayores, que escribieron una literatura que, según el crítico chileno Rodrigo Cánovas, estaba centrada en la orfandad. Y luego empezó a producirse algo –y ahí es importante la presencia de Bolaño, que fungió como una especie de bisagra que marca una suerte de desencanto de la nueva narrativa y la lleva hacia otro lado–: un desencanto estético y político, y entonces comenzaron a escribirse libros desde el lugar de los hijos, pero no para recriminar a los padres, sino para ponerse en el lugar de ellos, de lo que habrían podido hacer si hubieran estado ahí. Son novelas que también vuelven a cuestionar, desde el lenguaje, otras cosas: hay, por ejemplo, un acercamiento muy grande a la poesía en esa generación, que viene de Bolaño también.
Tu primera novela se llama En voz baja y tal vez ese título es lo que mejor resume tu poética. La voz del narrador –casi siempre en tercera persona– se difumina porque los personajes hablan al interior de los párrafos, sus voces se cuelan y suele haber cambios abruptos a la primera persona.
Es una observación que saca un poco la discusión de lo meramente temático. Creo que a veces las formas breves permiten hacer esos juegos del lenguaje con unas herramientas que dan mayor fluidez. Una de las preguntas que me interesan en la narrativa es desde dónde se narra, qué lugar escogemos para contar, porque creo que eso altera completamente la densidad atmosférica de lo que estamos relatando.
A mí me gusta partir sin nada predeterminado al momento de escribir. Depende de cada cuento, cada texto te va pidiendo un tipo de narrador, un tipo de perspectiva, el que involucres o no involucres al lector en el manejo de la información que vas entregando. De pronto es necesario en algunas historias que el lector sepa mucho más de lo que está pasando que los personajes, y eso de alguna forma genera un tipo de lector distinto que aquel que conoce la información al mismo tiempo que los personajes, porque se crea un tipo distinto de intriga.
Creo que todos esos elementos se ponen en juego al pensar en el relato que quieres construir y, de alguna forma, sobre todo en los textos de Imposible salir de la Tierra, hay una tendencia a salirme un poco del narrador tradicional en primera persona –que cuenta con una amplitud de información pero también con varias limitaciones que no le permiten abandonar cierto registro y explorar algo que está ocurriendo más allá de sus propias percepciones–. Es por eso que suelo recurrir a narradores que utilizan el estilo indirecto libre, que va filtrando las expresiones y se va poniendo en el papel del personaje pero al mismo tiempo tiene la libertad de alejarse y mirar las cosas con más distancia.
Antes de publicarse en México, Imposible salir de la Tierra ya existía en Perú y en Chile. ¿Cómo armaste esta antología?
Imposible salir de la Tierra surgió a partir del interés de la editorial peruana Estruendo Mudo por hacer un compilado de mis cuentos de distintos momentos. La idea era reunir textos que en conjunto formaran una unidad propia. A mí me gustaría leerlo un poco como una novela –una novela sui generis, pero que de alguna forma está poblada por personajes que están habitando una misma densidad dramática y comparten ciertas obsesiones–. Así que hice la selección pensando en eso y en que los textos pasaran por distintos registros. Si los cuentos están poniendo en tensión los límites de lo posible en muchos casos, también se trataba de poner en tensión los límites del cuento en términos formales.
Textos como “Agujas de reloj” que es casi como un relámpago –un microcuento– conviven con “Naturalezas muertas” que es más extenso, una especie de nouvelle. Me interesaba que el libro no se quedara atrapado en un solo registro, en la idea de que el cuento es esta cosa que tiene nudo, presentación, clímax, desenlace, sino más bien recuperar el eje que a mí me interesa: el silencio, trabajar con el silencio mientras se está abordando la palabra. Y en esa lógica hicimos la selección de los cuentos junto con el editor. Se publicó en Perú y después en Chile, y ahora apareció finalmente en México con sus características propias porque, aunque es el mismo libro, en otro contexto se lee de una forma distinta.
Si uno lee el libro en el orden en el que aparecen los cuentos, el libro se va enrareciendo, tanto temática como formalmente. Al principio leemos cuentos de corte realista y, a medida que se avanza, la atmósfera va cambiando paulatinamente hasta caer en un cuento por completo fantástico, y el último relato adquiere otras dimensiones.
