La relevancia de Andrés Bello para la América Latina de hoy

El equilibrio entre orden y libertad, la construcción de un imperio de la ley y de un concepto de ciudadanía, y la apuesta por la educación pública son elementos centrales del ideario de Bello: también son reivindicaciones importantes en la América Latina actual.
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No soy un bellista profesional: casi todo lo que sé de Andrés Bello viene del trabajo de Iván Jaksić y su gran biografía intelectual, La pasión por el orden. Pero me atreví a usufructuar del nombre de Bello como seudónimo para la columna sobre América Latina que escribí en The Economist entre 2014 y 2022. Los motivos que había detrás de aquella elección muestran por qué considero que la vida y obra de Andrés Bello son tan relevantes para la América Latina de hoy.

The Economist se fundó en 1843 (no mucho después de que Bello se mudara de Londres a Chile). Desde su fundación, la revista no publica los nombres de los autores de sus artículos. En este mundo contemporáneo, de redes sociales y transparencia total, el anonimato ya es casi una ficción. Sin embargo, en The Economist se mantiene esa práctica porque permite un estilo más uniforme y una cultura interna más colaborativa. Pero una columna es más personal, y por lo tanto nuestra costumbre es firmarlas bajo seudónimo. Como consecuencia, había que pensar en un nombre para representar esta vasta y diversa región que es América Latina, que se extiende del desierto de Sonora a la Patagonia, con sus veintiún países distintos, con sus 650 millones de habitantes, con sus dos idiomas principales y decenas de otros.

El nombre obvio era Bolívar. Pero era irrelevante en Brasil, México y en el Cono Sur, y además era un conservador y The Economist es una revista liberal, en el sentido británico del término. Nos gustaba Humboldt, pero era alemán. A mí me gustaba Miranda, pero una colega observó fulminantemente que los lectores pensarían que era simplemente el nombre de una chica. Preguntamos a los lectores. Muchos sugirieron Macondo, pero precisamente queríamos retratar a América Latina más allá del realismo mágico.

¿Por qué Bello, entonces? Sobre todo porque después de las guerras de independencia, después de las luchas y las gestas militares de Bolívar y San Martín, de O’Higgins y Sucre y Cochrane, fue Bello quien armó el software de la construcción de las naciones independientes de América Latina. En sus años en Londres, como representante de Gran Colombia y luego de Chile independientes, se convirtió en un americanista y republicano convencido. Desaparecido el principio de autoridad de la monarquía, para él las nuevas naciones tenían que estar construidas sobre la base del Estado de derecho, el imperio de la ley, y ahí estaba como autor del Código Civil chileno, que fue ampliamente copiado en la región, y también como uno de los arquitectos de la Constitución de 1833, que duró casi un siglo. Insistió en la construcción de ciudadanía a través de la educación pública y se dedicó a esta como rector fundacional de la Universidad de Chile.

La ciudadanía requería comunicación. Bello dio mucha importancia a hablar y escribir con claridad, algo que desde mi profesión no puedo dejar de admirar. También abogó por escribir la historia a partir de la evidencia y no siguiendo alguna filosofía o teoría de moda. No tengo duda de que le habrían horrorizado las fake news, las noticias deliberadamente falsas, y de que las “guerras culturales” lo hubieran deprimido.

La importancia que daba a la comunicación lo llevó a escribir su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, para “independizar” el idioma y a la vez evitar la fragmentación lingüística de América. En un sentido práctico, tal vez hizo más por la integración real de los países de América Latina que infinidad de políticos que aún se llenan la boca con discursos de unidad, pero no los concretan.

Volveré a algunos de estos puntos fundamentales. Pero antes hay que rendir homenaje a la vida y obra de Andrés Bello, una vida y obra que darían para tres o cuatro individuos distintos, todos extraordinarios. Además de los logros que acabo de mencionar, fue filósofo, jurista, estadista, poeta, gramático, editor de varios periódicos, senador en Chile durante veintiocho años, autor de los discursos de tres presidentes, experto en derecho internacional, tutor de Bolívar y, además, ciudadano del mundo. ¡No está nada mal! Por lo tanto, es de celebrar la nueva edición de sus obras completas, que están publicando la Universidad Adolfo Ibáñez y la Asociación de las Academias de la Lengua.

