Ilustración: Hugo Alejandro González

No es la tecnología, es la cultura política

La interacción en redes sociales nos ha hecho creer que ahora tenemos más posibilidades de participar en las campañas políticas, cuando lo cierto es que las tecnologías reproducen prácticas tradicionales, como el clientelismo.
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Plus ça change, plus c’est la même chose.

Jean-Baptiste Alphonse Karr

Un año antes de que en Estados Unidos se publicara la Ley de Tele- comunicaciones de 1996 –la primera revisión importante desde 1934 y en la que por primera vez se incluía internet y su potencial para cambiar la forma en que trabajamos, vivimos y aprendemos–, la Casa Blanca y la National Science Foundation convocaron a un grupo multidisciplinario de investigadores cuya tarea era proponer una agenda para el internet del siglo XXI. Kerric Harvey –actual directora asociada del Centro de Medios Innovadores en la Universidad George Washington y editora de la Encyclopedia of Social Media and Politics– fue una de las investigadoras convocadas y cuenta que, para sorpresa de la mayoría del grupo, el extenso compendio de predicciones, preguntas y propuestas de investigación resultante estaba muy orientado hacia las ciencias sociales, en buena medida porque el grupo asumió como punto de partida que internet dejaría muy pronto de ser una herramienta de recolección de información para adquirir una especie de presencia social y que ello cambiaría el modo en que se cría a los niños, la forma en que las personas encuentran amigos y parejas y la manera en que los hogares se relacionan con el resto del mundo. Predijeron también que las relaciones humanas se subordinarían o por lo menos dependerían de la tecnología; que la naturaleza básica del trabajo dejaría de estar anclada a un tiempo y un lugar; que las guerras, el terrorismo y el espionaje nunca volverían a ser lo mismo y que se abrirían nuevos canales para dar cauce a un discurso político cada vez más diverso en el que los actos de votar y de participar en la política cambiarían para siempre. Veinte años después las predicciones de Harvey y sus colegas resultan no solo sorprendentemente atinadas, también las preocupaciones y preguntas de ese entonces suenan particularmente vigentes. Por supuesto, tenemos más información que cuando se redactó ese primer diagnóstico y movimientos como #ArabSpring, #OccupyWallStreet, #GuarderíaABC, #YoSoy132 y más recientemente #MeToo nos han mostrado el poder de convocatoria y organización de las redes sociales. Hemos visto cómo WhatsApp y YouTube han jugado roles importantes en la manera en la que nos involucramos políticamente, pero de ahí a tener una idea mucho más clara sobre cuáles serán los saldos de la irrupción de las nuevas tecnologías de información y comunicación en la forma de hacer política y participar en ella, hay un largo trecho. Por otro lado, solemos perder de vista que no solo somos los ciudadanos quienes exploramos y sacamos ventaja de estas nuevas herramientas para exigir e influir en las decisiones públicas, sino que también los políticos –y sus muchos asesores de comunicación y marketing– echan mano de ellas ya sea para alcanzar nuevos y potenciales votantes, para posicionar mensajes clave que no encuentran espacio en los medios tradicionales, para enturbiar el ambiente o para reforzar en línea las viejas prácticas políticas. Hace unos años Jill Lepore, historiadora en Harvard y redactora del New Yorker, escribió que, en el siglo pasado, nada alteró más el funcionamiento de la democracia estadounidense que la aparición de la consultoría y del marketing político, una industria desconocida hasta la creación de Campaigns, Inc. Eso fue en 1933. Casi un siglo después el sector no solo se ha afianzado sino que se ha vuelto digital. ¿Alguien imagina a algún consultor en marketing político que hoy día no aconseje a su candidato apostar por lo digital?

Campañas políticas

Quizá la irrupción más orgánica y evidente de las tecnologías de información y comunicación (TIC) en la política ha sido en las campañas. Pippa Norris>, que el año pasado fue reconocida con el Sir Isaiah Berlin Prizepor sus aportaciones al pensamiento político y al desarrollo de la democracia, distinguía, en un trabajo publicado en el año 2000, tres formas de hacer campaña dependiendo del tipo de comunicación política por el que se decantan. Los tipos de comunica- ción que identifica no son estados puros y la comunicación de una campaña puede adaptar elementos de uno u otro dependiendo del sistema político, la coyuntura y las regulaciones electorales de cada país.

Campaña premoderna. Sus orígenes datan del siglo XIX y se basa en la comunicación uno a uno entre candidatos y ciudadanos. Se planifica a nivel local, a corto plazo y el tono se adecua al discurso del partido. Los diarios, la radio y los panfletos son los medios característicos de este tipo de campaña.

