¿Por qué no hay coches baratos?

Los coches están sobrevalorados. Y con razón. El coche ha sido la última burbuja de intimidad. Ahora el coche es otra forma de vigilarte. El coche es el último reducto del ego: hurgarse la nariz, velocidad.
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Los coches están sobrevalorados. Y con razón. El coche ha sido la última burbuja de intimidad. Ahora el coche es otra forma de vigilarte. El coche es el último reducto del ego: hurgarse la nariz, velocidad.

El low cost ha llegado a casi todo, hasta se puede volar barato, pero los coches se resisten a esta velocidad de los tiempos. ¿No podría Zara vender coches baratos igual que hace con la ropa? ¿No puede Ikea vender coches para montar en casa? El coche más barato no baja de ocho mil euros y está lleno de cosas superfluas. Las ciudades contaminadas, bla bla. La industria se agarra a lo anterior, hace piña, grupo.

La idea es que haya un coche de dos mil euros o dólares con lo básico y que se puedan añadir y acoplar fácilmente los complementos que se quiera. Un cochecito modular básico eco bio. El cochecito para la transición a otro mundo. No se puede hacer porque la industria no quiere. Tampoco se podían hacer coches eléctricos y Tesla los hace y los vende. Tesla ya vale en bolsa más que Ford. Los coches son todo y van a cambiar: vamos a ver un cambio cultural que lo volteará todo: coches que van solos, que se cogen y se dejan. Travis trabaja para Uber.

En El cuarto mandamiento (1942) Orson Welles muestra cambios brutales con la llegada del automóvil: Joseph Cotten fabrica y conduce los primeros coches ante el asombro y el escándalo de un mundo en extinción, como el nuestro ahora: las partículas diésel se clavan en el cerebro, el parque móvil en España tiene doce años de media, pero los coches son caros y están llenos de cosas superfluas. rko destrozó la película de Orson Welles, pero aguanta, y es una delicia verla. Y salen los primeros autos a manivela.

Los coches son todo y se resisten al cambio. Tres Truebas de coches en cine: Jonás Trueba, en su espléndida Los exiliados románticos (2015), da vida a una Volkswagen Westfalia con la que los protagonistas hacen 4.000 km de amor en doce días. Dice el personaje que aporta la furgoneta: “Es de mi madre y una amiga, la compraron cuando se jubilaron para viajar por Europa, era una especie de sueño de juventud.” Fernando Trueba en su incursión americana, Two much (1995), entroniza el mítico Ford Mustang: escena memorable de la fuga de Art (Antonio Banderas) con su padre (Eli Wallach) y sus colegas de la Brigada Lincoln gritando ¡Viva la República! Eli Wallach está inmenso en Vidas rebeldes, John Huston (1961), madre de todas las road movies, que empieza con el Cadillac abollado de Marilyn Monroe y transcurre en furgones y artilugios rodantes: en esa película tan rulfiana con guion de Arthur Miller están ya Carver, París, Texas, Thelma y Louise… Clark Gable le dice a Montgomery Clift que vaya con ellos a cazar quince caballos salvajes a las montañas con el argumento de que “es mejor que un jornal”. Y Clift, vaquero de rodeos, que ha gastado sus dos últimos dólares en telefonear a su madre, responde: “Cualquier cosa es mejor que un jornal.” Miller escribió este híbrido de novela, teatro y guion para Marilyn, que se sale de la pantalla; Tusquets publicó el libro en 2015 y es una maravilla ver la película con el libreto al lado. El tercer coche de los Truebas que nos roadmoven (¡nuevo verbo!) es el inolvidable Seat 850 de David Trueba en Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013): el Seat verde en el que Javier Cámara busca a John Lennon y la libertad. Ya que estamos, David Trueba ha publicado otra novela sobre ruedas, Tierra de Campos (Anagrama), cuya lectura me está impidiendo escribir este artículo. Atención, en la primera página: “Hay un coche de muertos a la puerta de casa.”

El coche de Gatsby es parte esencial de la trama de Fitzgerald. Y todos los coches, resumidos en ese purgatorio del valle de la ceniza. Robert de Niro, el Travis de Taxi driver, trabajaría hoy para Uber, y quizá no tendría tiempo, ni ganas, de rescatar a la niña Jodie Foster de las garras del macarra Harvey Keitel (el señor Lobo de Pulp fiction: “yo conduzco a toda hostia”). Scorsese rueda el Checker amarillo de Taxi driver a ras de suelo como si fuera un tanque. Un hombre y una mujer (1966), de Claude Lelouch, es toda coche, lluvia y amor. El mismo Ford Mustang (de nuevo) con el que Jean-Louis Trintignant compite en Montecarlo es su coche de diario, el que le sirve para enamorarse de Anouk Aimée.

En este derrame sentimental por el cine y sus coches (también camiones: más El salario del miedo que El diablo sobre ruedas) que ya están mutando, el insuperable Valle-Inclán de Juanma Bajo Ulloa, Airbag (1997), con su Volvo 850 t5; el Ford amarillo tuneado de 1932 que nos lleva en American graffiti (1973), de George Lucas: el locutor de la emisora pirata también se llama señor Lobo, quizá es un homenaje de Tarantino. Y el pequeño Alfa Romeo Spider rojo que le regalan sus padres a Dustin Hoffman en El graduado (1973), rodada por Mike Nichols. En ese coche le dice el protagonista a la chica a la que está conquistando –y con cuya madre se acuesta–, “mi vida es un desperdicio”.

Este serial de coches de cine tiene que acabar con la obra maestra de Berlanga, Plácido (1961) y las penurias de Cassen para pagar la primera letra de su flamante motocarro; y con El cochecito, de Marco Ferreri (1960) –siempre Rafael Azcona–, para concluir con la petición de que fabriquen coches baratos básicos eco bio y dejen de dar la monserga con la contaminación y con la financiación. Vuelvo a Tierra de Campos, de David Trueba: “Era la inconfundible limusina final.” ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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