Es de celebrar, sobre todo, porque sigue siendo una figura de relevancia actual, a pesar del olvido relativo en que ha caído. El imperio de la ley, y la construcción de ciudadanía, continúan siendo asignaturas pendientes y tareas prioritarias para América Latina. A la vez, Bello entendió mejor que nadie la importancia de buscar un equilibrio entre dos impulsos que han sido fundamentales en la historia latinoamericana, la necesidad del orden y la búsqueda de la libertad. La región suele dar bandazos entre el exceso de uno y de otra, entre despotismo y anarquía.

Bello veía el orden y la libertad como elementos íntimamente vinculados entre sí: creyó en “el orden asociado a la libertad”, por usar sus palabras. Para él, solo el orden –gobiernos e instituciones fuertes– podrían garantizar las condiciones necesarias para el desarrollo de la libertad de forma auténtica y duradera. Las instituciones y la ley eran los fundamentos sobre los cuales la política podría elevar libertades cada vez más amplias.

Tal vez ese reconocimiento lo convirtió en un liberal en un sentido más profundo y consecuente que sus críticos de la generación siguiente, del liberalismo romántico, como José Victorino Lastarria y Juan Bautista Alberdi. Porque el liberal reconoce que el conflicto es inherente a las sociedades humanas, y en vez de intentar suprimirlo o ignorarlo hay que administrarlo. Para eso están las instituciones y la ley.

Bello resumió su pensamiento en estos temas en un comentario sobre la convención constitucional chilena, donde decía que esta “ha tratado sabiamente de enfrenar [sic] los esfuerzos del despotismo y apagar el ardor de una inmoderada libertad de cuyo choque debiera resultar precisamente una espantosa anarquía”.

{{ Iván Jaksić, La pasión por el orden, Editorial Universitaria de Chile, 2010, p. 139. }}

¡Lástima que sus palabras no hayan sido tenidas en cuenta en Chile en los últimos años!

Hay que recordar que, a diferencia de Estados Unidos, América Latina, o por lo menos una gran parte de ella –México, los países andinos y los países del Cono Sur–, solo logró su independencia después de guerras largas, cruentas y destructivas. Las consecuencias incluyeron el poder militar de los caudillos, la postración económica y una dinámica de fragmentación territorial. Los caudillos ofrecieron orden sin libertad mientras que, en aquellas condiciones, el radicalismo liberal llevó a la anarquía.

Bello había sufrido la inestabilidad política en carne propia, su estancia en Londres estuvo marcada por el sufrimiento de intentar sustentar a su familia numerosa entre los vaivenes del poder en Gran Colombia y las consecuentes penurias de sus meses sin cobrar sus modestos haberes. La experiencia lo hizo pragmático y sobre todo realista y gradualista. Absorbió del liberalismo británico su hostilidad al jacobinismo, que veía como un camino a la tiranía y el terror. Bello dejó Londres para aceptar la oferta de trabajo en Chile por necesidad. No fue una opción tan lógica como podría parecer ahora. Bolívar, tal vez arrepentido por el abandono en que había quedado Bello, escribió a un amigo mutuo: “No deje perder a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía.”

{{ Carta de Simón Bolívar a José Fernández, Madrid, 1829. }}

Por todo eso Bello apoyó y aportó al Estado de Diego Portales en Chile, pero con la esperanza de que llevara con el tiempo a las libertades, como efectivamente pasó.

Sus críticos, como Lastarria, querían una ruptura radical con las estructuras coloniales. Visto desde hoy, cuando algunos argumentan que América Latina aún sufre una condición “poscolonial”, quizá tenían algo de razón. Pero para Bello ese camino de dejar a las naciones latinoamericanas sin sus costumbres no era viable, o por lo menos era una receta para la continuación de conflictos, para la guerra y no para la paz. Para él, nada creaba más conflicto que cambiar las reglas del juego –un punto sobre lo cual Chile puede aportar muchos testimonios en los últimos cuatro años–. Eso no es un argumento para no hacerlo, sino para hacerlo con cuidado y solo para evitar males mayores.

