Un anochecer de septiembre de 1731 la voz empezó a correr entre los habitantes de Songy, en la Champaña francesa: una niña de nueve o diez años de edad, descalza, cubierta de harapos y de pieles de animales, con los cabellos metidos en un casco de calabaza y la cara y las manos negras, casi un demonio, había entrado en el pueblo en busca de agua; cuando un vecino le lanzó un gran perro enfurecido, la niña lo mató de un golpe, pero después subió a un árbol y “se quedó dormida plácidamente”.
Marie-Angélique Memmie Le Blanc, la “niña salvaje” de Songy, fue, durante algunos años tras su captura, una pequeña celebridad. La escritora Marie-Catherine Homassel Hecquet –que la conoció– escribió su historia en 1755, y en los últimos años su figura ha vuelto a concitar la atención pública gracias a una biografía de Anne Cayre y a la novela gráfica Salvaje de Aurélie Bévière, Jean-David Morvan, Gaëlle Hersent y Serge Aroles. Pero su caso está lejos de ser único en su tipo, como quizás recuerden quienes hayan visto El pequeño salvaje, filme de François Truffaut inspirado en la historia de Víctor de Aveyron, posiblemente una de las más conocidas y documentadas entre las de niños ferales: Víctor fue capturado en enero de 1800 y sometido a estudio y “tratamiento” por parte del médico Jean Itard, quien intentó demostrar que poseía un “sentido moral natural” del tipo postulado por Jean-Jacques Rousseau; los castigos que le aplicó en nombre de su instrucción no arrojaron resultados positivos y el médico acabó deshaciéndose de él.
El así llamado Siglo de las Luces no fue el único que se interesó por los “niños salvajes”; su existencia ya había sido consignada durante la guerra de los Treinta Años, pero los testimonios se multiplicaron durante la ocupación británica de la India, cuando abandonaron el territorio de las fábulas y los relatos orales para constituirse en motivo de curiosidad y objeto de estudio en no pequeña medida gracias a Mowgli, el niño feral de El libro de la selva de Rudyard Kipling. En su ensayo Los hermanos de Kaspar Hauser. A la búsqueda del hombre salvaje (Deuticke, 2003), el periodista alemán P. J. Blumenthal reúne y analiza unas cien historias de niños y niñas criados principalmente por lobos, pero también por osos, leopardos, leones, tigres, babuinos, cerdos y gacelas entre el 539 después de Cristo y el año 2002. Niños como Rubén Marroquín alias Tarzancito, capturado en las proximidades de Sonsonate en El Salvador en 1933; Alex, quien en 2001 escapó de un asilo en Talcahuano, Chile, a los once años de edad para vivir con los perros y fue recluido en un psiquiátrico donde se perdió su rastro; o Marcos Rodríguez Pantoja, a quien su padre vendió en 1953 a unos pastores de Sierra Morena que lo obligaron a vivir aislado cuidando un rebaño de cabras hasta 1965: sus historias no nos hablan de cómo sería el ser humano “en su estado salvaje y natural” –como creyeron los Ilustrados del siglo XVIII– sino de que los límites entre personas y animales son porosos. La Historia no es una progresión ininterrumpida hacia el triunfo del espíritu de la Razón sino una sucesión de avances y retrocesos en cuyo marco cada formulación de una idea de lo humano es también la de lo que no lo es, la de una enorme nada supuestamente vacante, carente de inteligencia y agencia propias, susceptible de ser conquistada, explotada, comercializada y destruida si es necesario.
Blumenthal sostiene que es posible que la mayor parte de los niños ferales fuesen autistas, esquizofrénicos o víctimas de malos tratos tan brutales que no habrían tenido otra alternativa que huir hacia lo salvaje; sobre esto, sin embargo, solo es posible hacer conjeturas, ya que muy pocos consiguieron aprender a hablar tras ser capturados. El “hombre primitivo” es un ser sin historia, observó el escritor francés Lucien Malson en su libro sobre los niños ferales. No solo por esta razón el relato de Marie-Catherine Homassel Hecquet sobre la “niña salvaje” es tan especial: en palabras de los responsables de su edición en español (Pepitas de Calabaza, 2021), es “el único caso documentado de niño salvaje que consigue (re)aprender a hablar y llevar una vida integrada en la sociedad de acogida”.
La isla del doctor Moreau de H. G. Wells –y sus, por lo general, fallidas adaptaciones cinematográficas– propuso a partir de 1896 la inversión del recorrido que realizan los niños ferales: no ir de lo humano a lo animal, sino de lo animal a lo humano. Que siga siendo uno de los relatos de terror más radicalmente disruptivos de la literatura moderna y que continúe perturbándonos el tema de los animales demasiado humanos y de los humanos que actuarían como animales –de diferentes maneras, bajo disfraces distintos– en las páginas de los autores de terror, new weird y literatura fantástica contemporánea pone de manifiesto que, en el fondo, sabemos que los límites entre nosotros y los animales son culturales: como nuestras ideas de orden y de sentido, pueden cambiar y van a hacerlo. Nuestro miedo es el resultado de la imposibilidad de concebir cómo será un mundo “otro” en el que, por ejemplo, la explotación comercial del tipo de personas no humanas que llamamos “animales” sea inconcebible.
