Hay una anĆ©cdota que, me parece, pinta de cuerpo entero a Eduardo Lizalde. Es una de mis favoritas y Ć©l la trae ocasionalmente a cuento en sus entrevistas, aunque quedĆ³ registrada formalmente desde 1981 tras la publicaciĆ³n de su AutobiografĆa de un fracaso. El poeticismo. Recuerda Lizalde que, estando en casa de su amigo Enrique GonzĆ”lez Rojo, apareciĆ³ de pronto la hermana de este con un recado: āQue dice mi abuelito que bajen a saludar a Pablo Neruda.ā
De paso en MĆ©xico para asistir al Congreso Internacional de la Paz de 1950, el poeta chileno visitĆ³ tambiĆ©n a Enrique GonzĆ”lez MartĆnez, el abuelo de GonzĆ”lez Rojo, muy frecuentado por las grandes figuras de dentro y de fuera, respectivamente encabezadas por Alfonso Reyes y Neruda. Lizalde aclara que si decidieron abstenerse no fue por razones polĆticas sino por irresponsabilidad e impertinencia poeticistas: āPermanecimos en los altos de la casa de don Enrique escuchando grabaciones de las sinfonĆas de Brahms, con Koussevitzky y Pierre Monteux, hasta que el poeta abandonĆ³ la casa.ā Es este contexto literario pero tambiĆ©n cultural, polĆtico y social el que definirĆ” la evoluciĆ³n de uno de nuestros poetas mayores, determinante para el desarrollo de la poesĆa mexicana de la segunda mitad del siglo XX e, indudablemente, para la poesĆa actual escrita en nuestra lengua.
En aquel episodio y sin reconocerlo abiertamente, Lizalde traza una lĆnea divisoria, primero apartĆ”ndose del trasfondo polĆtico y, asimismo, para autodefinirse de cara a la tradiciĆ³n poĆ©tica. Poco tiempo despuĆ©s, su generaciĆ³n serĆa la mĆ”s sensible y afectada por el estrepitoso sacudimiento del comunismo internacional tras las revelaciones de Jrushchov sobre las purgas y exterminio masivos ordenados por Stalin en contra de sus adversarios polĆticos. A ese trauma, confiesa Lizalde, le seguirĆa una lucha cruenta con un inesperadamente persistente estalinismo y la apertura de cierta izquierda a otras visiones de la polĆtica marxista. AsĆ compartirĆa pesares con JosĆ© Revueltas fundando una de las efĆmeras cĆ©lulas del marxismo heterodoxo que, no obstante, sirviĆ³ para que ambos fueran expulsados del Partido Comunista al inicio de los aƱos sesenta. Tras ese episodio fundan la Liga Espartaco, sobreviviente a su modo del internacionalismo de izquierda y tambiĆ©n eco lejano del espartaquismo de Rosa Luxemburgo. Me parece que este paulatino escepticismo culminarĆ” con el rechazo explĆcito de cualquier forma militante visible en las pĆ”ginas de su AutobiografĆa, publicada ādecĆamosā al inicio de los aƱos ochenta. Es cierto que su compromiso polĆtico, como el del marxismo de mediados de siglo en general, naufragĆ³ algunos aƱos mĆ”s del mismo modo que su poesĆa se mantuvo espoleada aĆŗn por una inclinaciĆ³n teĆ³rica que, en su excepcional caso, atravesĆ³ y sobreviviĆ³, afinada como disposiciĆ³n filosĆ³fica, a su juventud poeticista.
