Blake Bailey
Philip Roth: The biography
Nueva York, W. W. Norton & Company, 2021, 912 pp.
Hace diez años, tras la publicación de Némesis, poco antes de que se le escapara en una entrevista a una revista francesa que pensaba retirarse, Philip Roth escribió un último libro. Lo escribió rápidamente, pero la historia llevaba mucho tiempo pensándola. Titulado “Notas para mi biógrafo”, el manuscrito de 295 páginas no era tanto una novela como una refutación, una corrección punto por punto para el registro histórico. Por primera vez, tras leerlo, todos los amigos de Roth se opusieron a su publicación. La gran biógrafa literaria Hermione Lee y el académico especializado en religión Jack Miles le aconsejaron no hacerlo. Una antigua amante lo leyó y vio algo que reconocía: “ese deseo perpetuo de que lo entiendan y lo justifiquen”. “Te vas a hacer más daño a ti mismo con este libro que el daño que te hizo ella con el suyo”, le dijo la mujer a Roth, refiriéndose a las memorias de Claire Bloom en las que contaba todo sobre su matrimonio, un libro con el que se enfrentó hasta el final. “¡Pero es la verdad!” “Vas a parecer un bully.” “¡No fui yo quien empezó!” “No lo hagas.”
Durante casi toda su vida, según la exhaustiva y fascinante nueva biografía de Blake Bailey, Philip Roth no hizo caso a sus críticos. De hecho, para convertirse en el escritor que fue –el autor de El lamento de Portnoy, El teatro de Sabbath y Pastoral americana, creador de invectivas y elegías estadounidenses, amante de su ciudad natal Newark, y azote del provincianismo estadounidense–, para poder romper con su pasado de niño bueno judío y adoptar su lado más travieso y perverso, tuvo que dejar que “hiciera efecto el repelente”. Con los años, esta frase se convirtió en su manifiesto. Los rabinos, los moralistas y los críticos literarios, especialmente (todos se volvían uno en la figura de Irving Howe): cuanto más lo atacaban, más fuerte les respondía en algún libro. Si no les gustaba Portnoy, espera a que reciban su dosis de Mickey Sabbath, el titiritero delirante y libidinoso que protagoniza su obra maestra de 1995. Ellos representaban la fuerza y las voces de la normalidad, que lo intentaban retener.
Aun así, Roth prestaba mucha atención a sus primeros lectores. Así fue que en 2011 solicitó su consejo y “Notas para mi biógrafo” acabó siendo uno de los muchos documentos que recibió Bailey en 2012 cuando Roth lo entrevistó para el trabajo de ser su biógrafo. Ya habían sido descartados tres biógrafos, incluida la propia Lee, y, sin embargo, contra todo pronóstico, los dos hombres conectaron. “Pronto me invitó a probarme el sombrero que Bellow se puso en Estocolmo”, recuerda Bailey al final de su largo libro, “pero su estado de ánimo se oscureció de manera abrupta cuando surgió el tema de su segunda mujer. Como si acabara de descubrir su traición, su mortificación reapareció, siempre desconcertado y resentido”.
Cualquier otro biógrafo, ante un trabajo tan bueno, se habría visto inclinado a seguir ese deseo claro. Sin embargo, Bailey ha conseguido convertir el ansia que hay detrás del libro no publicado de Roth –no su necesidad de venganza, sino el deseo de ser comprendido– en el núcleo de un retrato extenso y sorprendente de un hombre complejo. El Roth que surge de estas páginas es un titán lleno de contradicciones. Es un buen chico judío de Leslie Street en Newark, que donó todas sus pertenencias a la biblioteca pública de la ciudad, pero también un libertino radical, que se folló a todo el mundo literario de Manhattan; es generoso, un hombre que casi por sí mismo sacó de la pobreza a Norman Manea, pero también un manipulador emocional, un hombre que intentó pagar a un abogado para que ofreciera a una exnovia, que ya lo había rechazado, dos mil euros mensuales si aceptaba no casarse; es amigo que apoya a muchas mujeres poderosas e inteligentes, como Lee, como Judith Thurman, como Alison Lurie, pero un hombre plagado de actitudes paternalistas, que compensaba a sus parejas jóvenes llevándolas de compras y pagando como un Pigmalión moderno; le encantan las mujeres pero cuando se pelea con alguna la odia con una pasión obsesiva; es tierno y cariñoso con sus amigos, los visita cuando están enfermos, tienen colapsos emocionales o están de luto, pero también puede ser cruel y los abandona, como hizo con muchos que se interpusieron en su camino de alguna manera. Era hermético, pero mantuvo amistades duraderas y estuvo presente en debates literarios. Podía ser vengativo, pero también era capaz de envainar la espada. Este libro consigue que lo quieras y lo odies profundamente en la misma página.