Es verdad que Bello tenía poco que decir sobre los problemas específicos de los pueblos indígenas o de las mujeres, por ejemplo. Era un hombre de su tiempo. Sin embargo, hay mucho en él de relevancia contemporánea. Abogó, por ejemplo, tanto por la igualdad entre las naciones como por la igualdad entre las personas ante la ley, algo que lo distinguía de los conservadores y su defensa de los privilegios corporativos de la Iglesia.

Más de siglo y medio después de la muerte de Bello, América Latina sigue sufriendo los impulsos de una libertad exagerada, por un lado, y el resorte engañoso al autoritarismo, por el otro.

La idea de la libertad era integral a la independencia de América Latina. La mayor preocupación de los liberales que llegaron a dominar el pensamiento político de la región en el transcurso del siglo XIX era el despotismo. Sin embargo, hay problemas también con la libertad irrestricta. Voy a señalar dos: en primer lugar, la anarquía –o la falta de una autoridad aceptada– y la anomia, o la falta de cumplimiento de normas sociales básicas. Y, en segundo lugar, la búsqueda de la utopía.

Ninguna sociedad compleja puede vivir en la anarquía por mucho tiempo. Suele terminar en su opuesto, el despotismo. Ahora hay en Argentina un presidente que se declara “anarcocapitalista”. Para tener éxito va a tener que construir autoridad y no caer en el autoritarismo, como algunos argentinos temen que podría pasar. Veremos, pero sospecho que en la práctica Javier Milei va a ser un presidente procapitalista con ciertos toques populistas en la tradición de Carlos Menem.

Sin embargo, se puede convivir, y América Latina lo hace, con la anomia. Piensen, por ejemplo, en la falta de cumplimiento de las normas de tráfico: que Chile sea una excepción al respecto tal vez se debe en parte a Bello. O en la resistencia a pagar impuestos, o a aceptar la planificación urbana, o el alto grado de informalidad. Tal como ha señalado Mauricio García Villegas, un sociólogo colombiano: “La libertad tiene sus condiciones y sus costos. Cuando una sociedad no está dispuesta a pagar esos costos y se empeña, con el fantasma de la tiranía a cuestas, en gozar de una libertad sin cortapisas, incurre en otros costos: el desorden, la anomia y la debilidad institucional, que son muchísimo más elevados que los costos que condicionen la libertad.”

{{ Mauricio García Villegas, El orden de la libertad, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2021, p. 226. }}

Ahí, tal vez, hay una lección que la izquierda en particular podría aprender.

La idea de utopía es universal, pero desde Colón tiene una asociación particularmente cercana con América Latina, proyectada a las sociedades precolombinas y presente en la revuelta en Canudos, en el sertão de Bahía, del predicador Antônio Conselheiro, o en el Che Guevara y su “hombre nuevo”, o en la invocación del subcomandante Marcos de que “otro mundo es posible”. Como ha escrito Carlos Granés en su libro Delirio americano: “Si renunciamos a la utopía y la revolución, ¿qué lugar le quedaría a América Latina en el concierto de las naciones?”

{{ Carlos Granés, Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina, Madrid, Taurus, 2022, p. 339. }}

Este impulso utópico se expresa en el deseo de “refundar” las sociedades, en el adanismo de un Andrés Manuel López Obrador con su “cuarta transformación” o en el “pacto histórico” de Gustavo Petro. Y desde luego que influyó en el texto constitucional escrito por la convención constitucional chilena en 2021 y lo condenó al fracaso.

El problema no es solo que la utopía se convierta en distopía demasiado fácilmente: piénsese, por ejemplo, en Colonia Dignidad. Es que la búsqueda de lo perfecto, que es una imposibilidad en la condición humana fuera de la creación literaria, milita contra lo bueno. Bello entendió eso: escribió de la importancia de “avanzar progresivamente”. La tradición que nos deja es de buen gobierno, reforma y progreso gradual pero constante. Es el camino que siguió Chile durante un cuarto de siglo después de la restauración de la democracia en 1990. Y es el camino al que América Latina necesita encontrar una forma de retornar.

