La literatura mexicana bajo escrutinio

Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V

Christopher Domínguez Michael

Grano de Sal,

Ciudad de México, , 2024, , 432 pp.

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Cuando comencé a publicar mis primeras reseñas, el también crítico literario Pablo Sol Mora me inculcó un principio fundamental: la diferencia entre el crítico profesional y el amateur. En un ensayo apuntaba: “Por profesional entiendo el que, aparte de hacer de la crítica su principal actividad literaria, está dispuesto, más allá de sus gustos o preferencias, a ocuparse de muy diversos tipos de obras y autores (no todos necesariamente buenos, claro) y cumplir ciertas tareas (vigilar al escritor consagrado, juzgar con justicia los méritos o defectos del que está construyendo una obra, estar atento a los jóvenes); el amateur no suscribe esos compromisos y escribe fundamentalmente sobre lo que le gusta y entusiasma.” Así, en numerosas conversaciones, cada vez que volvíamos a la figura del crítico profesional, en particular al mencionar el caso de México, inevitablemente salía a relucir el nombre de Christopher Domínguez Michael.

Christopher Domínguez Michael es, en la actualidad, el gran referente de la crítica literaria en México, y Tiros en el concierto es quizá su obra capital. Hermano de las ideas y amante de la discrepancia, se inició en el oficio a los veinte años gracias a, entre otros, Octavio Paz, Héctor Manjarrez y David Huerta. Pero Christopher tuvo muchos otros maestros: de Alejandro Rossi, por ejemplo, aprendió el arte de conversar; de Enrique Krauze, el de la biografía; de Antonio Alatorre, los “misterios eclesiológicos” que lo llevaron a escribir su Vida de fray Servando (2004); de José Emilio Pacheco, la elección del oficio. Desde muy joven, Domínguez Michael tomó una decisión radical: entregarse por entero a la crítica literaria; hacer de esta vocación su profesión y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Los versos de Mallarmé (“La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres”) se hacen carne en la figura del crítico: Christopher no buscaba convertirse en el desenfadado lector común de Virginia Woolf, sino en aquel para quien la lectura es un destino y una misión. Por eso, en cada uno de sus textos críticos –ensayos y reseñas por igual– se bate a duelo con el paso del tiempo: juzga, asevera, se equivoca, vuelve a juzgar. Los designios del porvenir son inescrutables y, pese a ello, Christopher avanza con paso firme, a sabiendas de que puede caer al precipicio. Al cuestionar el canon literario, al visitar a los autores convertidos en mármol, nos recuerda, de algún modo, que los muertos no están muertos, que en sus páginas persisten significados ocultos, pasajes cifrados, personajes que escapan a nuestra comprensión. Porque la crítica de Domínguez Michael se cimenta en la duda y en la extrañeza, en la argumentación fundada, en la convicción de que no existen las verdades como puños: el crítico literario solo puede ser fiel a la literatura, y la literatura es la enemiga de la certidumbre.

Hago una precisión: Domínguez Michael es un crítico profesional, sí, pero eso no implica que carezca de entusiasmo. Todo lo contrario. Para repetir las palabras de Morábito sobre Álvaro Uribe, Chistopher cree en el gusto, algo cada vez más difícil de encontrar entre críticos y creadores, y por tanto cumple a cabalidad su papel de árbitro, sin dejar de lado su propio disfrute. Más aún: se entrega a la crítica favorable con el mismo fervor que a la desfavorable, somete a los autores noveles al mismo escrutinio que a los consagrados, y no hace distinción entre escritores universales y nacionales ni entre géneros mayores y menores. Es precisamente esa fe en el gusto la que lo ha llevado a depurar su estilo: con una prosa que casi podría calificar de diabólica, Domínguez Michael escribe literatura sobre la literatura y de esta forma persigue, a su manera, el duro deseo de durar.

Publicado en 1997 por Ediciones Era y reeditado recientemente por Grano de Sal, Tiros en el concierto es la obra alrededor de la cual se vertebra buena parte de su universo literario. En la nota a la nueva edición, afirma: “Si tuviera que someterme al ocioso (y proverbial) ejercicio de salvar del fuego uno solo de mis libros, ese sería Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V.” Piedra angular de su obra, sin ella no solo no existirían la Vida de fray Servando ni La innovación retrógrada, sino tampoco, probablemente, algunos de sus mejores ensayos y reseñas. Erudita y febril, Tiros en el concierto es, a mi juicio, su primera obra de madurez, aquella en la que se revelan un estilo propio y una particular forma de hacer crítica. Si José Emilio Pacheco –poeta, narrador, pero también crítico– tenía la costumbre de revisar obsesivamente sus textos (en un ensayo afirmó: “No acepto la idea de texto definitivo. Mientras viva seguiré corrigiéndome”), Christopher sigue un camino similar: va mudando de parecer a lo largo del tiempo. Al leer los Ensayos reunidos, por ejemplo, uno se percata de que Christopher cambia de postura, rectifica, entra en pugna consigo mismo.

