Nuestro complejo Letra Escarlata

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Desde el mismo principio del clásico decimonónico de Nathaniel Hawthorne, “La letra escarlata”, es fácil odiar a los puritanos que describe tan cuidadosamente. Ellos no se contentan con hacer que la heroína, Hester Prynne, use una A escarlata porque tuvo un hijo fuera del matrimonio; también quieren humillarla forzándola a revelar el nombre de su amante.
A los ojos de Hawthorne, la conducta de los puritanos es mucho peor que la de Hester; sin embargo, reconoce la seriedad moral de los primeros. Aunque obligan a Hester a permanecer sola en una tarima en la plaza del pueblo, no hay en ellos “la crueldad de otra condición social que tan sólo hubiera encontrado razón de mofa” en su predicamento.
     Estamos lejos de la Nueva Inglaterra puritana, pero conforme terminan los noventa resulta claro que el escándalo sexual se ha convertido en el evento característico de la década. Del presidente Bill Clinton al magistrado de la Suprema Corte Clarence Thomas al senador Bob Packwood al general de la Fuerza Aérea Joseph Ralston al comediante Bill Cosby, la lista de aquéllos acusados de delitos sexuales incluye a algunas de las figuras más prominentes de la vida estadounidense.
     En contraste con los puritanos, nosotros añadimos pocos juicios morales o teológicos al sexo en nuestros escándalos sexuales. Hablamos de la imprudencia o la indecencia que revelan, y en el caso de las madres solteras que dependen de la asistencia social, nos quejamos de pagar impuestos para mantener a sus hijos. Pero hasta ahí llegamos. Hace mucho dejamos de ser una sociedad que castigaba el sexo fuera del matrimonio o que esperaba que los jóvenes aguardaran hasta el matrimonio para establecer una intimidad.
     Lo que es más revelador de nuestros escándalos sexuales es la desilusión que manifiestan en nosotros ante las consecuencias de la revolución sexual de los años sesenta. Hemos entrado a una etapa en que ninguna figura pública -en un espectro que va del entretenimiento a la política- puede esperar que su vida sexual no se convierta en noticia si se descubre algo raro sobre la misma. No importa si el sexo en cuestión fue de común acuerdo, si nadie salió lastimado, si no se involucraron asuntos de orden nacional. Según los estándares de los medios en los noventa, la alcoba ya no es un territorio privilegiado.
     En este periodo post-Watergate, donde reina el cinismo sobre cualquiera en la vida pública, lo que ha hecho posible este cambio es el abandono de las reglas que en el pasado hacían que los reporteros desistieran de explorar los rumores sobre la relación entre un Dwight Eisenhower y una Kay Summersby, o un John Kennedy y una Marilyn Monroe. El periodismo establecido y el de tabloide ya no son claramente distinguibles. La historia de un tabloide, una vez expuesta, será retomada por la prensa establecida como un artículo noticioso y así será legitimada. Aun más importante, la prensa establecida y las cadenas informativas, en su deseo de ser las primeras en presentar una historia, se han vuelto competidoras de Internet. Lo que las guía, al igual que a los periódicos enfrascados en las guerras de periodismo amarillista a principios de siglo, es una ética de medios que le concede el valor más alto a la exclusiva.
     Impulsando esta prisa por publicar está la habilidad de operadores solitarios -que sufren pocas consecuencias si una de sus exclusivas resulta ser falsa-, como Matt Drudge del Drudge Report, para adelantársele a los grandes periódicos y cadenas liberando una historia en Internet. Pero en el corazón de los noventa el escándalo sexual y el surgimiento del tabloidismo establecido representan un cambio aún más profundo: un cinismo que trata al sexo -y, por extensión, a la privacidad sexual- como algo indigno de protección.
     Es un cinismo que D.H. Lawrence describió en su ensayo de 1929 “Pornografía y obscenidad”, en el cual sostiene que la pornografía es exactamente lo opuesto al arte que nos provee con la “luz” del despertar sexual. La pornografía, escribió Lawrence, es el intento “de insultar al sexo, de ensuciarlo” al hacerlo parecer trivial y desagradable. El escándalo sexual de los noventa encarna los mismos sentimientos pornográficos sobre el sexo; predeciblemente, su foro principal ha sido el juicio o la audiencia pública, donde típicamente los más íntimos detalles de la vida de una persona son expuestos, sujetos al análisis de extraños y, finalmente, convertidos
en entretenimiento.