La destrucción del mundo físico –cada día más difícil de negar dados los incendios forestales y las temperaturas extremas, la escasez de agua en buena parte del planeta y las cosechas malogradas, la sucesión de olas de calor inéditas y su efecto en las personas más vulnerables, incluidos los trabajadores al aire libre, las mujeres embarazadas y los ancianos– se ha convertido en uno de los asuntos más recurrentes de la práctica artística y la literatura contemporáneas que proponen una revisión de los límites porosos entre los seres humanos y las demás especies, algo que los creadores persiguen de dos maneras principales: exponiendo nuevas maneras de mirar el mundo natural y/o adoptando la perspectiva de alguno de sus integrantes. La espléndida Autobiografía de un pulpo y otros relatos de anticipación de Vinciane Despret que Consonni publicó el año pasado o la más reciente Open throat de Henry Hoke en la que un puma queer –inspirado, por cierto, en P-22, toda una celebridad californiana– contempla Los Ángeles y el estado del mundo desde su refugio bajo el cartel de Hollywood, subvierten de modos diferentes el antropomorfismo y la atribución de rasgos humanos a un animal, pero solo el primero de esos libros –y, más explícitamente, otro de la filósofa belga, Habitar como un pájaro. Modos de hacer y de pensar los territorios (Cactus, 2022)– postula la posibilidad de un segundo “giro copernicano” que esta vez desplace al ser humano como la medida de todas las cosas y a su concepción utilitaria del mundo físico como la dominante en nuestra relación con la naturaleza. Al igual que Pollinator Pathmaker, la instalación de la artista británica Alexandra Daisy Ginsberg inaugurada frente al Museo de Ciencias Naturales de Berlín en junio de este año cuya propuesta consiste en “permitir” que sean los insectos polinizadores los que den forma a un jardín, no los seres humanos y nuestras ideas de orden y armonía, o como Web(s) of life, la exhibición del artista argentino Tomás Saraceno, quien en 2021 exhibió en la Serpentine Gallery de Londres una habitación cubierta de telarañas como si estas fueran una obra de arte, los libros de Despret –y otros, por ejemplo Cuando los animales sueñan. El mundo oculto de la conciencia animal de David M. Peña-Guzmán (Errata Naturae, 2023), Planta sapiens. Descubre la inteligencia secreta de las plantas de Paco Calvo y Natalie Lawrence (Seix Barral, 2023) o El mundo sin nosotros de Alan Weisman (Debate, 2022)–, filmes como My octopus teacher de Pippa Ehrlich y James Reed (2020), Il buco de Michelangelo Frammartino (2021) o EO de Jerzy Skolimowski (2022) apuestan por “deshumanizar” nuestra mirada; son producto del hecho de que –sean conscientes de ello por completo o no– muchas personas parecen compartir en este momento la percepción de que atender a otras formas de vida y procurar ver el mundo con sus ojos puede ofrecer respuestas a la pregunta de cómo continuar, tras hacerse evidente que el proyecto de un crecimiento potencialmente interminable en un mundo físico que no lo es está convirtiendo nuestra vida en un infierno. Escribir acerca de estas cosas es lo único que nos interesa, a algunos escritores, en este momento. Como escribió Jonathan Crary, “hemos cruzado un umbral de irreparabilidad y toxicidad. Cada vez más personas lo saben o lo intuyen, ya que experimentan en silencio sus consecuencias perjudiciales”.
Acerca de la supuesta “integración” de la “niña salvaje” de Songy cabe hacer varias salvedades: desde su captura, fue obligada a suspender su dieta de raíces y carne cruda, lo que la condujo a problemas estomacales, de digestión y a una debilidad general que la acompañaron el resto de su vida; internada en hospitales y en conventos, Marie-Angélique se vio obligada a vivir de la caridad de los demás, lejos de los bosques que había convertido en su hogar, transformada en un fenómeno de feria que subsistía de la venta del libro que narra su historia. Según su autora, “el tono de su voz era agudo y penetrante, aunque débil, sus palabras breves y tímidas, como las de un niño que todavía no conoce bien los términos para expresar lo que quiere decir” y “no tenía memoria ni de su padre ni de su madre, ni de nadie de su país de origen, ni apenas de dicho país, excepto que no recuerda haber visto allí casas”. Pero quizás sí recordó hasta el final la visita de una princesa polaca, que “la colmó de mimos. E informada de la rapidez de su carrera, quiso que la acompañara a cazar. Viéndose allí en libertad y entregándose a su verdadera naturaleza, la niña perseguía a la carrera las liebres o conejos que se levantaban, los atrapaba y, volviendo a la misma velocidad, se los entregaba”: el instante luminoso de otra vida de mujer en penumbras durante el supuesto Siglo de las Luces. ~
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.