El hito de Bailey es aún más sorprendente teniendo en cuenta cómo escribía Roth, un proceso que este libro convierte en algo vívido y claro. Roth, después de todo, pasó toda su vida intentando comprenderse a sí mismo en público. Aunque es algo que negó en varias entrevistas, al intentar desviarlas hacia su trabajo y los temas de sus libros y no hacia el proceso y sus daños colaterales, obviamente usaba la materia prima de su vida en su escritura. Sus propias contradicciones. Casi cualquier interés romántico que animó sus páginas tenía un equivalente en la vida amorosa de Roth, y Bailey las rastreó a todas, desde a la que le dio su primer beso en la universidad hasta a la escritora de veintinueve años con la que Roth salió cuando casi tenía ochenta años. Pero no solo son las mujeres: la mayor parte de los incidentes que motivan sus novelas, así como los lugares, los amigos y la gente existen en su vida. De hecho, según Bailey, los 31 libros de Roth forman parte de una interrogación de seis décadas sobre sí mismo y su país y sus enormes contradicciones, lo que implica vivir en su época, en su cuerpo, con sus obsesiones. Disfraz tras disfraz, álter ego tras álter ego, de Alexander Portnoy en El lamento de Portnoy a Nathan Zuckerman en libros como La lección de anatomía y Sale el espectro, Roth jugó hasta que no pudo más.
Comenzamos, como de costumbre, cuando no había disfraces, y solo existía Phil Roth, un niño que creció en el barrio de Weequahic en Newark en los años treinta rodeado de familias como la suya: clase trabajadora, judíos semirreligiosos cuya conexión con la vida del shtetl se producía a través de sus abuelos. Roth vivió una infancia segura y precaria en apartamentos adosados cerca del colegio. Tres de sus tíos murieron de diversas enfermedades. El padre de Roth, Herman, al que homenajea con cariño en Patrimonio, se endeudó profundamente en un negocio que fracasó. Mimado y protegido, Roth creció sin conocer estos problemas. Pero sí que dejaron su impronta en su cuerpo. Las diferentes dolencias de corazón, estómago y culo, muchas de las cuales Roth heredó, y que soportaron amigos y familiares, recuerdan a los humores corporales de una farsa griega.
Cuando finalmente descubre el sexo, es también prácticamente una dolencia, o la siente como tal. En un pasaje Roth recuerda enrollarse con una chica en un porche y quedarse a medias, le dolían tanto los huevos que “se puso a cojear hasta unos arbustos cerca del instituto, donde se la ‘sacudió salvajemente’ para aliviar el dolor”. Estos relatos tempranos –Roth incluso bromea diciendo que levantaba pesas “para fortalecerse lo suficiente como para conseguir una chica que le pueda agarrar la polla”– producen remilgos, por decirlo suavemente, pero Bailey no se une a las risitas de los chicos. No mucho más adelante, cuando uno de sus amigos vuelve a casa de la Universidad Bucknell, y enseña una foto de su novia shiksa (mujer gentil), “Roth decidió entonces y en ese momento que tenía que ir a Bucknell”. En el campus, Roth creó una revista satírica –Et Cetera, un ataque a la publicación del campus, The Bucknellian– y comenzó a recibir la educación que necesitaba, desarrolló una amistad que le duraría toda la vida con su tutora, Mildred Martin, que siempre le dijo a su alumno estrella lo que pensaba de sus libros. “Espero que ya hayas dicho todo lo que tenías que decir del sexo como para quitártelo de la cabeza”, le espetó a Roth sobre su novela de 1974 Mi vida como hombre.