Asimismo, la lĆnea que traza esa anĆ©cdota no es solo frente a sus maestros reconocidos, de romĆ”nticos y modernistas como OthĆ³n y AcuƱa a la modernidad que inauguraron LĆ³pez Velarde y los ContemporĆ”neos, sino frente a la generaciĆ³n mayor e inmediatamente anterior a la de Lizalde, con Octavio Paz a la cabeza. Ya a mediados de los aƱos cincuenta Lizalde practicaba la invectiva cargada de reproches ideolĆ³gicos y daba mantenimiento a sus silogismos en favor de una poesĆa social. Con ese Ć”nimo, dice, āofrecĆ una conferencia presuntuosa, agresiva y trasnochada contra Octavio Pazā. En contraste y en su momento, extendĆa un saludo al vate continental, el mismo al que cinco aƱos antes se habĆa negado a conocer, aunque para advertir de inmediato: āNo era yo el ungido por los hados favorables para semejante ejercicio, y no me gustaban los oratorios, experimentos y pretendidos logros de la poesĆa nerudiana.ā Sin embargo, en una entrevista con Fernando GarcĆa RamĆrez recuerda que pocos aƱos mĆ”s tarde el mismo Paz reconocerĆa las hondas diferencias que lo separaban de la generaciĆ³n de Lizalde, a quien distinguĆa, junto con Zaid y Deniz, como āantipacianosā. Ese diagnĆ³stico debiĆ³ coincidir con la apariciĆ³n de Cada cosa es Babel (1966) y El tigre en la casa (1970). A ambos tĆtulos los enlaza una gradual ironĆa, espejo distorsionador y antagonista natural de la gran analogĆa, el siempre vivo surtidor de las correspondencias en el origen de la poesĆa de Paz.
A Luis Ignacio Helguera no le gustaba mucho mi caracterizaciĆ³n del poeticismo como inusitado precursor de las diferentes vanguardias que en los aƱos sesenta y setenta asediaron el panorama de la poesĆa mexicana. A la distancia, creo que ese disgusto era mĆ”s personal que un acto de desagravio. En efecto, le resultaba ofensiva una asociaciĆ³n cuyo mĆ©rito, me parece, el mismo Eduardo Lizalde no desecharĆa tan rĆ”pidamente. En los aƱos setenta los movimientos de vanguardia literarios y artĆsticos fueron el barĆ³metro de una nueva sensibilidad marcada por la revoluciĆ³n cultural y la progresiva generalizaciĆ³n (dirĆa que institucionalizaciĆ³n) del activismo de la revoluciĆ³n cultural. Antes, hacia finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta, una multitud de dos, tres o cuatro jovencĆsimos poetas mexicanos improvisaban pĆŗblicamente con el propĆ³sito de sacudir la indiferencia colectiva. AdemĆ”s de Eduardo Lizalde, esos poetas eran Marco Antonio Montes de Oca, Enrique GonzĆ”lez Rojo, Arturo GonzĆ”lez CosĆo y Rosa MarĆa Phillips. En su respectiva AutobiografĆa Montes de Oca transcribe parte de aquellas actividades: āNuestra conducta de grupo se fincaba en la repulsa del orden burguĆ©s. En todas partes, en el parque o al subir a un camiĆ³n, nuestras manos nunca estaban desarmadas: con la mecha del escĆ”ndalo en la diestra y suficiente fuego para prenderlo en la siniestra, esperĆ”bamos el momento capaz de unirlas. La explosiĆ³n rompĆa con frecuencia los cristales de la realidad; gentes paralizadas nos miraban con ojos fuera del rostro, como sucede en los cĆ³mics. Una vez me tocĆ³ hablarle en latĆn a un oficial de trĆ”nsito. AbrĆ mi manual y le arrojĆ© la primera pregunta. El hombre no sabĆa si sacar una pistola o llamar a una ambulancia […].ā Eduardo Lizalde habrĆa resumido todo con frases mĆ”s crudas: āquisimos, creo (no sabĆamos exactamente lo que querĆamos), lograr una conciliaciĆ³n del regusto barroco y culterano con el tema polĆtico: un sĆ”ndwich de GĆ³ngora y de Leninā.