Campaña moderna. Comienza en 1950 con el auge de la televisión. Se distingue por una planificación a nivel central a cargo de los líderes del partido que son asesorados por consultores externos y encuestadores. El ciudadano tiene un rol más pasivo, pues hay menos interacción directa con los candidatos.

Campaña posmoderna. Esta nueva manera de hacer campaña, centrada en el candidato y no en el partido, se da en medio de una creciente fragmentación de los canales de comunicación (noticieros de veinticuatro horas, estaciones de satélite y de cable, noticias por internet y redes sociales) de los que es posible retroalimentarse en tiempo real. Esto obliga a hacer ajustes constantes en la comunicación, por lo que se crea una especie de “campaña permanente” en la que la gestión estratégica se comparte por igual entre políticos, consultores en publicidad, opinión pública y marketing.

Una derivación natural, y posterior, de estos tipos de campaña bien podría ser el e-campaigning, entendido como la utilización intensiva de internet, redes sociales y aplicaciones relacionadas para crear canales activos de comunicación que diseminan mensajes dirigidos a audiencias cada vez más fragmentadas y recolectan bases de datos que les permiten conocer y posteriormente activar a sus seguidores. Si hay que reconocerle la paternidad del e-campaigning a algún candidato seguramente sería a Howard Dean, exgobernador de Vermont y miembro del Partido Demócrata, que en 2004 contendió en las primarias presidenciales. Dean fue el primer candidato que utilizó activamente internet para llegar a los ciudadanos de a pie y recaudar fondos. Si bien los otros contendientes también crearon sus propios sitios web, estos eran completamente pasivos: se compartían algunos vínculos, se colocaban pendones y se posteaban noticias generales de la campaña. En cambio, Dean debutó como bloguero de su propio sitio, subió videos en los que se le veía comer un sándwich en mangas de camisa y pedir dinero a sus simpatizantes y lanzó una plataforma de registro llamada Meetup, que permitió centralizar los esfuerzos de sus seguidores y organizar mítines offline y reuniones de apoyo. Dean terminó perdiendo la contienda pero, después de su campaña, ningún político volvió a pensar en las TIC como un medio pasivo de comunicación.

Campañas híbridas en América Latina

Utilizando una tic de llamadas por internet gratuitas (Skype) conversé con Carlos de la Torre, doctor en sociología de la Universidad de Kentucky quien, junto con Catherine Conaghan, ha estudiado el tema de las campañas híbridas en Ecuador. La larga historia de partidos políticos débiles y líderes populistas fuertes en este país, me cuenta De la Torre, hace que las campañas centradas en los atributos de los candidatos no sean un fenómeno nuevo y las circunstancias que rodearon a las elecciones de 2006, cuando los partidos políticos vivieron una severa crisis de legitimidad, establecieron las condiciones para una campaña muy personalizada por parte de los dos punteros: Álvaro Noboa y Rafael Correa. En ese entonces, ambos candidatos siguieron modelos similares de comunicación política: organizaron estructuras a través de las cuales movilizaron gente (comités familiares o vecinales) para hacer campaña de puerta en puerta y, para coordinar sus estrategias de comunicación, recurrieron a especialistas en relaciones públicas y encuestadores. Ambos usaron la televisión para proyectar su personalidad, aunque Correa venció a Noboa en la calidad y la creatividad de sus comerciales, utilizando el humor para encasillar a su adversario como parte de la “corrupta clase política”. La radio, continúa De La Torre, fue vital para que Correa sumara apoyos en las zonas rurales ya que no optó por pagar publicidad sino que su equipo reclutó ayuda de emisoras locales que simpatizaban con sus propuestas. Y, aunque en 2006 el uso de internet en Ecuador estaba entre los más bajos de América Latina, el sitio web de Correa y el uso de listas de correo electrónico fueron un intento obvio para llegar a los votantes jóvenes y de clase media. Según De la Torre, Correa reconoció la importancia de internet e hizo un esfuerzo sistemático para convertirla en una herramienta para hacer campaña. Después de ganar las elecciones, Correa incorporó a su gobierno muchas de las técnicas de comunicación que aprendió en las elecciones y con ello logró un tipo de “campaña permanente” muy efectivo.

El comentario final de De la Torre apunta a que, si bien esta nueva forma de hacer campaña toma mucho del modelo estadounidense, “en América Latina la naturaleza híbrida de las campañas políticas no solo se caracteriza por echar mano de distintas estrategias de comunicación (radio, internet, mítines) sino también de usar las retóricas y prácticas clientelares más arraigadas”. Esto es: las nuevas herramientas de comunicación política no suponen nuevos mensajes políticos ni nuevas maneras de hacer política. El medio no es el mensaje, aunque esté suscrita a la lista de correos de un candidato y cada semana me mande correos que empiezan con “Estimada Cynthia”.