El comentario de Martin podría aplicarse también al libro que perseguiría a Roth toda su vida, El lamento de Portnoy. Construido como un largo diálogo con un psicólogo que está fuera de escena, narra la angustia imaginaria y la furia lasciva de Alexander Portnoy, un hombre judío obsesionado con su madre controladora y un deseo crónico de masturbarse. “Mis represiones están tatuadas en mi cuerpo como un mapa que va de los tobillos a la cabeza”, le dice Portnoy a su terapeuta. “Puedes viajar a lo largo y ancho de mi cuerpo por unas superautopistas de vergüenza, inhibición y miedo.” La historia de Portnoy apareció a finales de los sesenta y conduce a los lectores por un tour que recorre el mapa de su humillación. Sus deseos más incendiarios, sus affaires poco recomendables, uno con una mujer a la que llama “mona”, siguiendo claramente el modelo de su primera mujer, Margaret Martinson, que supuestamente tenía un gran torso y piernas cortas, y mucho más atrás, su sexualidad judía adolescente: cómo solía encerrarse en el baño y tocarse; lo cachondo que se puso al violar un cacho de hígado. “Bueno, pues ya sabes lo peor que he hecho nunca”, dice, “me follé la cena de mi propia familia”. Así que ¿de verdad había acabado?
En absoluto. En 1974, después de unos siete libros con su nombre, incluyendo Portnoy, que llegó a vender solo en inglés cinco millones de ejemplares, Bailey deja claro que Roth estaba al principio de una evolución que duraría décadas. De cara al público, el relato siempre ha sido así: con sus primeros libros, Goodbye, Columbus, Deudas y dolores, Cuando ella era buena, Roth había intentado escribir con sinceridad sobre la vida y el matrimonio judío y fue criticado categóricamente, y quizá de manera injusta –a menudo desde dentro de la comunidad judía–, por ser antisemita. Lo que siguió a esto fue una escapada de vuelta a esos territorios, camuflada como una detonación elaborada de sus devociones más sagradas; la experiencia de publicar Portnoy forjó la naturaleza férrea de Roth.
Esto es verdad y al mismo tiempo solo una parte de la historia, según revela Bailey. Lo que lo forjó no fue tanto Portnoy, sino su matrimonio temprano con Martinson, que también sirvió de modelo para Lucy Nelson en Cuando ella era buena. Cuando Roth conoció a Martinson en 1956 en Chicago, sirviendo sándwiches, se acababa de separar de su marido inútil y estaba intentando recuperar la custodia de sus dos hijos y escapar con ellos lejos de su padre abusador y alcohólico. Los siguientes diez años de vida conjunta son una montaña rusa de terrorismo doméstico de baja intensidad y guerra de guerrillas, desde ambos lados. Aunque Roth intenta valientemente ayudar a que los dos hijos de Martinson obtengan una buena educación, también es vengativo y manipulador. Al final, Martinson compra orina de una mujer embarazada en el East Village y así engaña a Roth para que se casen. El baile eterno de su divorcio termina cuando muere brutalmente en un accidente de coche por conducir borracha a las 4:30 en Central Park.