En el fondo Bello estaba lidiando con el viejo debate en la filosofía política sobre qué tipo de autoridad puede demandar la obediencia de las personas. Thomas Hobbes argumentó que el imperativo fundamental de los seres humanos es la autopreservación, seguir vivos, y que por lo tanto el primer deber de la autoridad era proveer seguridad y orden. En otras palabras, un Estado eficaz. John Locke y Rousseau enfatizaron la importancia de la legitimidad de la autoridad a través de un contrato social. Hobbes ha sido visto, erróneamente, como un defensor del absolutismo. Tal como ha señalado John Gray, el Leviatán –el soberano o el Estado– de Hobbes tenía un fin estrictamente limitado, el de proteger a sus sujetos de sí mismos y de enemigos externos. Gray reivindica a Hobbes no solo como un liberal sino “tal vez el único liberal que todavía vale la pena leer”.

{{ John Gray, The new Leviathans, Londres, Allen Lane, 2023, p. 4. }}

Tal vez se podría decir lo mismo de Bello en América Latina.

La agenda que propone Bello –el equilibro entre el orden y la libertad, la construcción tanto del imperio de la ley como de la ciudadanía– era en la práctica un intento de combinar estos dos enfoques. No solo sigue siendo esencial: es mucho más radical de lo que podría parecer. Como escribió Guillermo O’Donnell, “la democracia no es solo un régimen político (poliárquico) sino también un modo particular de relación entre el Estado y los ciudadanos, y entre los ciudadanos mismos, bajo una forma de imperio de la ley que, junto con la ciudadanía política, sostiene la ciudadanía civil y una red completa de contralores”.

{{ Citado en Alberto Vergara, Repúblicas defraudadas, Lima, Crítica, 2023, p. 29. }}

Creo que Bello estaría de acuerdo con O’Donnell.

El imperio de la ley tiene múltiples enemigos en la América Latina de hoy. Dos son obvios. Primero, el despotismo, que no ha desaparecido. Hay dictaduras ya en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Y en segundo lugar, el crimen organizado vinculado en sus orígenes con el narcotráfico, cuya presencia en este siglo se ha expandido, desde Colombia, a toda la región, Chile incluido. En ambos casos, se subordina la ley a la fuerza.

El despotismo suele nacer como una reacción a los males de la anarquía o del mal gobierno. No es casual que el espectro que recorre América Latina hoy sea el de Nayib Bukele, que en El Salvador ha impuesto la seguridad a base de encarcelar a decenas de miles de jóvenes y que con su candidatura anticonstitucional a la reelección el mes que viene se convertiría en un autócrata electo y popular.

Hay desafíos al imperio de la ley más insidiosos: la corrupción del mundo judicial por el patrimonialismo, por el interés particular, y su politización, que en las últimas dos décadas ha prevalecido en muchos países de la región. Gracias en parte al legado de Bello, Chile parece relativamente inmune a esos males.

Si la tentación autoritaria sigue en América Latina es también en parte porque en muchos países no se ha logrado construir una ciudadanía plena, como Bello anhelaba. En esto, él era profundamente democrático. Los líderes populistas en América Latina, desde Hugo Chávez a López Obrador o Jair Bolsonaro, no quieren ciudadanos autónomos; quieren clientes. En formas distintas, Bolívar, Che Guevara o el general Pinochet querían imponer la ciudadanía desde arriba. Bello la quería construir desde abajo, a través de la educación pública.

Sigue siendo una tarea fundamental. Los resultados de los últimos exámenes pisa mostraron que tres de cada cuatro alumnos de quince años en la región carecen de habilidades básicas en matemáticas, y más de la mitad no tienen esas habilidades en lectura y ciencia. Y en la educación, como en muchas otras cosas en América Latina, las desigualdades son grandes. La educación privada puede aportar, pero una educación pública masiva y de calidad sigue siendo clave en la formación de ciudadanos democráticos. Lograr la ciudadanía plena también quiere decir que todo el mundo tenga acceso a servicios públicos de calidad: de salud, educación, pensiones, seguridad, transporte público y parques, por ejemplo, además de un trato igualitario.

Para terminar, se puede resumir la vigencia de Bello en una frase: que las democracias necesitan instituciones fuertes que permitan a los ciudadanos la libertad auténtica para cumplir sus posibilidades. Por eso, casi 160 años después de su muerte, Andrés Bello es más relevante que nunca en América Latina. ~


Este ensayo se basa en una conferencia pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez de Santiago de Chile en enero de 2024.

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Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.


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