Ciberoptimistas vs. ciberescépticos

Entre la campaña de Dean (2004) y la primera de Obama (2008), las expectativas alrededor del e-campaigning y sus promesas de integración, horizontalidad, capacidad de acción y reacción pronto se dividieron en dos bandos. Por un lado, los ciberoptimistas que consideran que las TIC cambiarán la manera en la que se hace política y redistribuirán el poder porque genuinamente empoderan al ciudadano y fortalecen la democracia al incentivar la conversación política y facilitar la participación. Por el otro, están los ciberescépticos para quienes las TIC son un medio sobrevalorado que en realidad solo replica o complementa en línea las relaciones de poder ya existentes. En la nuez de este debate hay un dilema muy similar a la pregunta de si fue primero el huevo o la gallina: ¿las instituciones políticas y las organizaciones sociales son las que moldean la tecnología o es la tecnología la que tiene el poder de dar forma a la sociedad y la política? No hay respuestas únicas, ni simples.

Ciberclientelismo

María Lucía Vidart-Delgado es una doctora en antropología cultural del Massachusetts Institute of Technology que desafía la generalizada noción de que el e-campaigning está en las antípodas de las prácticas clientelares. Uno de sus trabajos más recientes muestra cómo la adopción de métodos de marketing político estadounidense en la campaña presidencial colombiana de 2010, lejos de modernizar la forma en la que se hacían las campañas, en realidad “proporcionó un nuevo marco para preservar los tradicionales acuerdos políticos clientelares”. Sobre su investigación y su fundado escepticismo respecto a las TIC en las campañas políticas, charlamos, vía WhatsApp (otra conocida tic), una tarde a inicios de febrero.

Para ella, el error radica en suponer que en el contexto de una campaña política las TIC desempeñan un papel democratizador y que proporcionan a los votantes una plataforma para comunicarse directamente con sus representantes, debilitando con ello la injerencia de los intermediarios locales y la política basadas en favores. No lo hacen. La dinámica misma de una campaña exige acciones disciplinadas, centralizadas y coordinadas por una cadena de mando completamente jerarquizada. El rol que sí juegan estas tecnologías es el de coordinar, centralizar y difundir la información que ya ha sido previamente validada por los coordinadores de campaña. Pensemos en Obama, me dice: es un consenso que sin el uso de las TIC no habría logrado ganar la presidencia, pues fueron estas las que le permitieron organizar a sus seguidores, pero esos miles de seguidores y voluntarios no tuvieron ninguna incidencia en las decisiones de la campaña. Fueron instrumentos eficaces para replicar un mensaje que los estrategas de Obama habían definido mucho tiempo antes. La campaña digital de Obama fue una campaña que buscaba ganar, no crear una red horizontal de conversación política.

El análisis de Vidart-Delgado crea una extraña disonancia; por un lado, a todos nos resulta una obviedad que el objetivo de una campaña política es ganar y que, para ello, ha de identificar su diferenciador y construir una narrativa alrededor de él para influir en la percepción del electorado. Pero cuando nos dicen que esta campaña es digital tendemos a creer que en ella no solo importa nuestra opinión, ¡sino que también es tomada en cuenta!, porque el candidato le ha dado “me gusta” a mi tuit. Para Vidart-Delgado esto sucede porque hemos perdido de vista la neutralidad original de las tecnologías: no hay tal cosa como tecnologías buenas, autoritarias, asistencialistas o empoderadoras. Todas dependen siempre del contexto y de los objetivos que se pretenden alcanzar con ellas. Si se usan con una lógica político-electoral, responderán y replicarán la manera en la que sabemos y solemos hacer este tipo de política. Las TIC no van a enseñarnos a hacer un nuevo tipo de campaña, sino que muy probablemente reforzarán las redes clientelares locales. En el caso colombiano, estudiado por Vidart-Delgado, la ley de Habeas Data –que prohíbe que las campañas accedan a los datos personales de los votantes sin su consentimiento explícito–, la multiplicación de actores políticos interesados en contender y unas reglas electorales que cambiaban constantemente llevaron a los partidos políticos a apoyarse aún más en los intermediarios locales para levantar la información de los votantes. Es decir, como la información del votante no estaba disponible, la intermediación política clientelar se hizo indispensable para el marketing político. Esta observación, señala Vidart-Delgado, sugiere que las tecnologías políticas inspiradas en Estados Unidos también pueden actuar para “reforzar las democracias iliberales en las que las élites políticas conservan la forma democrática, pero desalientan el debate público y el ejercicio de los derechos civiles”.