Christopher DomĆnguez Michael advierte que, antes que una ruptura, Cada cosa es Babel deberĆa considerarse como la culminaciĆ³n del experimento poeticista. Y tiene razĆ³n. Es mĆ”s, creo incluso en la posibilidad de dar seguimiento a la lenta evoluciĆ³n de las formas y motivos poĆ©ticos observando el trabajo disolvente de la ironĆa lizaldeana. Se trata de una poĆ©tica cuya uniĆ³n de los contrarios jamĆ”s se resuelve en una sĆntesis iluminadora sino, al contrario, el encuentro solo acentĆŗa los contrastes incrementando deliberadamente la extraƱeza. La disoluciĆ³n de los opuestos, digĆ”moslo asĆ, jamĆ”s darĆ” paso a una realidad mĆ”s real que los trascienda (las presencias reales heideggerianas) sino que, mĆ”s bien, estĆ” destinada a dejar testimonio de lo monstruoso de ese encuentro.
En 1994 publiquĆ© en Vuelta una nota a propĆ³sito del Manual de flora fantĆ”stica seƱalando este aspecto definitivo en la poesĆa de Lizalde. El poeta habĆa ofrecido en no sĆ© dĆ³nde varios fragmentos anunciĆ”ndolos como parte de un libro en proceso. Con mĆ”s que simpleza presumĆ haber dado con un aspecto inĆ©dito hasta ese momento en su obra. En su columna de El Nacional, Lizalde me aclarĆ³ poco despuĆ©s que me sorprenderĆa saber que esas prosas se remontaban varias dĆ©cadas atrĆ”s, con algunas contemporĆ”neas incluso de Cada cosa es Babel. Me recordaba de paso que Luis Ignacio Helguera ya habĆa consignado ese dato cuando recogiĆ³ los mismos y otros adelantos en su AntologĆa del poema en prosa publicada en 1993.
En efecto, entre Cada cosa es Babel y Algaida (2004), el mĆ”s reciente y largo poema publicado por Lizalde, no hay un recorrido de la oscuridad a la luz, pese a que el vocablo algaida asĆ lo sugiera. Hay en cambio un mismo abismo, de la Babel que da cuenta del vacĆo entre las palabras y las cosas a la Babel nuestra y terrestre, confundida ya con la cloaca original de Tercera Tenochtitlan (1983-1999).
Desde luego, no olvido que el tigre es el tropo mayor para Lizalde. El tigre con mayĆŗscula, epĆtome de una belleza altiva y exterminadora. Sin embargo, a ese polo le hace falta su otro extremo, modesto y sedentario, hastiado o lascivo. AsĆ y entre otros tĆtulos significativos, a El tigre en la casa (1970) le han seguido La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979), Memoria del tigre (1983) y Tabernarios y erĆ³ticos (1988), testimonios todos de unas nuevas bodas entre el agua y el aceite, del sonoro endecasĆlabo de los siglos de oro a la especulaciĆ³n filosofante, de la interjecciĆ³n amorosa a su reverso, el sarcasmo polĆtico, el encono epigramĆ”tico o el silogismo moral y sentencioso. PoĆ©tica y metafĆsica, pathos e ironĆa, en Lizalde cohabitan el resentimiento y la abstracciĆ³n, el manifiesto y la confidencia, el virtuosismo y la militancia.
Entre las visiones alegĆ³ricas de Blake y el oro de los tigres de Borges, pasando por el tigre soltero de LĆ³pez Velarde o las fieras de Salgari o Kipling, el tigre no siempre escapa ileso a su propia magnanimidad, la de obligada hipĆ©rbole. Aunque lo cierto es que Lizalde se curĆ³ muy pronto de la solemnidad que acecha a todo elogio de lo indiscutiblemente grande. AsĆ su bestia ejemplar puede ser no solo fascinaciĆ³n letal sino tambiĆ©n milagro inĆŗtil, un nudo horizontal y hasta una greguerĆa: āLa serpiente rayada y amarilla / es un felino reptante, / una hogaza de tigre.ā ~
(ciudad de MĆ©xico, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingĆ¼e Literal: Latin American Voices.