Hay algo de eso que percibí al momento de hacer la selección, pero tampoco es tan planificado. Me propuse que hubiera flujos en distintas direcciones pero, ciertamente, uno de ellos es la descomposición de lo real. Y pensar a los personajes que habitan el libro como si estuvieran en una piscina que de pronto se quedara sin agua. Entonces empiezan a nadar, y al principio están nadando muy bien, pero de pronto empiezan a moverse como en el aire. Y luego el agua vuelve a fluir. Pero ya en ese último cuento está instalada la idea de qué es lo real y qué es lo fantasioso en la mente del protagonista.
Me interesa mucho establecer las fisuras en lo real, que de pronto exista una veta de lo extraordinario que domine las situaciones.
¿Cuáles son tus influencias? Yo noto cierta presencia de Miranda July, Lorrie Moore o Lydia Davis en tus textos.
Uno nunca puede hablar con tanta claridad a ese respecto. Hay lecturas, pero es difícil precisar de dónde vienen las influencias. Y en este caso, además de las que mencionaste, está Grace Paley, una señora que murió hace no muchos años y empezó a escribir tardíamente. Sus textos tienen esta cosa –un tanto parecida a Lorrie Moore– de sacarte de situaciones convencionales, cuestionar el rol de la mujer y descolocarte, con una frescura y una inteligencia del lenguaje que me resulta brillante.
También me gustan mucho Alice Munro y Carson McCullers. Y en el ámbito hispanoamericano, Hebe Uhart y Clarice Lispector. Me interesa el universo que tienen todas estas escritoras desde dos lugares. En el caso de Hebe Uhart valoro su antisolemnidad y su desacralización de lo cotidiano, muy en la línea de otra de las autoras que me gustan muchísimo: Natalia Ginzburg. Hacer la épica de lo cotidiano, y volver eso un material con el que –en el caso de Hebe Uhart– te regresa al primer asombro: volver a asombrarse de las cosas que ya, de tan naturalizadas, dejamos de ver. Y esto lo lleva a cabo no mediante el uso de un lenguaje distinto, sino traspasando el asombro a lo ordinario.
Y, en cambio, en el caso de las escritoras estadounidenses, como Lorrie Moore, me parece más bien que hay un lugar crítico que cuestiona la escritura de la mujer.
Tus protagonistas suelen ser mujeres en un punto de inflexión de sus vidas o en un momento crítico. “Cachipún”, por ejemplo, narra una experiencia sórdida por la que atraviesan dos hermanas pero en una atmósfera que de algún modo neutraliza esa experiencia, la hace pasar por cotidiana.
Ahí hay una mirada de lo que se establece convencional y rígidamente en el rol de las mujeres, y los límites de lo que a las mujeres se les permite hacer dentro de la sociedad. En general hay una mirada castradora hacia las mujeres. Entonces quería poner en cuestión ciertos órdenes tradicionales de las estructuras familiares y ciertos roles asignados también a lo masculino. En el último cuento, “Naturalezas muertas”, también hay una cosa de la sensibilidad de este hombre, que es presa de los celos pero no se atreve a hacer nada, y queda en una posición subordinada, un lugar que tradicionalmente cumple la mujer; ella es, en apariencia, la que traiciona. Me interesaba desordenar un poco estos roles que asignamos a estructuras sociales, romper esas dualidades
Los silencios y lo no dicho son también una de tus obsesiones. ¿Cómo trabajas con esa paradoja de utilizar el lenguaje para señalar lo que no se dice o, en algunos casos, no se puede decir?
Uno nunca sabe muy bien de dónde surgen los cuentos, pero quizá en mi caso surgen de una imagen. Y lo que hace uno al escribir es expandir esa imagen, construirle ramificaciones, y a veces en ese proceso la imagen inicial se pierde y te quedas con lo que fuiste construyendo alrededor. Pero siempre hay una imagen que está modulando el habla. Me parece interesante porque uno podría prescindir de esas imágenes, pero creo que se quedan porque su función va más allá de dar cierta información: están ahí para generar una atmósfera, para decir lo que no se dice con palabras. Por eso creo que la narrativa no es solo contar buenas historias, es poder contarlas con las palabras que estén a la altura de esa experiencia, con el sonido que quieres comunicar, el sonido que tú vas escuchando y necesitas ponerlo a la altura –aunque sabes que nunca va a estar a la altura de lo que estás escuchando–. Y yo creo que a través de esas imágenes sueltas puedo condensar mucho mejor aquello que no tiene palabras.
Hay una declaración de principios implícita dentro de cada cuento. La forma misma del cuento te permite expresar tus ambiciones como escritor.
(Ciudad de México, 1986) es escritor y traductor.