Los temas de la vida de Roth a menudo se pueden interpretar como los cables de detonación de un hombre troleando a las feministas. ¿El gran hombre rebajado por estar atrapado en un matrimonio? ¿El hombre que se folló a todo el mundo para ganarse la libertad (al mismo tiempo pensaba que las mujeres que cumplían sus perversiones estaban ligeramente rotas o, peor, eran como monas)? ¿El hombre que intimidaba a quienes no pillaban su humor? Todo esto es cierto, y lo que Bailey hace en Philip Roth: The biography es contextualizar esta mala leche y colocarla en los vectores de una vida que estuvo guiada a la vez por grandes amistades, arte elevado y el intento de dedicarse a su trabajo a fondo y sin complejos, incluso cuando va en contra de la interpretación que hace uno de esto, o no encaja con la idea del hombre que lo hizo.
Desde la distancia, una vida como la de Roth parece predeterminada, o peor, fácil, y la biografía de Bailey desvela que es todo lo contrario. Hay rupturas, peleas infantiles con amigos, momentos de soledad drástica y finalmente una paz con su propio cuerpo tras muchos años. Bailey hace un trabajo literario forense y detectivesco y analiza a fondo cómo escribió Roth sus libros, qué lo motivaba, y todas las posibilidades sobre cómo pudo ser su vida. Lo muestra como alguien que encadena un romance tras otro, y como alguien que actúa con generosidad, agresividad, egoísmo y con varios grados de dignidad y falta de ella. No sorprende que, a sus setenta años, le cueste conciliar el sueño. “Abrazo la almohada y fantaseo con que es una mujer que me ama.”
Le llegó la soledad y tuvo su coste, como demuestra el libro de Bailey, pero también le permitió a Roth profundizar más que nunca en sus investigaciones y surgir a finales de los noventa con una serie de libros sobre historia estadounidense que midieron su época, especialmente el “temor rojo” de los cincuenta (Me casé con un comunista), las revueltas radicales de los sesenta (Pastoral americana) y el surgimiento de nuevos tribalismos y de la cultura del escándalo (La mancha humana). El hilo dominante que conecta estos libros son las formas iliberales de intolerancia. Roth recordaba cómo sonaba esto, recuerda Bailey, ya que creció en Newark cuando se oía por la radio la voz de Hitler y también la del padre Coughlin, el agresivo cura irlandés y demagogo que agitó el nacionalismo mucho antes de que Rush Limbaugh ensuciara las ondas de radio. A principios de los 2000, Roth entregó su última gran obra épica, La conjura contra América, una novela en la que imagina a un líder como Coughlin conduciendo a los estadounidenses hacia la elección de un antisemita renombrado, el aviador Charles Lindbergh, que vence a Roosevelt. A partir de ahí Roth imagina un Estados Unidos que se inclina hacia el fascismo: eso no podría pasar aquí, escribieron en su momento los críticos, citando el título de Sinclair Lewis en el que se había basado Roth para su libro.
Y, sin embargo, ocurrió, o estuvo a punto bajo el gobierno de Trump. Roth fue muy claro al señalar los peligros que representaba el hombre que ahora es de la Florida. Es un ignorante “del gobierno, de la historia, de la ciencia, de la filosofía, del arte, es incapaz de expresar o reconocer la sutileza, el matiz, está desprovisto de toda decencia, y posee un vocabulario de setenta y siete palabras que podría denominarse como jerkish [de jerk, estúpido]”, declaró a The New Yorker, una opinión que compartían muchos estadounidenses.
En los años noventa, no obstante, cuando el poder estadounidense alcanzó su clímax, al colapsar la Unión Soviética, era fácil leer las historias de Roth sobre tiempos pasados como obra tardía de un novelista envejecido y ligeramente conservador. Un patriota que probablemente coleccionaba sellos. ¿Ver los años sesenta a través de la lente de la angustia que le produce a un padre blanco el terrorismo político? ¿O los años cincuenta a través del histérico anticomunismo de ese tiempo en vez de, por ejemplo, el crecimiento del complejo militar? ¿O el sistema brutal de Jim Crow?