Cuando triunfó Santos, los seguidores de Antanas Mockus estaban sorprendidos. Claramente Mockus había ganado el espíritu de las redes sociales y la promesa de la “ola verde” había permeado entre los jóvenes liberales que utilizaban intensivamente las TIC. Pero, como narra Vidart-Delgado, los expertos políticos no lo estaban tanto, pues sabían que Santos ganaba aupado en el “voto de estructura” (votos que se consideran “asegurados” porque alrededor de ellos se tejen redes de lealtades políticas diversas). Por el contrario, los “votos de opinión”, esos que hacían mucho ruido a favor de Mockus en los medios y en las redes sociales, nunca se pueden contar como seguros porque no tienen ningún interés invertido ni ninguna lealtad comprometida en las elecciones.

No son las tecnologías, es el contexto

En Routledge handbook of internet politics, Nick Anstead y Andrew Chadwick novadores en una campaña digital. Para ellos, una separación de poderes débil, un federalismo frágil, partidos políticos muy centralizados y jerarquizados, membresías partidistas permanentes, la selección acotada del candidato y el financiamiento público como principal vía para financiar una campaña son las condiciones idóneas para que en una e-campaigning solo se repliquen las viejas prácticas de hacer política. Cualquier parecido con México no es casualidad. Nuestros candidatos podrán usar los formatos más innovadores y cumplir a pie juntillas con los diez mandamientos del marketing digital en campañas políticas pero, al final, los mensajes de fondo y el objetivo último de la campaña son los mismos que los de cualquier otra. Solo que ahora en lugar de un panfleto vemos un meme, en lugar de un pendón nos mandan un gif, las propuestas del plan nacional de desarrollo vienen en formato infografía y además de tener que llevar a quince personas al mitin, hay que conseguir treinta seguidores diarios para la página de fans del candidato. Plus ça change, plus c’est la même chose.

Por otro lado cuando los consultores políticos y estrategas digitales afirman que las campañas políticas se dirimirán en la arena virtual supongo que tienen en mente las campañas suizas o las japonesas, porque de acuerdo con la ocde nuestras cifras de penetración de banda ancha móvil por cada cien habitantes nos colocan en el lugar 33 de 36 países miembros, y en servicio de banda ancha fija estamos en el último lugar.

En México hay pocos trabajos que hayan analizado la influencia del e-campaigning, y el triunfo de Trump en Estados Unidos sin duda distorsiona nuestras expectativas sobre sus resultados. Pero no es la tecnología la que define ni el uso ni el resultado de este tipo de herramientas de comunicación, es la cultura política, la historia, el grado de desarrollo tecnológico y el entramado legal e institucional de cada país los que determinan las formas, los alcances y los resultados de estas campañas virtuales. Las campañas por los 3,406 cargos de elección popular a nivel nacional que se renuevan este año representan un laboratorio excepcional para ahondar en nuestro conocimiento local sobre el e-campaigning mexicano: ¿Qué buscan los candidatos con sus campañas en línea: captar nuevos votantes, darle mantenimiento a su “voto de estructura”, reconfirmar los prejuicios de su base respecto a los otros candidatos, enturbiar el ambiente digital para que nada se dirima en él? ¿En verdad existe el “votante indeciso” que se convence a través internet y las redes sociales?

((El último reporte de la OCDE, “Estudio sobre los hábitos de los usuarios de internet en México 2017”, arrojó que seis de cada diez entrevistados consideran que internet “los acerca a los procesos democráticos” y que nueve de cada diez “interesados en estos procesos estarán pendientes de esta información en línea”.
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 El ímpetu polémico podrá gobernar nuestros personalísimos perfiles en redes sociales, pero lo cierto es que en ciudades pequeñas, medianas y semiurbanas la participación política en las redes sociales está muy influenciada por las relaciones sociales interpersonales

((Why We Post, un proyecto de investigación antropológica sobre los usos y las consecuencias de las redes sociales a nivel global, ha investigado el tema en Turquía, Italia, China, Brasil, Chile, Inglaterra y la India.
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 y nadie quiere postear un disenso político que amenaza con dañar la relación con el vecino. Más aún, ¿qué pasa si con mis contactos en redes sociales no solo me une una amistad voyerista, sino un entramado de antiguas lealtades vecinales y políticas? ¿Cómo se van a desenvolver las redes clientelares en este ecosistema digital? ¿Cómo van a ser las charlas familiares entre un joven que vio en Facebook el documental de un candidato y sus padres que, gracias a la intermediación de un vecino afiliado a otro partido, lograron colarse a la lista de espera del Instituto de Vivienda de la Ciudad de México?

Sigamos de cerca las campañas digitales de los candidatos y, en julio, con los resultados de la elección en la mano, empecemos a desentrañar la relación entre política, marketing político y clientelismo. ~

 

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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