     La preeminencia del escándalo sexual en la vida contemporánea estadounidense representa una importante victoria cultural para la derecha política, comparable al éxito político que ha tenido al transformar la manera en que son vistos hoy los derechos de asistencia social y la acción afirmativa. El senador Jesse Helms y el secretario de educación de Ronald Reagan, William Bennet, junto con el fundador de la Mayoría Moral, el reverendo Jerry Falwell, pueden acreditarse por la enorme influencia que han tenido en establecer una era de suspicacia sexual. Pero ver nuestro contemporáneo Complejo Letra Escarlata como el solo y hábil trabajo de la derecha es subestimar el mucho más profundo ataque al sexo que ha alcanzado su cima en los noventa. El macartismo sexual que nos ha traído al punto en donde una felación en la Casa Blanca entre el presidente y una interna es tratada como si fuera una ofensa enjuiciable, representa el tipo de giro cultural que las derechas religiosa y política nunca hubieran podido efectuar solas. […]
     En esta atmósfera, el resultado ha sido un nuevo énfasis en la exhibición sexual, en sacar a la luz relaciones que no hubieran sido aprobadas de haber sido conocidas. En el caso de John F. Kennedy la consecuencia ha sido una mini-industria basada en la búsqueda afanosa de información sobre las relaciones que tuvo antes y después de su mandato. Los tabloides, al igual que periodistas tan celebrados como Seymour Hersh -quien escribió la primera relación de la masacre de My Lai en Vietnam-, se han amamantado frenéticamente del pasado sexual de Kennedy. Además, en la atmósfera sexual de los noventa, incluso presidentes desaparecidos hace mucho tiempo son sometidos al escrutinio de su vida amorosa. Desde que la década comenzó, Thomas Jefferson ha recibido casi la misma atención que John F. Kennedy sobre la premisa de que sostuvo una relación de 38 años con su esclava Sally Hemings. […]
     Para las figuras públicas vivas, el interés en su vida sexual pasada ha sido incluso más intenso. En 1975, cuando Larry Flynt atrajo la atención nacional publicando en Hustler un reportaje fotográfico de cinco páginas donde Jacqueline Kennedy Onassis toma el sol desnuda en la isla griega de Skorpious, se criticó su pobreza ética y la prensa establecida no hizo esfuerzo alguno para explotar las fotos. Pero en los noventa una ética absolutamente diferente sobre la fisgonería de las vidas privadas ha llegado a prevalecer. Cuando la escritora Joyce Maynard anunció recientemente que se proponía publicar unas memorias sobre su relación de diez meses, en 1975, con el novelista J.D. Salinger (y en el proceso dar uso a 25 cartas que Salinger le envió), el criticismo que se atrajo de ninguna forma amenazó su proyecto. Lo mismo sucedió con los ataques al tabloide Globe, cuando exhibió al comentarista deportivo Frank Gifford mediante el pago de 75,000 dólares a una aeromoza que él conocía para que lo llevara a un cuarto de hotel donde había una cámara escondida. La mayoría de los diarios simplemente reportó el caso Gifford como una noticia más, al igual que lo hizo cuando un informe anónimo le costó al general de la Fuerza Aérea Joseph Ralston su oportunidad de convertirse en líder de los jefes de Estado Mayor al revelar una relación que había tenido trece años antes cuando estuvo separado de su esposa. En el clima sexual de los noventa, es claro que soplones y voyeurs pueden contar con toda nuestra atención y, en el ámbito de los medios, incluso con una enorme tolerancia.
     No sorprende, entonces, que al tratar con su “amiga” Mónica Lewinsky, Linda Tripp sintiera que se enfrentaría a pocas objeciones si grababa sus conversaciones y luego hacía uso del jugoso chisme que contenían sobre el presidente. Tampoco sorprende que el fiscal independiente Kenneth Starr, después de conseguir las grabaciones de Tripp, no creyera que hubiera nada de zalamero en pedirle a Lewinsky que usara un micrófono escondido en la Casa Blanca en caso de que consiguiera que el presidente hablara sobre su relación sexual. Ambos seguían la norma de la guerra contra el sexo de los noventa.
     Convivir con una cultura en la que el sexo ha sido afeado de esta manera no ha sido fácil para nosotros como nación, y con creciente frecuencia hemos llegado a ofendernos con quienes nos han hecho sentirnos sucios. El repunte en la popularidad del presidente después de que fue acusado de tener una relación con Mónica Lewinsky no es una casualidad. Las cifras -que en una encuesta temprana del Wall Street Journal y la NBC mostraban al presidente con un índice de aprobación de 79% y a Kenneth Starr con sólo 22%- reflejan nuestra sensación de que nos han estado contando cuentos que no son de nuestra incumbencia y que a nadie benefician.