Lo que Roth vio, deja claro Bailey, lo que Roth vivió, en su manera a veces sensible y autocompasiva, es lo presentes que están las fuerzas de la ignorancia estadounidense. Lo fácil que pueden convertirse en histeria. Cómo la superioridad moral se volvió a menudo una calamidad. Aunque este conocimiento no lo obtuvo solo de Estados Unidos. Uno de los mejores fragmentos del libro tiene que ver con la relación de Roth, durante décadas, con escritores checos disidentes en los años setenta. Roth viajó por primera vez a Praga en una especie de vacaciones y para conocer a sus editores. La memoria del aplastamiento soviético de la revolución de 1968 estaba todavía fresca, y bajo la normalización soviética descubrió que Portnoy no sería traducido. Conoció a una pareja de valientes traductores que lo iban a hacer de todas formas y de una manera creativa: cunnilingus había sido traducido más o menos como “lamer la sartén” (“ya sabes”, le dijeron a Roth, “como sacarle brillo a la sartén”).
A través de su propio interés, Roth comenzó a darse cuenta de lo que significaban las verdaderas restricciones a la libertad de expresión, y no se mantuvo en silencio al respecto. En ese viaje y en los que hizo más adelante conoció a escritores como Milan Kundera y Ludvík Vaculík y se volvió su principal defensor en Estados Unidos. Bailey explica que cuando Roth volvió a Nueva York, telefoneó a la organización pen y a Bob Silvers en The New York Review of Books, y rápidamente consiguió crear un fondo secreto a través del cual financió la mayor parte de los gastos de manutención de esos escritores mediante una agencia de viajes estadounidense. También inició una serie de Penguin titulada “La otra Europa” que publicaría a Kundera, Ivan Klíma, al igual que a los escritores polacos Tadeusz Borowski y Bruno Schulz; de este último Roth dijo que era “un escritor pirado, sí, al estilo de Kafka, pero pirado por culpa de su padre judío de una manera polaca muy propia y siniestra”. Gracias a Roth, la obra oscura y maravillosa de Schulz “El sanatorio de la Clepsidra” se publicó en The New Yorker en 1977.
La relación de Roth con los escritores europeos llegó a su final cuando se sumergió en la que sería la relación romántica más larga de su vida. No mucho después de conocer a Claire Bloom, comenzó simultáneamente un affaire con una fisioterapeuta que Bailey llama Inga Larsen. En el libro es descrita como una inmigrante noruega, “el tipo de mujer que te produce vibraciones (‘incluso a mí’) cuando entra en una habitación”, recordaba Joel Conarroe, el amigo gay de Roth. Bailey afirma que su relación fue entrañable, furtiva, lasciva y llena de conspiraciones (ella también estaba casada). Cuando ella tenía affaires con hombres, Roth le pedía que le contara detalles, y se maravillaba con su capacidad de parecer una cosa y ser muchas otras. “La euforia”, dice Roth, “de tener un yo múltiple que se comporta de diversas maneras en diferentes vidas y que está dotada de una cantidad impresionante y generosa de autoabandono”. Quizá por esa razón, cuando la relación de Roth con Bloom terminó, y cuando él e Inga intentaron estar juntos, esto fracasó catastróficamente. No podía comprometerse con solo una persona, ni estar con una persona.
Finalmente, el Roth que vemos aquí es un hombre de apetitos y muchas amantes, pero parece haber fallado en la única tarea que decidió que era primordial: amar. Al final de este largo libro, con todos los intentos de su personaje de trabajar y amar, los dos matrimonios desastrosos de Roth, las explosiones literarias que fomentaron (primero con Portnoy, luego en los noventa con Operación Shylock y El teatro de Sabbath), acaba quemando todas sus amistades salvo unas pocas. Incluso con el crítico que lo ayudó desde dentro del jurado a ganar su merecido Pulitzer y los premios del National Book Critics Circle acabó mal. Finalmente, tentativamente, a medida que envejeció y enfermó, volvieron a orbitar sobre él, a presentarle sus respetos, a despedirse. Es una virtud de esta biografía brillante y conmovedora que sus lectores podamos imaginar sus sentimientos contradictorios al hacerlo. ~
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.