Parcial, apasionado, político, en Tiros en el concierto Christopher Domínguez Michael escribe sobre los padres fundadores de la literatura nacional (y sobre aquel “antipadre” incómodo que fue Salazar Mallén). Más que ensayos, sus textos son, a la manera de Sainte-Beuve, biografías literarias: convergen en ellos la vida y obra de autores como Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, José Revueltas o Jorge Cuesta; sus circunstancias políticas y heridas familiares, sus desengaños amorosos y obsesiones estéticas. Domínguez Michael se aproxima a Alfonso Reyes para cuestionar el mito, a los Contemporáneos los hace salir de su torre de marfil, concibe a Cuesta como parte de una tradición de la que es, a la vez, su mejor crítico. Es decir, están nuestros clásicos y siempre, junto a ellos, la crítica implacable de nuestros clásicos.

En el ensayo que da origen al libro, “Alfonso Reyes en las ruinas de Troya”, el crítico equipara a Reyes con Eneas. Mientras Troya arde, Eneas elige cargar a cuestas con su padre; Alfonso Reyes, en cambio, no elige: es obligado a cargar con la memoria de su padre, el general Bernardo Reyes, asesinado frente al Palacio Nacional en 1913, un hecho que condiciona su actitud hacia la política de México. En “José Vasconcelos, padre de los bastardos”, acaso el ensayo mejor logrado, Vasconcelos, cual Prometeo, lleva a la nación mexicana el fuego del conocimiento, pero al final es traicionado por ella en las elecciones de 1929. Considerado uno de los grandes ideólogos de la Revolución, Vasconcelos resulta fascinante tanto para la historia política como para la literaria. Sin dejar de ser un hombre de ideas, es también, sobre todo, un hombre de acción; su biografía por sí sola es materia literaria. A propósito de esto, no puedo dejar de señalar el extraordinario pasaje sobre Antonieta Rivas Mercado y su suicidio frente a la sacristía de Notre Dame, narrado con la precisión del biógrafo y la vehemencia del literato: “La Reintegración a la Gracia del profeta, su camino hacia el pesimismo de san Pablo, se desencadenó a partir de ese doble crimen frente al altar, el tiro en el concierto de los ángeles que mató a Antonieta y fulminó la redención de México.”

Me he referido antes a Salazar Mallén, el invitado incómodo a este banquete, cuya presencia en este libro no puedo sino celebrar: “Es escandaloso ocuparse de un autor por lo que no fue y peor aún señalar sus defectos como los propios de una literatura rebasada. Pero es necesario recordar que la historia de las letras no es solamente una exposición de victorias estilísticas y piezas antológicas.” Figura marginal, escritor menor y simpatizante del fascismo, prefirió morir como un anarquista de derechas. Salazar Mallén encarna la épica de la derrota: el patetismo que dio coherencia a su vida se extendió a su literatura; ahora habita en el infierno de la cultura mexicana.

Tiros en el concierto es un homenaje y un ajuste de cuentas con los padres fundadores de la literatura mexicana, y esta revisión termina por poner en tela de juicio la pureza del proyecto político nacional. El autor no atiende a la historia oficial, si es que existe tal cosa, sino a sus intersticios: a las grietas donde aún cabe el titubeo, donde persisten las sombras. Va en busca de los espacios sin explorar, de los territorios no conquistados, demostrando así que la tradición es un diálogo permanente entre la historia, la literatura y la crítica de la literatura.

En “Jorge Cuesta y la crítica del demonio”, el autor anota: “Una de sus cualidades fue la de fijar los límites de su percepción. Entendió la crítica como método intelectual y como actitud moral.” Podría decirse lo mismo de Christopher Domínguez Michael. El lector no encontrará en este libro ensayos perfectos, porque para él la perfección y la uniformidad son más bien defectos. Encontrará, en cambio, textos rigurosos, sin ser académicos; textos exhaustivos escritos con una prosa extraordinaria; textos que se cuestionan a sí mismos, que se contradicen y que, una vez finalizada la lectura, arrojan más interrogantes. En este sentido, no se le puede pedir más a un crítico literario. ~


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