El problema es que nuestro sentido de la ofensa no ha bastado para cambiar la presente cultura sexual o disminuir nuestra fascinación por las sensacionales historias que escuchamos sobre el presidente. Los canales noticiosos de la televisión vieron subir sus índices de audiencia en más de 50% en la segunda semana del escándalo Clinton-Lewinsky. El sitio en la red msNBC News Web registró un aumento de casi 300% en sus hits diarios, y el National Enquirer -que hizo una oferta infructuosa de 750,000 dólares por las cintas de Linda Tripp de sus conversaciones con Mónica Lewinsky- vio cómo se triplicaban las visitas a su sitio en la Red. Y las cosas no han cambiado mucho desde que el año comenzó. Cualquier nueva información sobre el presidente y Lewinsky aún recibe la inmediata cobertura de las cadenas, y desde Rivera Live hasta Hardball with Chris Matthews, toda una serie de programas sindicados se alimenta del caso Lewinsky tal y como alguna vez lo hizo con el juicio a O.J. Simpson. En el Vanity Fair de julio fue incluso posible ver un fotorreportaje de Herb Ritts sobre Mónica Lewinsky, a quien se anuncia como “el rostro de los mil citatorios”. […]
     Qué tan transformados estamos lo ejemplifica el editor de Penthouse, Bob Guccione, ofreciéndole a Mónica Lewinsky dos millones de dólares por contar su historia y posar en su revista. La oferta, como declaró con enojo William Ginsburg, entonces el abogado de Lewinsky, era vulgar e insultante, pero lo que es difícil de rechazar es el razonamiento que hay detrás de ella. Tu vida se acabó -era la esencia de lo que Guccione le decía a Lewinsky-. Te has convertido en un chiste nacional. Más te valdría sacar algo de dinero para compensar los oprobios de los que vas a ser sujeto no importa lo que hagas. Podemos pelearnos con la falta de tacto de la proposición de Guccione, pero lo que dice sobre nuestra cultura sexual de hoy en día pega en el blanco. Mientras más nos absorbe, más parece desalentarnos. […]
     Todo esto nos lleva a un punto en el que recibir información del frente de sexo es como recibir información del frente de guerra. Es información que no podemos ignorar, pero que nos hace sentir vacíos y actuar en consecuencia. Nuestra absorción de historia de sexo tras historia de sexo no nos ha llevado a hacer del sexo una parte primordial de nuestras vidas tanto como ha contribuido a un ambiente en el que lo opuesto es el caso. Tres décadas después de la revolución sexual, nuestras propias vidas sexuales -si es que hay que creerle a la más reciente encuesta del Centro de Investigación de Opinión Nacional de la Universidad de Chicago- no son nada presumibles, si es que la frecuencia realmente importa. Sólo una persona de cada veinte es sexualmente activa tres veces por semana. El 15% de la población adulta cubre 50% de toda la actividad sexual, y aquéllos con las educaciones más avanzadas son los menos activos sexualmente. Quienes han hecho estudios de posgrado promedian solamente 52 actos sexuales al año, mientras que los que han estudiado una licenciatura promedian 61.
     Es un dilema, personal y cultural, del que no hay fácil salida. El apasionado argumento de Lawrence en “Pornografía y obscenidad” -que comenzamos el proceso de cambio al adoptar “una franqueza fresca y natural frente al sexo”- no parece que vaya a hacer muchos prosélitos en una época en la que la sobreexhibición, más que la represión, es el problema. Lo que nos ayuda, sin embargo, es la sensación, cuando no el recuerdo directo, de que hubo mejores tiempos sexuales. Nuestra nostalgia por un pasado en el que el sexo parecía más generoso y más sutil puede constatarse en las enormes audiencias que han convocado películas como Titanic y las nuevas adaptaciones de las novelas de galantería de Jane Austen, al igual que en la popularidad de una película retro como Sintonía de amor, donde los dos amantes no se conocen sino hasta la escena final, cuando -en homenaje a Algo para recordar de 1957, con Cary Grant y Deborah Kerr- deciden encontrarse en el mirador del Empire State. En estos días no le queremos quitar fuerza al sexo, pero en nuestros mejores momentos sabemos que se necesita algo que ahora no tenemos: un contexto en el que lo que pensemos y sintamos el uno del otro profundice nuestra pasión. –   – Traducción de Julio Trujillo ©Dissent

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