Marie-Claire Blais
Sed
Traducción de Lidia Vázquez Jiménez
Barcelona, Literatura Random House, 2021, 320 pp.
Es extraño que una autora de la que se ha dicho que es la heredera de Virginia Woolf y que ha sido comparada con Proust o Faulkner sea prácticamente una desconocida en nuestro país. Pese a que Marie-Claire Blais no ha dejado de recibir premios y reconocimientos internacionales, en España no se publicaba un libro suyo desde hacía sesenta años (La hermosa bestia, 1961). Por suerte, el sello Literatura Random House ha decidido poner fin a este agravio, y lo ha hecho con la publicación de una de sus obras más emblemáticas: Sed marcó un punto de inflexión en su trayectoria literaria y dio comienzo a uno de los proyectos más ambiciosos de los últimos tiempos (un ciclo compuesto por diez novelas; la última, publicada en 2018).
Sed bebe del mismo mar que Las olas, de Virginia Woolf, pero también se asemeja a otras obras de esta, como Entre actos o La señora Dalloway, que transcurren en un lapso de tiempo limitado (un día) y tienen lugar en torno a un encuentro social. En esta ocasión, la trama se concentra en un intervalo de tres días (coincidentes con el cambio de siglo –y de milenio–) y gira alrededor de la fiesta que Daniel y Melanie dan en honor a su hijo, Vincent, un recién nacido con problemas respiratorios. El contrapunto a este bebé achacoso que nace con el nuevo milenio es Jacques, un hombre que agoniza a causa del sida, la enfermedad por excelencia de finales del siglo XX. Pese a las (obvias) diferencias que existen entre ellos, ambos comparten una especie de sed que los lleva a aferrarse a la vida con todas sus fuerzas. Así, Jacques opta por pasar el tiempo que le queda viendo una película erótica en vez de Amadeus, de Miloš Forman, pues prefiere apurar la vida hasta el último segundo antes que pensar en réquiems.
Dos de los invitados a la fiesta del pequeño Vincent son Renata y Claude, una pareja que no pasa por su mejor momento. Desde que le extirparon un pulmón a causa de un cáncer, Renata es presa de una sed insaciable, una sed que pone de manifiesto sus ganas de vivir, o de morir, pues en algunas personas la distancia entre ambas no es tan grande como se podría pensar. Esta sed la lleva a ir al casino cada noche, no se sabe si con la esperanza de ganar una fortuna o de perderlo todo, y a fumar un cigarrillo tras otro, degustándolo y consumiéndose a partes iguales.
El lugar donde se desarrolla la novela –alguna isla del Golfo de México, probablemente Key West, donde reside la autora desde los ochenta– tiene apariencia de paraíso. Sin embargo, además de ser un destino turístico muy demandado, la isla es también el hogar de muchos desfavorecidos: familias de origen africano o refugiados procedentes de Cuba o Haití que arriesgaron su vida por llegar allí. Los personajes que deambulan por la novela se han librado del infierno y de una muerte segura, pero tampoco puede decirse que hayan conseguido llegar al paraíso. No es casual que en las primeras páginas Renata diga que en esa isla tiene “la impresión de estar en el limbo”.
Hasta ahora la representación del infierno, y sus diferentes manifestaciones en la Tierra, ha sido mayoritariamente masculina: Kafka, Dostoievski (con quien se han comparado algunos personajes de Blais) y, por supuesto, Dante (a quien se alude explícitamente en el último tramo de la novela) son algunos de los autores que han escrito sobre el mal y los distintos abismos en donde puede caer el ser humano. Sed reflexiona sobre estos mismos temas, y lo hace con ojos de mujer. La visión femenina sobre los condenados se muestra principalmente a través de Renata, abogada de profesión. Su marido, Claude, es un “examinador profesional de conciencias” –es decir, un juez–, y ambos suelen discrepar en la severidad de las condenas a aplicar. A ojos de Claude, Renata es ante todo una madre, una mujer, y tiende a juzgar con “una clemencia, una ternura desconocidas para el hombre”. Con esos mismos ojos se mira a los personajes, ni totalmente culpables ni inocentes del todo.
La inmensidad de la novela (que recorre otros males como los infanticidios o las violaciones grupales pasando por la epidemia de heroína de los ochenta) deja en el lector la sensación de estar nadando en mar abierto, sin apenas boyas que le sirvan de referencia: la novela no se divide en capítulos, ni siquiera en párrafos; Blais no emplea marcas de diálogo y señala que ha salido de la conciencia de un personaje para entrar en la de otro con un simple punto y seguido… No obstante, una vez te olvidas de las convenciones y te dejas llevar por el ritmo de la narración –que la autora consigue mediante la repetición periódica de determinadas palabras y estructuras–, la lectura puede ser muy disfrutable.
Se ha dicho que las novelas de Blais son obras de nuestro tiempo, pero tal vez no para nuestro tiempo. Curiosamente, las objeciones que se hacen a sus libros se parecen bastante a las que se hacían a Proust hace más de un siglo (frases interminables, apuesta total por la interioridad de los personajes…). Coincido con el escritor Thierry Laget cuando dice que leer a Proust no es difícil –ni ahora ni en 1919–, “lo difícil es encontrar el tiempo para aprender a caminar al ritmo de la narración”. Como lectores, hemos perdido por completo esa costumbre. Imponemos a la lectura el mismo ritmo, frenético, con el que ahora hacemos todo. Se cita a menudo Una habitación propia, pero ¿quién lee hoy Las olas? A juzgar por lo que se lee en internet, hoy día todos temen a Virginia Woolf. Está bien nadar en una piscina climatizada, o en un lago artificial que apenas cubre, pero deberíamos perder el miedo a nadar en aguas más profundas. ~
es periodista y escritora. Su novela más reciente es Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría, 2016)