Ingeborg Bachmann: maneras de morir

“Malina”, de Ingeborg Bachmann, no es una novela: es un libro sobre el infierno. La única forma de leerlo es la completa sumisión a su propuesta.
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Las palabras caen sobre la página como perdigones (la palabra padre, la palabra incesto, la palabra guerra), se contaminan de sueños, banalidades y esfuerzos por entender la podredumbre del mundo, y también, de llamadas telefónicas que no llegan, o llegan sin calmar un ápice el calvario de la espera.

Los burócratas de la literatura dirían, si hubieran leído el libro, que Malina (1971) es una novela. No lo es. Malina es un libro sobre el infierno. El documento de una crisis y un tratado sobre la desgracia afectiva que incursiona en las zonas más esquivas de la psique femenina. También es una catástrofe luminosa donde una utopía de la escritura, siguiendo a Kleist, se opone a la lengua vil de la realidad y a los discursos maníacos del orden.

La obra de Ingeborg Bachmann, escribió su biógrafo Hans Höller, “pertenece a una de las más angustiantes ofensivas del lenguaje contra el dolor traumático. Hay en ella un ansia de absoluto que hace del sufrimiento una condición de la verdad y de la escritura un recordatorio de la inquietante proximidad entre el amor y la violencia”.

El único modo de leer este libro es la completa sumisión a su propuesta. Dejarse imantar por su secreto que, como todo secreto, empieza siempre más atrás: seguramente en la aldea natal de Klagenfurt donde la figura del padre, un miembro activo de las SS, ya antes del Anschluss de Austria, ejerce una autoridad abusiva mientras la población prolijamente “ignora” los horrores del nazismo. Se diría que este primer quiebre de conciencia domina la geografía emocional de Bachmann, su más íntima devastación.

Todo en esta prosa es digresión ensimismada, sismo, monólogo asfixiante que se esparce creando confusión en un cuarto mental lleno de polvo, papeles, colillas de cigarrillos, vasos vacíos de whisky y también de preguntas que, una y otra vez, la llevan a identificarse como descendiente de “la generación de los culpables”.

De ese malestar identitario sale ese “yo disidente y sin garantías” que seducirá a Paul Antschel/Paul Celan, “el extranjero de la capa negra”, cuando se conozcan, muy jóvenes todavía, en la Viena de posguerra. La correspondencia entre ambos, iniciada cuando él se traslada a París, podría leerse como la celebración de una intensa cohabitación literaria, hecha de admiración recíproca, si no fuera por los continuos desencuentros y malentendidos entre los amantes atormentados que fueron.

Su amiga Fleur Jaeggy la retrató con sutileza en el personaje Frédérique de Los hermosos años del castigo. En el Bausler Institut, ubicado a escasos metros de la institución manicomial donde estaba internado Robert Walser, Frédérique y la narradora aprenden a “renunciar a las cosas bellas y a temer las buenas noticias”. En ese internado, lejos de sus familias, crecen, desobedecen, se vuelven inquietantes, hasta que la amiga usurpa el centro de la escena y se transforma en mentora y eficaz contrafigura, un poco a la manera de Demian en el libro homónimo de Hermann Hesse.

Cuando muchos años después, al final de la novela, la narradora visite a la amiga en una institución psiquiátrica, sacará sus propias conclusiones: “Me dicen que no hay esperanza para mi amiga. No se curará. Y por qué debería curarse, pienso yo.”

La realidad, una vez más, imita a la ficción. Bachmann, en la vida real, estuvo internada muchas veces en diversas clínicas de Baden-Baden, Sankt Moritz, Berlín y Viena. También consumía somníferos y sedantes en grandes cantidades, fumaba sin descanso y murió a raíz de un incendio “accidental” producido en su casa de Roma por un cigarrillo mal apagado en la cama. También Paul Celan, “a quien amé más que a mí misma”, fue sometido a electroshocks y acabará tragado por la oscuridad del agua en 1970. Uno podría preguntarse: ¿Cuál es el nombre de la enfermedad que ambos padecen? ¿Qué relación tiene con las deportaciones, los campos de exterminio, las cámaras de gas?

Ambos pagan, en cualquier caso, el precio de la soledad y buscan, en un estado de deserción permanente, una cierta pertenencia mental. Su mundo utópico estará siempre desmilitarizado y lejos de casa. Porque lejos de casa, entre viajes descosidos, se puede quizá indagar mejor el lenguaje, hacerlo agujerear las convenciones biempensantes.

“Con la mano quemada escribo sobre la naturaleza del fuego” es una frase de Flaubert. Bachmann la hizo propia. En sus libros todo quema: la imposibilidad de amar, la relación inconfesable con el padre, el odio y la destrucción que asolan el mundo. La prosa quema también.

Habría que agregar, entre los datos de su vida, la tesis de doctorado que escribió sobre Heidegger, los libretos para óperas, las piezas radiofónicas, los ensayos sobre Kafka, Musil, Wittgenstein, los premios (entre ellos, el Georg Büchner, de 1964). Y sobre todo los libros de poemas, El tiempo postergado (1953), Invocación a la Osa Mayor (1956), Nada de delikatessen (1963); los relatos, A los treinta años (1961), Tres senderos hacia el lago (póstumo); y la trilogía Todesarten/Maneras de morir que incluye Malina (1971), El caso Franza y Réquiem por Fanny Goldmann (estos dos últimos inconclusos).

Ingeborg Bachmann (1926-1973) fue la primera escritora que obtuvo la prestigiosa beca del Programa de Artistas en Berlín. Llegó en 1963, tras la ruptura con Max Frisch y un intento de suicidio, y se encontró con una ciudad brutalmente herida (el muro era reciente) que, decía, “solo se puede habitar como quien habita sus problemas insolubles: con una sobriedad fanática”.

Durante su estancia conoció a Witold Gombrowicz que llegó con la misma beca unos meses después, y escribió algunos poemas de Nada de delikatessen donde anuncia su decisión de renunciar para siempre a la poesía porque “los poemas me reducen a cosa, trozo de carne, y eso es peligroso, sobre todo cuando me rodean perros feroces criminales”.

También de esa época son sus primeras notas para Malina.

Escritora de textos que parecen himnos, considerada como el equivalente lírico de Kafka, Bachmann describió su estancia en Berlín como “una agonía subvencionada”. ~


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